Hace dos días leí una palabra en la Biblia que se ha instalado en mi corazón desde entonces. Para ser sincero, diré que no sabía bien qué pensar de ella.
Es sólo una palabra, y en sí no es complicada. Cuando tropecé con esta palabra (Dicho sea de paso que eso es exactamente lo que sucedió: yo leía apresuradamente el pasaje cuando esta palabra apareció imprevistamente y me golpeó como un obstáculo en mi carrera), no sabía como tomarla. No tenía un gancho donde colgarla ni un rubro donde catalogarla.
Es una palabra enigmática en un pasaje enigmático. Pero ahora, pasadas cuarenta y ocho horas, le he encontrado ubicación; un lugar que es apropiado. Vaya, ¡qué palabra! No la lea amenos que no le moleste tener que cambiar de idea, porque esta palabrita podría desacomodar un poquito su mobiliario espiritul.
Lea el pasaje conmigo.
Luego salió Jesús de la región de Tiro y se dirigió por Sidón al mar de Galilea y a la región de Decápolis. Allí le llevaron un hombre que era sordo y hablaba con dificultad, y le suplicaron que pusiera la mano sobre él. Jesús se lo llevó a un lado, aparte de la multitud, e introdujo los dedos en las orejas del sordo.
Luego escupió y le tocó la lengua. Miró al cielo y, suspirando profundamente, le dijo: “¡Efata!” (Que significa: “¡Ábrete!”). Con esto, se le abrieron los oídos al hombre, se le desató la lengua y comenzó a hablar bien. (Marcos 7:31-35)
Qué pasaje, ¿verdad?
A Jesús se le presente un hombre que es sordo y tiene un impedimento en el habla. Podría ser que tartamudeara. Podría ser que ceceara. Podía ser que, a causa de su sordera, nuca haya aprendido a articular correctamente las palabras.
Jesús, negándose a sacar ventajas particulares de la situación, llevó al hombre aparte. Lo miró a la cara. Sabiendo que sería inútil hablar, le explicó mediante gestos qué estaba por hacer. Escupió y tocó la lengua del hombre explicándole qué, fuere, lo que entorpecía su habla estaba a punto de ser desalojado. Tocó sus oídos. Por primera vez estos estaban apunto de oír.
Pero antes de que el hombre haya dicho una palabra o haya oído un sonido, Jesús hizo algo que yo nunca hubiera imaginado.
Suspiró.
Lo que yo podría haber previsto sería un aplauso o una canción o una oración. También un “¡aleluya!” o una breve enseñanza podrían haber sido oportunos. Pero el Hijo de Dios no hizo ninguna de estas cosas. En lugar de eso hizo una pausa, alzó la vista al cielo, y suspiró. De las profundidades de su ser fluyó un torrente de emoción que decían más que las palabras.
SUSPIRO. Esa palabra me pareció fuera de lugar.
Nunca me había imaginado a Dios como capaz de suspirar. Yo podía figurarme a Dios como un ser que imparte órdenes. Podía figurarme a Dios como un ser que llora. Podía figurarme a Dios llamando a los muertos ordenándoles que salgan de la tumba, o creando el universo con una palabra, pero… ¿Dios suspirando?
Talvez esta frase capturó mi atención porque yo cumplo con mi cuota diaria de suspiros.
Suspiré ayer cuando visité a una señora cuyo marido inválido había desmejorado tanto que no me reconoció. Creyó que yo quería venderle algún producto.
Suspiré cuando la niña de seis años en el almacén, con cara sucia y abrigo insuficiente, me pidió cambio.
Y suspiré hoy al escuchar a un marido que me contaba que su esposa no quiere perdonarlo.
Sin duda usted ha cumplido con su cuota de suspiros.
Si tiene hijos adolescentes, probablemente a suspirado.
Si ha tratado de resistir una tentación, probablemente a suspirado.
Si han puesto en tela de juicio sus motivos o si han rechazado sus mejores demostraciones de amor, se vio en la necesidad de tomar una profunda bocanada de aire y dejar escapar un doliente suspiro.
Soy conciente de que existe un suspiro de alivio, un suspiro de ansiosa espera, y también un suspiro de gozo. Pero ninguno de esos es el suspiro presentado en Marcos 7.
El suspiro en cuestión es una combinación híbrida de frustración y tristeza. Se ubica en un punto entre un arranque de enojo y un estallido de llanto.
El Apóstol Pablo habló de esta clase de suspiro. Dos veces declaró que los cristianos suspiramos mientras estamos en la tierra anhelando el cielo. La creación lanza suspiros como si estuviera de parto.
Aun el Espíritu suspira interpretando nuestras oraciones. (2 Cor. 5: 2-4)(Rom. 8:22-27)
Todos estos suspiros provienen de la misma angustia: El reconocimiento de un dolor que no esperábamos o de una esperanza que se demora.
El hombre no fue creado para estar separado de su creador, por tanto suspira añorando su hogar.
La creación nunca debió ser habitada por el mal, por tanto suspira echando de menos aquel Huerto. Y las conversaciones con Dios no debían depender de un traductor según el plan original, por tanto el Espíritu gime a favor de nosotros, esperando el día en que los seres humanos vean a Dios cara a cara.
Y cuando Jesús miró a la victima de Satanás a los ojos, la única cosa apropiada para hacer era suspirar. El suspiro significaba: “NUNCA SE PLANEO DE ESTA MANERA”. “Tus oídos no fueron creados para ser sordos, tu lengua no fue creada para tropezar.” El desequilibrio de todo el sistema provocó el lánguido gemido del Maestro.
Así encontré un lugar para esta palabra. Puede parecerle extraño a usted, pero la coloque al lado de la palabra CONSUELO, porque de un modo indirecto, el dolor de Dios es nuestro consuelo.
Y en la agonía de Jesús descansa nuestra esperanza. Si él no hubiera suspirado, si él no hubiera sentido el peso de aquello que no obedecía al propósito original, estaríamos en una condición lamentable. Si él lo hubiera anotado todo en el registro de lo inevitable o se hubiera lavado las manos de todo este hediondo revoltijo, ¿qué esperanza tendríamos?
Pero no hizo eso. Ese santo suspiro nos confirma que Dios todavía gime por su pueblo. Gime anhelando el día en que cesen todos los suspiros, en que se concrete lo que se había propuesto.