¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD!

Por Charles Spurgeon.
«Por tanto, no durmamos como los demás, antes velemos y seamos sobrios»(I Tesalonicenses 5:6).
Cuán tristes son los resultados del pecado. Este nuestro placentero mundo fue en épocas pasadas un templo glorioso donde cada columna reflejaba la bondad de Dios, y donde cada una de sus partes era símbolo de lo bueno; pero el pecado ha destruido y dañado todas las figuras y metáforas que de nuestra tierra se podrían sacar.

Ha desordenado de tal forma la economía divina para la naturaleza, que aquellas cosas que eran cuadros inimitables de virtud, bondad y celestial plenitud de bendición se han convertido en figuras y representaciones del pecado. Es sorprendente, pero sorprendentemente cierto, que los mejores dones de Dios hayan venido a ser; por la acción del pecado del hombre, las peores estampas de la culpabilidad humana. ¡Contemplad el agua!; cómo al brotar de sus fuentes se precipita por los campos llevando en su seno la abundancia; los cubre por algún tiempo, para luego filtrarse, dejando sobre la llanura un fértil sedimento donde el labriego sembrará su semilla y de donde sacará su cosecha. Este brotar del agua podría sugerirle a alguien una bella representación de la plenitud de la providencia, de la magnificencia de la bondad de Dios hacia la raza humana; pero vemos cómo el pecado se ha apropiado esta figura para sí mismo. El principio de la iniquidad es como el prorrumpir de las aguas. ¡Mirad el fuego! Cuán bondadosamente nos ha concedido Dios ese elemento para confortarnos en medio de los hielos invernales. Huyendo del frío y la nieve, corremos a nuestros hogares a desentumecer nuestras manos el alegre calor de la chimenea. El fuego es un magnífico cuadro de las influencias del Espíritu, un santo emblema del celo de los cristianos; pero, ¡ay!, el pecado también ha tocado aquí, e incluso la lengua es llamada «un fuego», «y es inflamada del infierno», según se nos dice en la Escritura; lo cual es evidentemente cierto, cuando vemos sus blasfemias calumnias. Santiago, al ver los males causados por el pecado, levanta sus manos y exclama: «He aquí, un pequeño fuego cuán grande bosque enciende!» ¿Y el sueño? Uno de los más felices dones de Dios, el grato sueño,

«Du1ce restaurador de la naturaleza cansada, bálsamo reparador».

El sueño ha sido escogido por Dios para ser la mejor figura del reposo de los bienaventurados. «Los que durmieron en Jesús», dice la Escritura. David lo considera como uno de los peculiares dones de la gracia: «Pues que a su amado dará Dios sueño». Pero, ¡que lástima!, el pecado tampoco podía dejar escapar esto. El pecado ha pisoteado también esta celestial metáfora; y aunque haya sido el mismo Dios el que ha utilizado el sueño para expresar la excelencia del estado de los bienaventurados, el pecado la ha profanado, antes de que se manifestará. El sueño se emplea en nuestro texto como señal de una condición pecaminosa. «Por tanto, no durmamos como los demás, antes velemos y seamos sobrios.»

Sirva lo dicho como introducción, y procedamos acto seguido a considerar el texto. El «sueño» de que nos habla este versículo, es un mal que se ha de evitar En segundo lugar, la frase «por tanto» está escrita para mostramos que hay ciertas razones por las que se ha de evitar este sueño. Y, puesto que el apóstol nos habla de este sueño con pesar, nos enseña con lo que hay algunos, a los que el llama «los demás», por quienes debemos lamentarnos porque duermen y no velan ni son sobrios.

1. En primer lugar, pues, nos ocuparemos en señalar EL MAL QUE EL APÓSTOL INTENTA DESCRIBIRNOS BAJO EL TÉRMINO SUEÑO. El apóstol nos habla de otros que duermen; y si acudimos a las copias originales, veremos cómo la palabra que se traduce por «los demás» tiene allí un significado mucho más enfático. Podría haber sido traducida (y Horne así lo hace), como «el desecho»: «No durmamos como el desecho», la manada vulgar, los espíritus plebeyos, aquellos que no se ocupan sino de las cosas de esta tierra. «No durmamos como los demás», la vulgar y mezquina multitud insensible a la sublime y celestial vocación del cristiano. «No durmamos como el desecho de la humanidad.» También encontraréis en el original que la palabra sueno se usa con el sentido mucho más enfático. Significa sueño intenso, sopor profundo; y el apóstol declara que el desecho de la humanidad está sumido en un profundo sopor. Tratemos nosotros ahora de explicar lo que él nos quiere decir con ello.

En primer lugar, el apóstol nos dice que el desecho de la humanidad se halla en un estado de deplorable ignorancia. Los que duermen nada saben. Puede que haya fiesta en la casa, pero el perezoso no participa del regocijo; si la muerte visita a la familia, las lágrimas no ruedan por las mejillas del que duerme; si grandes sucesos conmueven a la humanidad, él los ignora todos; si un terremoto arruina una gran ciudad, o una guerra devasta una nación, o el estandarte triunfante ondea al viento, y los clarines de su país nos reciben con sones de victoria, él nada sabe.

«Ignorando y a un tiempo ignorados

Se pierden sus amores y trabajos»

El que duerme nada sabe. ¡Notad cómo en el desecho de la humanidad todos son iguales en esto! Saben mucho sobre algunas cosas, pero ignoran todo lo que concierne a las espirituales; de la divina persona de nuestro adorable Salvador no tienen ni idea; los dulces goces de la vida espiritual, ni se los imaginan; les es imposible remontarse a los entusiasmos sublimes y a los íntimos arrobamientos del cristiano. Habladles de doctrinas divinas, que para ellos serán enigmas; decidles de sublimes experiencias, y les parecerán fantasías exaltadas. Ellos no saben nada de los goces venideros, ¡ay!, no tienen conciencia de los males que les sobrevendrán sí continúan en su iniquidad. La gran mayoría de la humanidad es ignorante, no sabe nada; no tiene conocimiento de Dios, ni el temor de Jehová está ante ella, sino que, con los ojos vendados por la ignorancia de este mundo, caminan velozmente por los senderos de la concupiscencia hacia final cierto y terrible: la ruina eterna de su alma. Hermanos, si somos santos, no seamos ignorantes como los demás. Escudriñemos las Escrituras, porque en ellas tenemos vida eterna, porque ellas son las que dan testimonio de Jesús. Seamos diligentes, no permitamos que la Palabra se aparte de nuestros corazones; meditemos en ella día y noche, para que podamos ser como árboles plantados junto a las aguas. «¡No durmamos como los demás.!»

El sueño nos habla también de un estado de insensibilidad. Puede que haya mucho conocimiento escondido, encerrado en la mente del que duerme, que podría desarrollarse solamente con despertárselo. Pero el que duerme no sabe nada, porque está insensible. El ladrón ha irrumpido en su casa, el oro y la plata están en manos del robador, el hijo es maltratado cruelmente por el que ha entrado en la casa; pero el padre está sumido en su sopor, aunque todo su tesoro, y su hijo más querido, estén en las manos del destructor. Está inconsciente, y ¿cómo podrá sentir, si el sueño ha cerrado completamente sus sentidos? ¡Escuchad! En la calle se oyen lamentos. Un fuego acaba de destruir las casas de los pobres, y los desamparados mendigos se encuentran en la calle. Gritan bajo su ventana pidiendo ayuda; pero él sigue durmiendo, y ¿cómo sabrá si la noche es fría, y si los pobres desgraciados tiritan a la intemperie? Está completamente inconsciente, y no puede sentir nada por ellos. ¡Aun más!, quemad el título de propiedad de su casa, prended fuego a sus corrales, incendiad sus cosechas, matad sus caballos, y destruid sus reses; que el fuego de Dios descienda y consuma a sus ovejas, que el enemigo caiga sobre todo cuanto tiene y lo devore. El duerme tan profundamente como sí su sueño estuviera guardado por un ángel del Señor.

Así son los desechos de la humanidad. Y, ¡ay!, ¡tendríamos que incluir en esta palabra «desecho» a la mayor parte de los hombres! ¡Qué pocos hay que sean sensibles a lo espiritual! ¡Que pocos hay que sean sensibles a lo espiritual. Cualquiera de ellos siente vivamente el menor daño que se haga a su cuerpo, o a su condición; pero, ¡ay!, ¡cuán poco sensibles son cuando se tocan sus intereses espirituales! Están al mismo borde del infierno, y no tiemblan; la ira de Dios se consume contra ellos, pero no temen; la espada de Jehová está desenvainada, pero el terror no los embarga. Continúan con su alegre danza, beben la copa del placer embriagador; se gozan en la orgía y en el desenfreno, cantan impúdicas canciones, y aún más que esto: en su loco desvarío desafían al Altísimo, mientras que, si fueran de pronto despertados y vieran su condición, la médula de sus huesos se derretiría y su corazón se fundiría en sus entrañas como cera. Están dormidos, indiferentes e inconscientes. Podéis hacerles lo que queráis, apartad de ellos todo cuanto sea esperanzador; todo cuanto pueda consolarles en la hora de la muerte, que no lo sentirán, porque, ¿cómo podría sentir algo uno que duerme? «Por tanto, no durmamos como los demás, antes velemos y seamos sobrios.»

El que duerme es también un ser indefenso. Contemplad aquel joven capitán, fuerte y bien armado. Ha entrado en la tienda. Está cansado, y bebe la leche que aquella mujer le da. Comió «manteca en tazón de nobles»; se echó en tierra y se durmió. Ella se acercó despacio con el martillo y la estaca en la mano. ¡Guerrero!, tú podrías destrozarla con un solo golpe de tu fuerte brazo, pero ahora no puedes defenderte. La estaca se apoya en su sien, el martillo se alza, y su cráneo es destrozado, porque cuando dormía estaba indefenso. E1 estandarte de Sisara ha ondeado victorioso sobre poderosos enemigos, mas ahora ha sido mancillado por una mujer. Decidlo!, ¡decidlo!, ¡decidlo!; el hombre que, despierto, hacía temblar a las naciones, ha sido muerto, cuando dormía, por la mano de una débil mujer.

Tales son los desechos de la humanidad. Duermen, no tienen poder alguno para resistir la tentación. No tienen fuerza moral, porque Dios se ha apartado de ellos. Su*****ben ante la lujuria. Son personas de sanos principios en los negocios, y por nada mancharían su honradez; pero la lascivia los consume, están cogidos como pájaros en el lazo, atrapados en la trampa, completamente dominados. Es posible también que sea otra la forma en que han sido subyugados. Son hombres que jamás cometerían un acto impuro, ni aún tendrían un mal pensamiento, pero tienen otro punto débil: les ha dado por la bebida. Han caído en el vicio, y la embriaguez está acabando con ellos. Sin embargo puede ocurrir que haya algunos que resistan todas estas cosas, y su vida no sea licenciosa ni disipada; en estos, tal vez sea la codicia la que se apodera de ellos. Arropada con el nombre de prudencia, se introduce en sus corazones, y corren locamente tras el dinero, y aman el oro, aunque tengan que sacarlo de las venas de los pobres, o chuparlo de la sangre de los huérfanos. Son impotentes para resistir sus pasiones. Cuántas veces ha habido algunos que me han dicho: «No puedo evitarlo, a pesar de que tengo todo mi empeño; me hago el propósito, y me lo vuelvo proponer, pero siempre torno a hacer lo mismo; soy del todo impotente, ¡no puedo resistir la tentación!» Naturalmente que no puedes, porque estás dormido. ¡Oh, Espíritu del Dios viviente!, ¡despierta a los que duermen! Que su impía pereza y desordenada confianza sean totalmente sacudidas, no sea que Moisés se acerque por su camino, y, encontrándolos dormidos, los cuelgue de la horca de la infamia para siempre.

Y ahora consideremos otro significado de la palabra «sueño». Espero que hasta aquí algunos de los que escuchan, al ver que esto no iba con ellos, se habrán tomado con calma todo cuanto he dicho sobre estos tres puntos que acabamos considerar. Pero he aquí que sueño significa también inactividad. El labrador, cuando duerme, no puede arar sus campos, ni sembrar su simiente, ni inquirir en las nubes, ni coger la cosecha. El marinero no puede recoger velas ni gobernar su barco por el océano, cuando le invade el sopor. Es imposible que los hombres tramiten sus negocios en la Bolsa, en la Banca, o en las casas comerciales, con los ojos completamente cerrados por el sueño. Sería algo verdaderamente singular el contemplar un país de durmientes, porque nos hallaríamos ante una nación inactiva: nadie explotaría las riquezas del suelo, nadie tendría donde cobijarse, ni qué comer, ni qué vestir; y todos morirían de hambre. Y sin embargo, ¡cuántos hay en el mundo que están realmente inactivos porque duermen! Si, inactivos. Y quiero decir con esto que sólo muestran su actividad en una dirección, y no precisamente en la que debieran. ¡Oh, cuántos hay que están totalmente ociosos en todo cuanto sea para la gloria de Dios, o para el bienestar de sus semejantes! Para ellos mismos, son incapaces de «levantarse temprano, acostarse de madrugada, y comer el pan con temblor»; para sus hijos, que no son otros que ellos mismos, se afanarán hasta que les duela el alma, fatigarán hasta que sus ojos se les enrojezcan en las cuencas, hasta que el cerebro les estalle y no puedan hacer más; pero por Dios no se molestarán. Muchos dicen que no tienen tiempo, otros confiesan francamente que no tienen ganas: a la iglesia Dios no consagrarían ni una hora, mientras que para los placeres del mundo serian capaces de dedicar un mes. No pueden emplear con los pobres su tiempo y su cuidado. Para propio solaz y diversión no escatiman un minuto; pero para lo bueno, para hacer obras, de caridad, para actos piadosos, dicen que no les queda un momento libre, cuando en realidad es que no quieren.

¿Cuántos hay de los que profesan ser cristianos que duermen de esta manera! Están inactivos. Mientras los pecadores mueren en la calle por centenares, y los hombres se hunden en las llamas de la ira eterna, ellos se cruzan de brazos, diciendo ¡que lástima!, y no hacen nada por las pobres almas que perecen que demuestre lo sincero de su pena. Asisten al culto, se sientan tranquilamente en sus cómodos bancos, y confían en que el ministro les alimente cada domingo; pero ay ni siquiera un niño que haya sido enseñado por ellos en la escuela dominical, ni un solo folleto ha sido repartido por ellos en los barrios humildes, ni jamás han hecho nada que pudiera servir como medio de salvación para otras almas. Los consideramos como buenas personas, e incluso alguno de será elegido para diácono; sin duda son buenas personas, tan buenas como honorable era Bruto, a juzgar por las obras que pronunciara Antonio: «Así somos todos nosotros, los honorables». Todos seriamos buenos si ellos lo fueran. Mas estos sólo son buenos para una cosa: para comerse el pan sin arar el campo y beber el vino sin cultivar las vides. Ellos creen que han de vivir para sí mismos, olvidando que «ninguno vive para sí, y ninguno muere para sí». ¡Oh!, cuán gran cantidad de durmientes tenemos en todas nuestras iglesias y capillas; porque, sinceramente, si nuestras iglesias despertaran de una vez, en cuanto a lo material se refiere, hay suficientes hombres y mujeres convertidos, suficientes dones en ellos, suficiente dinero y suficiente tiempo, para que (si Dios concediese la abundancia de su Santo Espíritu, cosa que El estaría dispuesto a hacer si todos fuesen celosos), el Evangelio pudiera ser anunciado por todos los rincones de la tierra. La Iglesia no tiene motivo para inmovilizarse por falta instrumentos ni por falta de brazos; tenemos todo cuanto necesitamos, menos la voluntad; tenemos todo cuanto podemos esperar que Dios de para la conversión del mundo, menos corazón capaz de tal empresa, y el Espíritu derramado en medio de nosotros. ¡Oh, hermanos!, «no durmamos como los demás». Y «los demás» podréis encontrarlos en las mismas condiciones tanto en la iglesia como en el mundo: «el desecho» de ambos está completamente dormido.

Antes de dar por terminada la explicación de este primer punto, es necesario decir que el mismo apóstol nos proporciona parte de la misma, pues la segunda mitad del versículo, «velemos y seamos sobrios», se nos presenta como el reverso de dormir, que es justamente lo que el apóstol quería decir. «Velemos». Hay muchos que nunca velan. Jamás están vigilantes contra el pecado, jamás están advertidos contra las tentaciones del enemigo, jamás están alerta contra ellos mismos y contra «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida». Tampoco están atentos a las oportunidades de hacer el bien; descuidan el instruir al ignorante, el confirmar al débil, el consolar al afligido, el socorrer al necesitado. Desperdician la ocasión de glorificar a Jesús o de estar en comunión con El, descuidan sus promesas, no confían en recibir respuestas a sus oraciones, no esperan la segunda venida del Señor Jesús. He aquí el desecho del mundo: no velan, porque están dormidos. Pero velemos nosotros: así demostraremos que no estamos adormecidos.

«Seamos sobrios». Albert Barnes dice que esto se refiere más que nada a la abstinencia, o temperancia en el comer y el beber. Pero Calvino no lo ve así, y dice que se refiere más especialmente al espíritu de moderación en las cosas del mundo. Ambos tienen razón, pues se refiere a ambas cosas. Hay muchos que no son sobrios, y duermen al no serlo, porque la intemperancia provoca el sueño. No son sobrios, sino borrachos y glotones. No son sobrios, y no se contentan con hacer algo en pequeña escala, sino que tienen que hacerlo en cantidad. No son sobrios, y no se dan por satisfechos con llevar adelante un negocio que sea seguro, sino que han de especular. No son sobrios, y sí pierden lo que tienen, su espíritu se abate, y son como borrachos con ajenjo. Y si se enriquecen, tampoco son sobrios: ponen de tal manera sus afectos sobre las cosas de la tierra, que pronto el orgullo de las riquezas los embriaga, y llegan a estar tan orgullosos de su dinero, que necesitarían que el cielo fuese alzado un poco más arriba, para no derribar las estrellas con su cabeza. ¡Cuántos hay que no son sobrios! ¡Ojalá que yo pudiera haceros vivir esta máxima especialmente en nuestros días, mis que queridos amigos! Estamos viviendo tiempos difíciles, y más difíciles serán los que vendrán. Seamos sobrios. El tremendo pánico de América se ha desatado principalmente por desobedecer este mandamiento: «Sed sobrios». Si los que hacen profesión de fe en América hubiesen obedecido este precepto y hubiesen sido sobrios, el pánico podría haber sido al menos mitigado, si no totalmente evitado. Y ahora, a no tardar mucho, los que tenéis algún dinero ahorrado correréis a sacarlo del banco por temor a que éste se declare en quiebra. No seréis lo suficientemente sobrios como para tener un poco de confianza en vuestros semejantes, ayudándolos en sus dificultades y aportando así un beneficio colectivo. Y los que creéis que hay ganancia prestando dinero a usura, no satisfechos con prestar el que ya tenéis, exigís y oprimís a vuestros infelices deudores para poder tener más que prestar. Los hombres raras veces se contentan con hacerse ricos paulatinamente; sin embargo, el que se apresura a ser rico no será inocente. Cuidado, hermanos míos; si vinieran tiempos difíciles, si las casas comerciales se arruinaran y los bancos quebraran, procurad ser sobrios. Nada nos servirá mejor para sobreponernos al pánico que el que cada uno de nosotros tratemos le mantener nuestro espíritu en alto; levantémonos por la mañana y digamos: «Los tiempos son difíciles, y hoy mismo puedo perder todo lo que tengo; pero el que yo me preocupe no lo evitará; de manera que mi corazón será valiente contra el cruel infortunio Las ruedas del negocio pueden pararse, pero bendito sea Dios que mi tesoro está en los cielos y allí no habrá bancarrota. Todo lo que tengo está puesto en las cosas de Dios, y jamás podré perderlo. ¡Ese es mi tesoro!, ésa es mi esperanza!» Si todos tratáramos de hacerlo así, contribuiríamos a crear un clima de pública confianza; pero la causa de la ruina de muchos es la codicia de todos y el recelo de algunos. Si pudiésemos ir por la vida confiadamente y con arrojo, no habría nada mejor en el mundo para evitar la conmoción. Pero la conmoción llegará, y muchos de los que aquí estáis, personas respetables, puede que seáis mendigos antes de que pase mucho tiempo. Vuestro más firme negocio es que pongáis vuestra confianza en Jehová, para que podáis decir: «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones Por tanto no temeremos aunque la tierra sea removida, aunque se traspasen los montes al corazón de la mar»; y haciéndolo así, tendréis más posibilidades de escapar de vuestra propia destrucción que por cualquier otro medio que la sabiduría de los hombres pueda dictaros. No seamos inmoderados en los negocios, como los otros, sino velemos. «No durmamos», no seamos arrastrados por el sonambulismo del mundo, porque hay algo mejor que la avidez y la actividad en el sueño; «antes velemos y seamos sobrios.» ¡Oh!, Santo Espíritu, ayúdanos a velar y a ser sobrios.

II. Como habréis visto, hemos empleado mucho tiempo en la explicación del primer punto, es decir; a qué clase de sueño se refería el apóstol. Y ahora, notaréis que la expresión por tanto», implica que hay CIERTAS RAZONES POR LAS QUE EL NOS HACE ESTA EXHORTACION. Estas razones son las que vamos a considerar, y no os extrañéis si os las presento un tanto dramáticamente, pues creo que es la mejor forma para recordarlas. «Por tanto», dice el apóstol, «no durmamos».

El mismo capítulo nos habla de ellas, y la primera es la que precede al texto. El apóstol nos dice «que todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; por tanto, no durmamos como los demás.» No tiene nada de particular el que, cuando yo paseo por las calles después que la noche ha caído, las tiendas estén cerradas y los postigos de todas las ventanas hayan sido tornados. Las luces de las habitaciones superiores se encienden, lo que indica que la gente se retira a descansar; y me sorprende que, media hora después, el ruido de mis pasos me sobresalte, y que no encuentre a nadie en la calle. Si subiera las escaleras y entrara en los dormitorios de las casas, no me extrañaría el encontrar a todo el mundo durmiendo, porque la noche se ha hecho para dormir. Pero si al día siguiente, a las once de la mañana, bajase a la calle, y fuese la única persona en ella, si las tiendas permanecieran cerradas, si las casas apareciesen totalmente sin vida, y no se oyera ningún ruido, tendría que decir: «Es raro, sumamente raro, asombroso. ¿Dónde estará la gente? Es pleno día aún duermen». Me darían ganas de llamar con fuerza al primer picaporte que encontrase, de empujar la puerta más cercana, y tocar la campanilla de todas las casas de la calle. quizá de ir al puesto de policía, y despertar a los agentes que allí hubiere para que me ayudaran a hacer ruido en las calles. Avisaría a los bomberos para que se lanzasen por la calzada, y con su estrépito despertasen a toda la gente dormida. Porque me diría: «La peste ha debido de llegar; el ángel de la muerte debe de haber pasado por estas calles y habrá terminado a todo el mundo durante la noche; de otra manera estarían levantados». El dormir durante el día es algo completamente incongruente. «Pues -dice el apóstol Pablo- es de día para vosotros, pueblo de Dios; el sol de justicia se ha levantado sobre vuestras cabezas con el poder sanador en sus alas; la luz del Espíritu de Dios ilumina vuestras conciencias; habéis sido sacados de las tinieblas a la luz admirable; y si vosotros dormís, si la Iglesia cabecea, sois como ciudad que descansa durante el día, y como un pueblo dormido en el sopor cuando el sol brilla en su altura. Algo inoportuno e inapropiado.»

Y mirando de nuevo al texto, encontraremos otro argumento. «Mas nosotros, que somos del día, estemos sobrios, vestidos de cota de fe y de amor.» Notad que nos habla como si estuviésemos en tiempo de guerra; y por tanto, no es muy sensato dormirse. Mirad aquella fortaleza, allá lejos en la India. Una jauría de abominables cipayos la rodean sedientos de sangre. Si logran entrar en sus muros, no habrá cuartel a nadie: hombres, mujeres y niños serán pasados a cuchillo. Helos ya a las puertas; su cañón está cargado, sus bayonetas sedientas y sus espadas ansiosas de matar. Entrad vosotros en el fortín, y encontraréis que todos duermen. El centinela en la torre dormita sobre su fusil. El jefe de las fuerza está en su tienda, la cabeza caída sobre la mesa, en su mano la pluma, y los partes delante de él: está dormido. Los soldados se hallan en su acuartelamiento, listos para la guerra pero todos sumidos en el sueño. No hay nadie que haga su guardia, no hay nadie que vigile. Todos, absolutamente todos, están dormidos. Y vosotros diréis, mis queridos amigos: «Pero, qué es lo que pasa allí?, ¿cómo puede ser eso?; ¿habrán sido ellos hechizados por el influjo de la varita de algún mago?, ¿estarán todos locos?; ¿habrán perdido la razón? Seguro, por -el dormir en tiempo de guerra es algo verdaderamente terrible. ¡Aquí! Descolgad aquella trompeta, acercadla al oído del capitán, sonadla con fuerza y ved si no se despiertan en un momento. Sacad la bayoneta del soldado que duerme en ala muralla, dadle un agudo pinchazo y ved si no se despabila. Es cierto, muy cierto, que nadie tendrá paciencia para ver cómo se duerme la gente cuando el enemigo rodea las murallas y aporrea furiosamente las puertas.

Cristianos, éste es vuestro caso. Vuestra vida es vida de guerra. El mundo, el demonio y la carne, esa diabólica trinidad, asalta la débil trinchera de barro de vuestra miserable naturaleza. ¿Dormís? ¿Dormís cuando Satanás tiene las bolas llameantes del deseo para lanzarlas a las ventanas de vuestros ojos, cuando tiene las flechas de la tentación para clavarlas en vuestro corazón, cuando tiene lazos en los que atrapará vuestros pies? ¿Dormís cuando está minando vuestra misma existencia y cuando está a punto de aplicar la llama que os destruya, si la gracia soberana no lo remedia? ¡Oh, no duermas, soldado de la cruz! El dormir en tiempo de guerra es un absurdo. Ojalá que el todopoderoso Espíritu de Dios no permita que caigamos en el sopor.

Y ahora, aparte del capítulo, os diré un par de razones más por las que confío sacudir al pueblo cristiano y sacarle de su modorra. «¡Sacad a vuestros muertos! ¡Sacad a vuestros muertos! ¡Sacad a vuestros muertos!» Se oye el doblar de una campana. ¡Mirad!, una puerta marcada con una cruz blanca. ¡Señor ten piedad de nosotros! Todas las casas de la calle han sido marcadas con la misma cruz. Pero ¿qué es esto? La hierba crece por las calles, Cornhill y Cheapside están desiertas, nadie anda por sus solitarias aceras, ningún ruido turba el silencio a no ser el de los cascos de esos caballos, el sonar sobre las piedras del caballo de la pálida muerte, el repicar de esa campana que dobla a muerto por muchos, el retumbar de las ruedas de ese carro y el terrible grito: «Sacad a vuestros muertos! ¡Sacad a vuestros muertos! ¡Sacad a vuestros muertos» ¿Veis aquella casa? Allí vive un médico. Es un hombre dotado por Dios de gran habilidad y sabiduría. No hace mucho tiempo, cuando estaba en su laboratorio, el Altísimo se ha placido en guiar su mente para que descubra el secreto de la plaga, plaga por la que él mismo ha sido contaminado y está a punto de llevarle al sepulcro; pero acerca a sus labios la bendita redoma, y bebiendo un trago se cura. ¿Podéis imaginaros lo que os voy a decir ahora?, ¿os lo figuráis? Ese hombre tiene en su bolsillo la receta que sanará a toda la gente. El tiene la medicina que, si se distribuyera por las calles, regocijaría a los dolientes, y silenciaría aquella fúnebre campana. Pero… ¡está dormido!, ¡está dormido!, ¡está dormido! ¡Oh, cielos! ¿Por qué no caéis y aplastáis a tal miserable! ¡Oh, tierra! ¿Cómo puedes soportarlo sobre ti?, ¿por que no te lo tragas de una vez? El tiene el remedio, pero es tan perezoso que no tiene fuerzas para salir a revelarlo. Él tiene el tratamiento, ¡pero es demasiado holgazán para molestarse en dejar su casa e ir a administrárselo a los enfermos moribundos! No, amigos míos, ¡es imposible que un ser tan miserable e inhumano exista! Y sin embargo, yo puedo verlo hoy aquí… ¡Sois vosotros! Sabéis que el mundo está enfermo por la plaga del pecado, y que vosotros mismos han sido curados por la medicina que os ha sido administrada. Pero dormís, estáis ociosos, perdéis el tiempo. No salís para

«Decir a viva voz por todos lados,

Cuán magno Salvador habéis hallado».

Tenéis el precioso Evangelio, pero jamás lo habéis acercado a los labios del pecador. Tenéis la preciosísima sangre de Cristo, o nunca habéis dicho al moribundo lo que debía hacer para salvo. El mundo perece con algo mucho peor que una plaga, vosotros vivís despreocupados! Y tú, ministro del Evangelio que has echado esta santa carga sobre tus espaldas, ten por satisfecho con predicar un día entre semana, y un par de veces el domingo, sin que de tus entrañas se eleve el más mínimo reproche. Nunca tuviste interés en atraer multitudes a oír tu predicación; has preferido conservar tus bancos vacíos y tus estudiadas maneras, antes que atraer una so1a vez a las gentes y predicarles la Palabra, por temor a parecer extremadamente celoso. Eres escritor: tienes el gran don de saber usar la pluma, pero dedicas tus talentos a la literatura frívola, o a otras intranscendentes producciones que ven de pasatiempo y distracción, pero que no alimentan el alma. Conoces la verdad, pero no la divulgas. Y tú, madre mujer convertida, tienes hijos pero te has olvidado de instruirlos en el camino del cielo. Y tú, joven, no tienes nada que hacer los domingos, y sabes que hay una escuela dominical, pero nunca se te ha ocurrido venir para hablarles a los niños del soberano remedio que Dios ha preparado para la curación de las almas enfermas. La campana de la muerte, dobla, el infierno grita con terribles aullidos, hambriento de almas de los hombres: «¡Sacad al pecador! ¡Sacad al peecador! ¡Sacad al pecador! ¡Que muera y se condene!» Profesáis ser cristianos, pero no hacéis nada que pueda hacer de vosotros el instrumento que salve las almas; ¡nunca extendéis vuestras manos para que el Señor las use como medio para arrancar a los pecadores de la perdición! ¡Ojalá que la bendición de Dios descienda sobre vosotros, para apartaros de tan mal camino, para que no durmáis como los demás, sino que veléis y seáis sobrios! El peligro inminente del mundo exige que seamos activos, y que no nos durmamos.

Oíd cómo cruje el mástil! ¡Mirad cómo se desgarran las velas. ¡Los rompientes se acercan! Pronto estará la nave sobre las rocas. ¿Dónde está el capitán? ¿Dónde está el contramaestre? ¿Dónde están los marineros? ¿Dónde estáis? La tormenta se acerca. ¿Dónde os habéis metido? Están en sus camarotes. Cómo duerme el capitán en plácido sueño. ¡Ah! que al menos hay uno al timón… ¡pero está completamente dormido! Y los demás… ¡sestean en sus hamacas! ¿Y las olas embravecidas que se acercan?, ¿es posible que las vidas de los doscientos pasajeros estén en peligro mientras que estos insensatos duermen? ¡Despertadlos a patadas! ¿De qué sirven unos marineros como éstos cuando hay temporal? ¡A cubierta todos! Si os hubieseis quedado dormidos en bonanza quizá os habríamos excusado. ¡Arriba, capitán! ¿Dónde te has metido? ¿Estás loco? ¡Escucha!, el barco ha encallado; en pocos segundos se irá a pique. Ahora pondrás manos a la verdad? Ahora te preocuparás, cuando ya no hace falta, cuando los gritos sofocados de las mujeres que se ahogan resuenan lúgubremente en el infierno por tu maldita negligencia, por no haber tenido cuidado de ellos. Y esto es, queridos oyentes, lo que, precisamente en nuestros días, nos ocurre a muchísimos de nosotros.

Este orgulloso navío de nuestro país se bambolea en una tormenta de pecado; el mismo palo mayor de esta gran nación cruje bajo el huracán del vicio que azota la cubierta; todas sus cuadernas están deformadas, y Dios ayude al noble navío o, ¡ay!, nadie podrá salvarlo. Y ¿quiénes son su capitán y sus marineros, sino los ministros de Dios, los que profesan religión? Estos son a quienes Dios ha dado la gracia de salvar la nave. «Vosotros sois la sal de la tierra»; vosotros preserváis y la mantenéis en vida, oh hijos de Dios. ¿Estáis dormidos en la tormenta?, ¿dormitáis ahora? Si no hubieran antros de vicio, si no hubiesen prostitutas, si no hubieran casas de perdición, si no hubiesen asesinos ni crímenes, vosotros, la sal de la tierra, podríais sestear; pero los pecados de este pueblo claman en los oídos de Dios. ciudad «behemot» está cubierta de maldad, y Dios es vejado en ella. ¿Dormiremos y no haremos nada? ¡Qué El nos perdone, pues! Porque es seguro que de todos los pecados que haya perdonado jamás, éste es el mayor: el pecado de la somnolencia, mientras el mundo se condena; el pecado de no hacer nada mientras Satanás está ocupado en devorar las almas de los hombres. «Hermanos, no durmamos» en tiempos como éstos, porque si lo hacemos, una horrible maldición caerá sobre nosotros.

Mirad ahora al pobre preso en su celda. Sus cabellos caen desordenadamente sobre sus ojos. No hace muchas semanas que el juez, poniéndose el negro birrete, lo condenó a ser llevado al lugar de donde vino, y a ser colgado por el cuello hasta morir. El corazón se le parte al pobre miserable, al pensar en sus ataduras, en la horca, en la trampilla que se abrirá bajo sus pies, y, por último, al pensar en el más allá. ¡Oh!, quién podrá describir la desesperación y el dolor de aquella pobre alma, cuando piensa que tiene que dejarlo todo para partir no sabe dónde? Mirad, en su misma celda hay otro preso. Lleva durmiendo desde hace dos días, y bajo su almohada tiene el indulto de su compañero. Deberían azotar a aquel canalla, azotarlo sin piedad, por hacer sufrir a su pobre compañero tan suprema angustia desde hace dos días. Si yo hubiera tenido el indulto de aquel hombre, si yo hubiese tenido tan dulce mensaje que llevarle, hubiera cogido el tren más rápido que existiera, o hubiese cabalgado en las alas del rayo para volar a su lado. Pero ese hombre, ese insensato, duerme a pierna suelta, con el perdón bajo su almohada, mientras el corazón del pobre miserable se deshace por la desesperación. ¡Ah!, no seáis demasiado duros con él, porque lo tenemos hoy aquí. A vuestro mismo lado tenéis sentado esta mañana a un penitente pecador; Dios lo ha perdonado, y quiere que seáis vosotros los que le deis tan buena noticia. Y estuvo el domingo pasado junto a vosotros, y lloró durante toda la predicación, sintiendo su culpa. Si le hubieseis hablado entonces, habría tenido consuelo; pero ahí está de nuevo, y vosotros seguís sin darle la buena noticia. Queréis que sea yo quien se lo diga, verdad? Ah!, señores, no podéis servir a Dios por delegación; lo que el ministro hace no mengua para nada vuestra obligación; tenéis por hacer vuestra propia obra personal, y Dios os ha dado una preciosa promesa que ahora mora en vuestro corazón; ¿no os volveréis para hablarle de ella a vuestro compañero? Hay muchos corazones dolientes que se quejan de vuestra pereza en hablarles de las buenas nuevas de salvación. Uno de mi congregación, que viene todos los domingos y está pendiente de los muchachos y muchachas que él ha visto llorar el domingo anterior, y que trae muchos a la iglesia, os dice: «Yo podría contaros una historia.» Y mirando a una joven a la cara le pregunta: «¿No te he visto yo por aquí muchas veces?» «Sí.» «Y me ha parecido ver que seguías los cultos con mucho interés, ¿verdad?» «Si, es cierto; pero, ¿por qué me hace esta pregunta?» «Porque observé tu rostro el domingo pasado y noté en él que te preocupaba algo.» «¡Oh!, señor; desde que vengo aquí nadie me había hablado hasta ahora, y quiero decirle algo. Cuando yo estaba en casa con mi madre, aún había en mi algo del temor de Dios; pero me marché del hogar para trabajar de aprendiz con una cuadrilla de jóvenes impíos, y he aquí que he hecho todo lo que no debía. Y ahora, el arrepentimiento y la pena me embargan. Ojalá Dios me hiciese saber cómo seré salvo! He oído la predicación, señor, pero necesito que alguien me diga algo personalmente.» «Mi querido joven hermano», dice tomándole de la mano, «estoy contento de poder hacerlo yo. Mi pobre viejo corazón se regocija al pensar que Dios todavía obra entre nosotros. No te atribules, no te aflijas, pues es palabra el y digna de ser recibida de todos, que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores.» El joven se lleva el pañuelo a los ojos, y después de un minuto dice: «Me gustaría quedarme y charlar un rato con usted, señor». «¡Oh!, ya lo creo que si.» Hablan largo rato, hasta que al final, por la gracia e Dios, el feliz joven sale manifestando lo que Dios ha hecho por su alma, siendo deudor de su salvación tanto a la humilde mediación del que le ayudó, como a la predicación el ministro.

Amados hermanos, ¡las bodas se acercan! ¡Despertad!, ¡La tierra pronto será disuelta y los cielos deshechos! ¡Despertad!, despertad! Que el Espíritu Santo nos levante a todos y nos guarde despiertos.

III. No me queda tiempo para la consideración del tercer punto, por tanto no os detendré. Me basta con daros un aviso: hay ALGO MALO DE QUE LAMENTARSE. Hay algunos que están dormidos, y el apóstol se lamenta.

¡Oh!, pecador que me escuchas, que todavía no te has convertido, déjame decirte seis o siete frases antes de que te vayas. Hombre impenitente!, ¡mujer impenitente!, tú eres hoy como aquellos que duermen en lo alto del mástil en tiempo tormentoso; como los que están sumidos en el sopor cuando las aguas se desbordan, y su casa es socavada y arrastrada por la corriente mar adentro; eres como aquel que está acostado en la habitación alta de la casa cuando todo el edificio está en llamas, e incluso sus propios cabellos son chamuscados por el fuego, sin que él se entere de nada; eres como el que cabecea al borde del precipicio, con la muerte y la destrucción aguardándole abajo. Un solo sobresalto es suficiente para precipitarlo al abismo mas él no se da cuenta. Duermes pero el sitio donde reposas es tan frágil que cuando se rompa caerás en el infierno; y si no despiertas hasta entonces ¡cuán horrible despertar será! «En el infierno alzó sus ojos, estando en los tormentos»; y dando voces pedía una gota de agua, pero le fue negada. «El que creyere (en el Señor Jesucristo) y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» Éste es el Evangelio. Creed en Jesús, y «os gozaréis con gozo inefable y glorificado».

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