Cuando alguna gente oye que se nos han perdonado todos nuestros pecados, pregunta: “Pues si el Señor ya me ha perdonado todo, e incluso los pecados que todavía no he cometido están ya solucionados, ¿por qué debería esforzarme tanto en no pecar?”
En realidad esta es una buena pregunta. Dios nunca tuvo la intención de que nos inquietásemos y preocupáramos acerca de si volveríamos a pecar. Cuando Pablo trató este mismo asunto, dio a entender que habría de ser un estúpido para pensar que una persona que había muerto al pecado pudiera seguir viviendo en el mismo.
El no dijo: «¡Cuidado! Es peligroso. Mejor será que te esfuerces de veras para no caer en el pecado”.
No, lo que expresó, fue: “Es imposible para uno que está muerto continuar en el pecado”.
La gracia de Dios tiene dos dimensiones. La primera es el perdón de todos nuestros pecados; y la otra: “Os dare corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitare de vuestra carne el corazón de piedra, y os dare un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36: 26, 27).
Recibimos el Espíritu Santo, y el fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; y “contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5: 22, 23).
Por lo tanto, uno que tiene el nuevo corazón no precisa de ninguna ley, porque el Espíritu Santo la hace innecesaria. Esta es la razón de que Jesús dijera que toda la ley y los profetas se resumen en una palabra: amor.
Pablo explicaba: “Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; asi que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:9,10).
El fruto del Espíritu nos mueve a hacer aquello que la ley pretendía que hiciésemos, y muchísimas cosas más. De manera que la ley es innecesaria.
Se nos da un nuevo corazón para vivir en santidad, y con objeto de que produzcamos todo el fruto del Espíritu. También tenemos el perdón que proporciona la sangre de Jesús, para que guardemos la salvación que nos ha sido dada en Jesucristo.
¿Ha ido usted alguna vez al circo o visto uno en la televisión?
Una de las actuaciones más espectaculares es la del trapecio. Resulta imponente contemplar a los artistas ir y venir de una barra a otra a tal altura en el techo de la carpa. Se tiran a una persona de acá para allá, y nosotros pensamos: “¿Que sucederá si se caen?”
En cierta ocasión pregunté a un trapecista: -¿Cómo pueden actuar de un modo tan perfecto sin caerse nunca?
-Si que nos caemos -me contestó el artista—; casi en cada actuación.
-Pero yo jamás lo he visto.
-Seguro que si, lo que pasa es que no lo ha notado porque aprendemos a caer y a recuperarnos.
Cuando sucede volvemos a saltar enseguida y la gente piensa que forma parte del número.
Dios nos ha dado un nuevo corazón, y el Espíritu Santo, para que podamos vivir en el Espíritu -como un trapecista en la barra-.
Deberíamos ser una exhibición para todo el mundo; especialmente para nuestros vecinos, a fin de que dijeran de nosotros:
“Mira esa gente. Fíjate cómo se aman unos a otros. Nunca critican a nadie. Aman a sus enemigos. Son los mejores vecinos. Nadie tiene queja de ellos. Su trabajo en la fábrica es superior al de los otros. Son las secretarias más fieles, y los mejores abogados. Observa lo amorosas que son las mujeres y la obediencia de sus hijos”.
Naturalmente, todavía no somos perfectos; pero cuando vivimos en el Espíritu podemos recuperarnos rápidamente, porque lo que la gente ve es la vida de Jesús, y no a nosotros.
Si resbalamos y caemos, tenemos una red debajo: la sangre de nuestro Señor Jesucristo ha provisto perdón para todos nuestros fallos. Aunque caigamos mil veces, él nos empujará de nuevo hacía arriba, siempre que nuestro deseo sincero sea estar allí.
Ahora bien, si usted cae y luego se duerme en la red, dudo que vaya a durar mucho tiempo en el circo -será un artista poco rentable.
No obstante, si desea de veras vivir en santidad -vivir (aún caer y recuperarse) en el trapecio-, debe saber que debajo hay una red. Los trapecistas pueden estar relajados a causa de ella; de no haberla se sentirían tensos y asustados, lo cual haría más probable la caída.
Los que tienen miedo de caerse descubren que caen continuamente; y aquellos que se esfuerzan más por vivir en santidad, encuentran que resulta difícil hacerlo.
¡Pero los que no luchamos por vivir santamente, estamos tan relajados que llevarnos una vida santa! Porque la santidad no es algo que viene de nuestros propios esfuerzos, sino un don de Dios: el Espíritu Santo en nosotros hace la obra de Jesús.
¡Gloria al Señor por su amor maravilloso! El nos perdonó todas nuestras transgresiones; proveyó para nosotros una red, a fin de que pudiésemos relajarnos; y nos dice que debemos amarnos unos a otros como él nos ha amado.
¿Estamos dispuestos a hacerlo, o intentamos quitarle la red de debajo al hermano? Si cae, le decimos: “Adios, fulano”, ¡y le rechazamos para siempre!
¿Por qué resulta imposible para uno que está verdaderamente en Cristo seguir llevando una vida de pecado? Sencillamente, por que Jesús trató con nuestro problema en su raíz; y esa raíz somos usted y yo. Cuando Jesús murió en la cruz, nosotros también morimos con él; ¡no fueron únicamente nuestros pecados los que fueron clavados a la misma, sino nosotros!
Ahora bien, puesto que Cristo había tratado con nuestro problema, pudo hacer algo más; así el libro de Colosenses sigue diciendo que él anuló “el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitandola de en medio y clavándola en la cruz»
En el cielo hay un archivo por cada individuo que ha vivido sobre la tierra. No sabemos cómo lleva el Señor su contabilidad; pero en los días en que se escribió la Biblia, se hablaba de que Dios guardaba libros de cuentas.
En la primera página de mi expediente, dice: “Juan Carlos Ortiz. . . 6.276 pelos en la cabeza, etc.” -todos los detalles, para que no haya duda de quién se trata-. En la segunda se encuentran escritas todas las leyes de Dios -particularmente los Diez Mandamientos-. A continuación se proveen otras páginas para inscribir en ellas todas las veces que transgredí cada mandamiento. ¡Tengo una documentación bien abultada!
Y en la última pagina está el certificado de deuda, que dice: “Puesto que Juan Carlos Ortiz ha violado el primer mandamiento 8.322 veces, el segundo 5.456, el tercero. . . el cuarto. . . Juan Carlos Ortiz va directamente al infierno”.
Pero ya que yo morí con Jesús, él sacó mi expediente, tomo un gran sello de goma, lo humedeció en su sangre, y estampó: “Cancelado” en cada una de las páginas del mismo.
A continuación quitó de en rnedio aquel expediente porque no querla basura en el cielo. Para que nadie más pudiera nunca verlo el lugar más seguro que encontró fue clavarlo en la cruz. ¡Si alguien quiere examinar el expediente de Juan Carlos Ortiz, tiene que pasar por encima del cadaver de Jesús!
De manera que ahora, Dios va a los archivos del cielo y dice: “Déjame ver el expediente de Juan Carlos Ortiz. ¡Caramba, ni siquiera está aquí!… No hay nada en absoluto contra él. ¡Qué buen siervo tengo!”
¡Gloria al Señor! Así es como nos ama a usted y a mí. Ahora tenemos perfecta paz con Dios; pero aunque cantamos esas cosas que se encuentran en nuestros himnarios, y predicamos acerca de ellas desde el púlpito muchos de nosotros no las vivimos como si fueran realidad. Entonamos: “. . . mis culpas él perdonó”, ¡pero vivimos como si aún tuviésemos esa deuda! No creemos que somos aceptados completamente.
Hay gente que me viene a mí y dice:-Pastor Ortiz, ¿podría usted orar por mi esposo?
-¿Por qué no ora usted? -pregunto.
-Oh, no, el Señor le escucha mejor a usted; lleva una vida tan piadosa. . . ¿Qué quiere dar a entender una persona cuando le dice a su pastor que el Señor le oye mejor a él? Que tal vez ella no es aceptada. La causa de esto es que ponemos nuestra confianza en la manera de comportarnos, en nuestra actuación.
Satanás sabe con qué facilidad nos sentimos culpables; así que siempre está listo para hacer que miremos a nuestras obras. Pero si el Señor hubiera de juzgarnos por nuestra actuación, todos Seríamos condenados. El nos acepta gracias a Ia sangre de Jesús.
Para engañarnos, Satanás, antes de que Jesús asaltara los archivos del cielo hizo fotocopias de los mismos. Desde luego, dichas fotocopias no tienen validez, pero él las utiliza para confundirnos.
A mí ya no me engaña; pero tenga cuidado, porque a mucha gente si. El diablo toma mi expediente y se lo enseña a usted; y luego toma el suyo y me lo muestra a mí, intentando que nos juzguemos el uno al otro.
Satanás es muy listo: trató incluso de hacer que Jesús dudara.
“Si eres Hijo de Dios. . .“ -dijo una y otra vez.
El intenta sembrar, en lo más recóndito de nuestra mente, una pequeña duda de que tal vez Dios no nos acepta como hemos oído predicar.
Cuando me acepté a mí mismo, perdonándome todos mis pecados al igual que Dios había hecho, el Señor me mostró que también debía aceptar a mis hermanos y hermanas como son: y perdonarles todos sus pecados. Estaba aprendiendo el significado de las palabras de Jesús: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
En cierta ocasión, alguien preguntó a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí?”
Su respuesta fue setenta veces siete, que son 490. En un día corriente, desde el amanecer hasta Ia puesta del sol, eso supone una vez cada minuto y medio -¡un trabajo a pleno tiempo!—; y algunos estudiantes afirman que Jesús quería decir siete elevado a la septuagesima potencia: ¡lo cual es dos números seguidos de 54 ceros! Si usted perdonara una vez cada segundo, necesitarIa vivir millones de años para terminar. Ya ve lo grande que es el “todos” de Dios.
Por lo tanto, yo he de aceptar a mi hermana, no a causa de su comportamiento, ni de su doctrina, sino debido a la sangre de Jesús; y la acepto al perdonarle todos sus pecados.
¿Entiende usted cómo Ia unidad ha sido garantizada por la cruz?
En Ia cruz Jesús canceló la deuda de cada uno; de modo que cuando acusamos a nuestro hermano o hermana, estamos inculpando a alguien cuya deuda ha sido ya anulada. Perdemos el tiempo criticando a los demás.
Los que somos creyentes de verdad vamos a estar todos juntos en el cielo gracias a Jesús; así que mejor sería que empezaramos a aceptarnos ahora unos a otros tal como somos.
La noche que me perdoné todos mis pecados a mí mismo, y me acepté como era, dormí profundamente; y al despertarme por la mañana, el Señor me explicó que tenía que aceptar a los demás sobre la misma base que él me había aceptado y que yo me había aceptado a mí mismo.
De manera que a la primera persona a la cual acepté como es, fue a mi esposa.
Cuando usted se enamora, quiere casarse para estar con su amada, que es la persona más maravillosa del mundo; de manera que contraen matrimonio y se van de luna de miel.
Pero una vez que han vuelto del viaje de novios, piensa para Si: “Bueno, ella cambiará; tan sólo acabamos de casarnos”. Y mientras usted dice eso, su esposa murmura: “Espero que cambie”.
Sin embargo, cuando usted rebasa los cuarenta, ella exclama:“¡No cambiará!” En tanto que usted se da cuenta de que si ella no ha cambiado todavía, tampoco lo hará. Esa es la razón de que deben aprender a aceptarse el uno al otro como son.
Pero no sólo somos uno en e! matrimonio; también como creyentes formamos una sola Iglesia. Somos uno colectivamente; y nuestra unidad se basa en el perdón garantizado de todos nuestros pecados. No es de extrañar que Pablo dijera: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?” ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? ¿Quién nos condenará? ¡Qué certeza tan tremenda!… “¡Grata certeza!”
Desde que comprendí esto, empecé a cantar a algunas de las letras de nuestros himnos en una forma nueva. Yo solía decir: “Oh gracia admirable, dulce es, que a mí pecador salvó. . .“. Pero ahora he aprendido a cantar: “Oh gracia admirable, dulce es, que a el pecador salvó. . . la gracia le libró de perdición, y le llevará al hogar”.
También entonaba: “Tal como soy, sin una sola excusa.
Así que me gustaría darle una tarea. Se podría hacer esto con muchos pasajes, pero empiece con Efesios, capítulo 1.
Siempre que leemos este pasaje, cada uno piensa que se aplica a éI mismo; pero quisiera que hiciese como si fuera para otro. Creo que esto le introducirá a una nueva dimensión en sus relaciones con otros cristianos, del mismo modo que sucedió conmigo.
Deseo que, empezando con el versículo 3, lea el pasaje poniendo en el mismo el nombre específico de otra persona allí donde dice “nosotros”.
Asi es como quedaría si lo hiciese colocando el mío:“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que bendijo a Juan Carlos Ortiz con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según le escogió en éI antes de la fundación del mundo, para que fuese santo y sin mancha delante de él, en amor, habiéndole predestinado para ser adoptado hijo suyo por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual hizo acepto a Juan Carlos en el Amado, en quien tiene redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con él.
Si le está costando aceptar a alguien, lea el capítulo entero poniendo el nombre de la persona en cuestión. ¿Se daba usted cuenta de que se trataba de un individuo tan importante?
Al substituir “nosotros” por el nombre de otra gente que no nos cae demasiado bien, nos enamoraremos de muchas personalidades tremendas.
No le estoy diciendo algo que creo que estaría bien hacer; sino una cosa que llegó a ser para mí experiencia de la vida real. Esto se ha hecho parte de mi persona. Yo lo hice, y ahora me resulta fácil aceptar a la gente como es; aunque parezca imposible de apreciar.
En cierta ocasión me encontré con un individuo a quien dije:-¡Hermano, cuánto me agrada verle! ¡Gloria al Señor!
-Quitese de en medio -me contestó- no me gusta usted.
-Muy bien, pero le amo.
-Usted no puede amarme -siguió diciendo- porque soy su enemigo.
-Aleluya, Señor –expresé-, gracias que tengo un enemigo a quien abrazar justo delante de mí.
Nunca se equivocará amando.
Por eso dijo Jesús que debemos amar incluso a nuestros enemigos. No hemos de querer a alguien porque es una persona agradable; nuestro amor debe ser aun para los antipáticos. Tenemos que amar como Dios nos amó. A aquellos que son retraidos, vergonzosos, acomplejados; a los que nos gustaría evitar. . . ¡Esa es la gente a la que Dios ama!
¿Por qué no los queremos nosotros? Porque con demasiada frecuencia amamos con el mismo amor que el mundo; y Jesús dijo que si amamos sólo a aquellos que nos aman, no somos mejores que los incrédulos, ya que también éstos lo hacen. Nosotros tenemos que amar como él nos ha amado; sencillamente porque él es amor y mora dentro de nosotros para amar por medio de nuestras personas.
Una vez que haya comprendido la profundidad del amor de Dios por usted, podrá amarse y aceptarse a si mismo; y cuando lo haga, será capaz de amar a otros. No tendrá que luchar para ello; sino que le saldrá fácilmente. Ya que Jesús, que es amor, vive en usted, no podrá refrenarse de amar.
No es extraño que Dios nos diera un mandamiento de amar como él nos ha amado; puesto que Jesús vive en nosotros para ser ese amor a través de nosotros.
¡Gloria a Dios por su amor sin límites!