Por Charles Spurgeon
INTRODUCCIÓN
Dichosos nosotros cuando lo que nos manda nuestro padre y aconseja nuestra madre está conforme con la Ley, los Mandamientos de nuestro Dios. Dichosas aquellas almas jóvenes a las que una doble fuerza impulsa hacia el bien: los lazos de la naturaleza y de la gracia divina. Peca doblemente el que, al mismo tiempo, desobedece a su padre según la carne y a su Padre celestial; y de muestra una perversidad fuera de lo ordinario, aquel que desprecia, a la vez, las dulces lecciones de la casa paterna y lo que la conciencia y el Señor prescriben.
En el capítulo del cual tomo mi texto, se dirige Salomón, evidentemente, a los hijos que tienen la fortuna de tener padres piadosos, y cuyas enseñanzas son conformes al mandamientos divino. Con el lenguaje figurado que le es propio, les manda «atar siempre estas enseñanzas a su corazón, y enlazarlas en su cuello.»
La primera de estas imágenes se refiere a la aplicación interna, la segunda a la confesión exterior. La ley de Dios debiera, en efecto, constantemente envolver, por decirlo así, el órgano más vital de nuestro ser. Podemos olvidarnos de lo que tenemos en la mano y hasta perderlo; lo que llevamos sobre nuestro cuerpo se nos puede arrancar; pero lo que está unido al corazón se puede conservar mientras se vive. Debemos amar la Palabra de Dios «de todo nuestro corazón, de toda nuestra alma y de todas nuestras fuerzas.» Debemos consagrarle nuestros afectos más ardientes y asirla con todas las fibras de nuestro ser.
Mas, no es esto todo: el Sabio nos dice, también, que la enlacemos en nuestro cuello; lo cual equivale a decir, que la ostentemos en público, que jamás nos avergoncemos de ella. Que no se avergüence nuestro rostro, cuando se nos designe como hombres temerosos de Dios. No bajemos la voz, por mi~ do a ser oídos, cuando hablamos de cosas santas. Debemos llevar nuestra cruz virilmente, y confesar con gozo a nuestro Maestro. Consideremos la religión verdadera, como nuestro más preciado adorno, y así como los grandes dignatarios ostentan con orgullo las condecoraciones sobre su pecho, enlacemos en nuestro cuello, a la vista de todos, los mandamientos y el Evangelio del Señor nuestro Dios.
I
Para persuadirnos a obrar así, nos da Salomón tres razones muy poderosas. Nos dice que «la enseñanza de Dios» (por la cual entiendo las Escrituras inspiradas y, especialmente, el Evangelio de Jesucristo) será, en primer lugar, nuestro guía: «Te guiará cuando anduvieres». En segundo lugar, será nuestro protector: «Cuando durmieres te guardara’.» Y al fin, que será nuestro amigo, nuestro compañero de cada día: «Hablará contigo cuando despertares.»
Cualquiera de estos tres argumentos basta para hacernos apreciar la Palabra divina. Todos tenemos necesidad de un guía, porque «no es dado al hombre que marcha el dirigir sus pasos». Dejados a nuestra propia sabiduría, caemos de locura en locura. Hay dilemas, hay dificultades en la vida para los cuales es muchísimo más precioso un guía seguro que un lingote de oro fino. La Palabra de Dios se nos ofrece cual consejero infalible; y si aceptamos su ayuda, nos llevará por el camino real del bien y de la verdad.
La segunda razón indicada por Salomón, no tiene menos valor: la Palabra de Dios será nuestro protector y defensa. «El que me oyere, habitará confiadamente, y vivirá reposado, libre de temor de mal.» Sea por falta de prudencia o a causa de nuestras imperfecciones, hay momentos cuando, sin la protección de un poder superior, caeríamos en las manos del enemigo. Feliz aquel que teniendo la Ley de Dios grabada en su corazón, y estando como revestido de una armadura, resiste en la hora del peligro y queda invulnerable, «…guardado en la virtud de Dios… para alcanzar la salud».
Pero, por muy interesantes que sean estos dos puntos, prefiero no detenerme hoy en ellos, sino limitarme a llamar vuestra atención, queridos oyentes, a la tercera razón que debe impulsarnos a estimar el Libro de Dios: «Hablará contigo cuando despertares», dice el Sabio; o lo que es lo mismo: será para nuestras almas un dulce y fiel compañero. La Palabra inspirada de David, en el salmo 119, llama alternativamente la Ley de Dios, Sus testimonios, Sus mandamientos, Sus estatutos; y esta Palabra inspirada es la amiga del creyente. El meollo y la esencia de la revelación es, sin contradicción, el Evangelio de Jesucristo; y así esta parte de las Escrituras es, para el hijo de Dios, objeto de especial predilección; pero de todo el santo Volumen se dice en verdad: «Hablará contigo cuando despertares.»
El Libro de los libros habla con aquellos que obedecen fielmente sus preceptos. Esto es una verdad muy sencilla y práctica, de la cual cada uno de nosotros puede hacer la prueba. La Palabra de Dios nos ha hablado, nos habla.
Meditando mi texto, he anotado cuatro o cinco pensamientos, a los cuales deseo llamar la atención.
Notad, primeramente, hermanos míos, que LA PALABRA DE Dios ES VIVA. De no ser así, ¿cómo habría podido decirse: «hablará contigo?» Un libro muerto está mudo, y un libro mudo no puede hablar. Es, pues, evidente que, hablando, es un libro vivo, es la Palabra de Dios «que vive y permanece para siempre». ¡Cuántos libros humanos han muerto, mucho tiempo ha, habiendo quedado reducidos al estado de momias egipcias! Ha bastado el curso del tiempo para quitarles el valor; ningún interés ofrecen y sus enseñanzas a nadie convencen. Enterradles, si queréis, a título de curiosidades en las bibliotecas públicas, pues no hacen vibrar ningún alma humana, ni despiertan calor en el corazón de ningún hombre.
¡Qué contraste, con la Palabra santa de Dios! Aunque hace millares de años que fue escrita, goza de una juventud imperecedera, de un vigor inalterable. El rocío de la mañana parece reposar aún sobre ella, y sus palabras corren tan frescas, tan dulces, como los arroyos primaverales. Las promesas que contiene son fuentes que se desbordan en consolaciones, siempre nuevas. Jamás libro alguno ha hablado cual este Libro; su voz está llena de potencia y majestad; es la voz de Dios mismo.
Pero ¿por qué es viva la Palabra de Dios? ¿No lo es, ante todo, porque es la verdad? El error es la muerte, la verdad es la vida. Puede ser establecido un error por la fuerza de las armas, por la corriente del pensamiento humano o por el racionalismo de la filosofía; mas llegada la hora es consumido como el rastrojo destinado a la hoguera. La guadaña del tiempo derriba todas las falsedades; unas tras otras caen y se marchitan como la hierba verde.
Sólo la verdad permanece para siempre; sus orígenes son inmortales. Encendida en el foco de la luz divina, su llama no puede ser apagada. Si alguna vez, en la esperanza de ahogaría, la cubre de cenizas la persecución, pronto reaparece más brillante que nunca, vengándose así de sus adversarios. ¡Cuántos sistemas de error, venerados en otro tiempo, se pudren hoy en la tumba del olvido! Pero la verdad, tal cual es en Jesús, no conoce el sepulcro; no teme los funerales que la incredulidad anuncia sin cesar. Continúa viva, y vivirá tanto tiempo como el Eterno esté sentado en Su trono perdurable.
Podemos decir, en segundo lugar, que la Sagrada Escritura es viva, porque emana de un Dios infalible e inmutable. Dios no expresa un día lo que no hubiera dicho la víspera anterior. Él no borrará mañana lo que hoy ha escrito. Cuando leemos una promesa hecha tres mil años atrás, encontramos el mismo sabor que si acabase de salir de los labios eternos. Las promesas divinas no tienen fecha; no tienen ninguna interpretación particular, ni pueden ser monopolizadas por generación humana alguna. Las palabras de la eterna verdad caen, lo repito, de los labios del Todopoderoso, tan frescas hoy como cuando las dirigió a Moisés y a Elías, o las pronunció por medio de Isaías o Jeremías.
La Palabra santa es siempre firme, cierta y potente. Jamás envejece. Es una fuente inagotable de bendiciones, una especie de manantial espiritual del cual manan aguas siempre puras, límpidas y refrescantes por los siglos de los siglos.
La Escritura es viva, porque el mismo corazón de Jesús esta en ella, como si encajado. Cristo es el más vivo de los seres. Aunque traspasado en otro tiempo por la lanza del soldado romano, su corazón no ama menos; es decir, vive y es tan tierno y compasivo como cuando el Hijo del hombre andaba por la tierra. Jesús, el amigo de los pecadores, se pasea a través de las páginas de las Escrituras, tal como en otro tiempo recorría las llanuras y montañas de Palestina.
Si vuestros ojos están abiertos, podréis descubrirle en las antiguas profecías, y le veréis más claramente aún en los cuatro Evangelios. En las epístolas os abre todas las profundidades de Su alma; y en los símbolos del Apocalipsis, os hace oír cómo el ruido de Sus pasos se aproxima para el gran día de Su gloriosa venida. El Cristo vivo está en la Palabra escrita. Allí podéis contemplar Su rostro casi en cada página. El divino Predicador de la Montaña de las Bienaventuranzas os hace oír aún Su voz. El Dios que dijo, al principio: «Sea la luz», anima con Su soplo divino el Libro de la Revelación, como cuando la incorruptible verdad, de que cada una de sus páginas está impregnada, fue escrita por primera vez, y la mantiene en toda su fuerza, preservándola de la decrepitud. «Secase la hierba, caese la flor: mas la Palabra del Dios nuestro permanece para siempre.»
En fin, y sobre todo, sabemos que la Palabra de Dios es viva, porque el Espíritu Santo se deja sentir por medio de ella, de una manera muy especial. El obra, sin duda por el ministerio de los predicadores del Evangelio; pero hemos notado que, más a menudo, la obra del Espíritu se efectúa en los corazones por medio de los textos que citamos, más bien que por las explicaciones que podemos dar. «Es la Palabra de Dios y no los comentarios de los hombres lo que salva las almas», ha dicho un experimentado cristiano.
Dios no desprecia los esfuerzos de Sus siervos. Él puede bendecir sus explicaciones y sus predicaciones; pero, lo repito, la mayor parte de las conversiones son debidas a un sencillo pasaje de la Escritura. «La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos.» La Biblia debe ser una fuente de vida, puesto que por ella nacen de nuevo las almas.
Tocante a los creyentes, cuando estudian el santo Libro, el Espíritu de Dios les aclara frecuentemente sus ofuscaciones. Hubo un tiempo cuando nosotros no veíamos allí más que letras y palabras; pero el Espíritu Santo se paseó sobre las letras y sobre las palabras y fueron cambiadas en lenguas de fuego. Quizás el capítulo que leemos sea tan insignificante, en apariencia, como en un principio la zarza de Horeb; pero de repente brilla con esplendor celeste. Dios se nos aparece entre las palabras tan evidentemente, que experimentamos lo que Moisés debió experimentar cuando reconoció que el lugar donde se encontraba era tierra santa, y descalzó los zapatos de sus pies.
Sé que la masa de mis oyentes nada comprende de esto. Miran la Biblia, como cualquier otro libro; pero, si no lo comprenden, que crean al menos nuestra palabra cuando afirmamos que hemos sentido cien y cien veces la presencia de Dios en las páginas de la Escritura; tan realmente como la sintió el profeta Elías, cuando oyó «el silbido apacible y delicado» que no era otro sino la voz de Dios.
La Biblia nos ha hecho, a menudo, el efecto de la casa de Dios, de aquel Templo que llenaba en otro tiempo con Su presencia; y, como los Serafines, hemos exclamado con adoración: «Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos.» Los judíos tienen la costumbre de colocar, a guisa de frontispicio, en sus Biblias in-folio, las siguientes palabras de Jacob: «Ciertamente Jehová está aquí… esto es la casa de Dios y la puerta del cielo.» Ellos tienen razón. Sí; la Biblia es un santuario espiritual, un lugar Santísimo, ornado de todas las piedras preciosas, guarnecido, así por dentro como por fuera, del oro fino de la verdad, y todo iluminado por la gloria del Eterno.
Si estas cosas son verdaderas, mis queridos hermanos, si la Palabra de Dios es en realidad viva (y podemos afirmarlo, conforme a nuestra experiencia personal), hemos de poner mucho cuidado en el modo de tratarla.
Si os preguntásemos ahora: ¿Sois vosotros de aquellos que escudriñan las Sagradas Escrituras? ¿No les acusaría a muchos su conciencia? Quiero creer que la leéis; pero, ¿la escudriñáis? La bendición divina no es prometida a los simples lectores de la ley de Dios, sino a los que tienen su delicia en esta ley y la meditan día y noche. ¿Deseas, tú, creyente, no solamente ser salvo como a través del fuego, sino gozar además de todas las gracias y privilegios que Dios quiere conceder a Sus elegidos? Siéntate, pues, cual un niño, a los pies de Jesús, estudiando dócilmente Su Palabra. ¿Te sientes humillado por una caída reciente? Conforta tu alma meditando las promesas divinas, y podrás exclamar, como David: «Tu Palabra me ha dado la vida.» ¿Estás débil y fatigado? Ve y comunica con el Libro vivo: él te devolverá tu energía de tal suerte, que tus alas serán como las de águila.
Pero, tal vez, queridos oyentes, no sois todavía convertidos; en tal caso no puedo prometeros que la simple lectura de la Biblia os lleve a la salvación, y aún menos que esta lectura os sea contada como mérito. No obstante, os exhorto a que tengáis el respeto más profundo al santo Libro; a abrirlo con frecuencia y no continuar ignorando su contenido. Vale la pena seguir el consejo, porque millares de veces ha sucedido que, una persona no convertida, estudiando lealmente la Palabra de vida, ha logrado la vida de su alma. «El precepto de Jehová… alumbra los ojos», dice el salmista. Como Eliseo, sobre el niño que acababa de morir, la Palabra de Dios se extiende, de cierto modo, sobre los pecadores y comunica a sus almas muertas el calor de la vida.
Uno de los lugares donde más se puede tener la seguridad de hallar al Señor Jesús, es el jardín de las Escrituras, pues le place pasearse allí. Así como los ciegos del tiempo del Señor se detenían al borde del camino por donde Jesús debía pasar, para implorarle compasión, así vosotros, queridos amigos, sentaos junto al camino de las Escrituras. Escuchad sus palabras de amor, sus promesa de perdón: Jesús es quien se os aproxima; y mientras que oís Su voz, clamad como los ciegos de Jericó: «¡Hijo de David, ten misericordia de nosotros!»
Tened cuidado, también, de escuchar las predicaciones que más nutridas estén de la Palabra de Dios. Preferid éstas a las que abundan en flores retóricas, que os deslumbran con frases más bien decorativas que edificantes.
Mas, ante todo, os lo repito, estudiad diligentemente la misma Palabra de Dios. Leedía con el sincero deseo de comprenderla; estoy persuadido que, obrando así, vosotros, que aún estáis alejados de Dios, seréis llevados cerca de Él e impulsados a aceptar la salvación en Jesús. «La ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma.» «La fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios.»
II
Pero, el Libro divino no es solamente vivo, Es TAMBIÉN PERSONAL; pues se dirige a cada uno de vosotros individualmente. ¿Qué dice mi texto? «Hablará contigo cuando despertares.» No dice, notadlo bien, queridos amigos: «Hablará con los hijos de los hombres en general», sino: «Hablará contigo.» Ya sabéis lo que significa esta expresión: hablar con alguno. En este momento no hablo yo con cada uno de vosotros en particular; a un auditorio tan numeroso no puedo dirigirme sino en conjunto, pero cuando volváis a vuestras casas, podréis hablar cada cual con su vecino, cambiando entre vosotros individualmente, vuestros pensamientos e impresiones. Esto es precisamente lo que hace la palabra de Dios. ¡Oh, inexplicable condescendencia! El Señor habla familiarmente con cada uno de los lectores de Su Libro: tal como un amigo lo hace con su amigo. Detengámonos un poco en este pensamiento que llega hasta el alma.
Consideremos, primero, que la Escritura trata con nosotros, de nuestros intereses más inmediatos. Nos habla de nosotros mismos, de nuestra época, de nuestros contemporáneos, con tanta exactitud como si hubiese sido escrita la semana pasada. Gentes hay que abren la Biblia con la idea de encontrar informaciones históricas. Las hallarán, seguramente, y muy preciosas, pero no es éste el objeto de la Biblia. Otros buscan datos geológicos, y se han hecho grandes esfuerzos para conciliar la geología con la Escritura o la Escritura con la geología. Por nuestra parte, estamos ciertos que el progreso de la verdad no puede contradecirse jamás con la verdad misma; y además, como nadie hasta el presente puede jactarse de haber dicho la última palabra sobre geología, esperamos que los filósofos se pongan de acuerdo entre sí para examinar el asunto, no dudando que, cuanto mejor conozcan esta ciencia, tanto más vendrán sus descubrimientos a confirmar lo que Dios ha revelado.
Sabemos, sin embargo, que las Escrituras no se nos han dado con un fin científico. Estas se ocupan preferentemente del hombre: de la felicidad del hombre en la inocencia, de su caída y de su regeneración.
¿Por qué nos habla tanto, el Libro de Dios, de víctimas, de sacrificios, de ofrendas y purificaciones? Lo hace con el fin de darnos a conocer el plan divino, por el cual puede el hombre levantarse de su caída y ser reconciliado con su Creador.
Leed la Escritura desde el principio hasta el fin, y veréis cómo tiene por objeto hacer la historia de la humanidad. No se ocupa en particular de judíos o gentiles, de griegos o bárbaros, sino de la familia humana entera, salida de una misma sangre y llamada a los mismos gloriosos destinos. No se ocupa de lo que sucede en la luna o en los planetas, ni de los acontecimientos que sólo miran a los siglos pasados o a los venideros. La Biblia nos lleva a ocuparnos de nuestra tierra, de nuestra raza, del tiempo actual, de los asuntos de hoy. Indica a cada uno cómo puede librarse de sus pecados inmediatamente y cómo puede unir su alma a Cristo. No lee la Palabra de Dios como debe, aquel que no la oye hablar de sus intereses más íntimos y más importantes.
La Sagrada Escritura es personal, porque se dirige a los pecadores de toda categoría y condición. Escuchad sus directos llamamientos: «Venid luego -dirá Jehová-, y estemos a cuenta. Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.» La Escritura abunda en invitaciones llenas de ternura. Se hace, por decirlo así, todo a todos. Si los pecadores no quieren doblar su rodilla ante la misericordia divina, la Escritura se baja hasta ellos para mostrarles esta misericordia. Habla de la gracia de Dios como de un festín con animales engrosados y viandas aparejadas; festín abierto para todos y al cual todos son invitados; habla también de vestidos tejidos en el telar de la sabiduría y del amor divino, y suplica al hombre que cubra su desnudez y sus manchas con el ropaje de la justicia divina.
Ningún ser humano, cualquiera que sea su condición moral, puede decir que en la Palabra de Dios no hay nada que pueda apropiarse. Si has sido un perseguidor, la historia de Saulo de Tarso te corresponde. Si has cometido un pecado terrible, el arrepentimiento de David te instruye. Si has sido un ladrón o una mujer de mala vida, hay en la Biblia casos especiales que se dirigen a ti. Cualquiera que sea la naturaleza de tu pecado, querido oyente, ten la seguridad que hay alguna porción en el Libro de Dios, alguna palabra que ha sido escrita para ti.
Mas, cuando llegamos a ser hijos de Dios es, sobre todo, cuando el Libro nos habla con claridad y precisión admirables. La Biblia es el Libro de familia de los hijos de Dios.
Tan pronto como conocemos a nuestro Padre celestial, el santo Volumen viene a ser para nosotros cual una carta querida, firmada por la mano de este buen Padre, y perfumada de Su tierno amor.
Cualquiera que sea nuestra situación espiritual, el Libro parece haber sido escrito en vista de esta situación. Se dirige a nosotros, no tal como debiéramos ser o como otros han sido, sino como somos actualmente. Responde admirablemente a las necesidades de nuestra alma. ¿Hemos perdido nuestro primer celo y nuestro primer amor? El Libro de Dios tiene un mensaje especial para nosotros. ¿Crecemos en la gracia y tenemos altas aspiraciones espirituales? El Libro va siempre delante de nosotros y nos anima, diciéndonos: «¡Excelsior! ¡Más arriba! ¡Más arriba!»
Tengo en mi biblioteca muchos libros a los cuales me he adelantado ahora. Los leí en otro tiempo con placer y provecho; pero cuando, más tarde, he querido volverlos a leer, he quedado contrariado y no pienso abrirlos más, porque no tienen ya nada que enseñarme. Me fueron muy útiles en otro tiempo, tanto como los vestidos que llevaba cuando tenía diez años; pero ya no corresponden a mi estatura. Hoy sé más que esos libros y conozco sus defectos y errores. Pero nadie ha pasado jamás delante de la Escritura. A medida que avanzamos en edad y conocimientos cristianos, aumenta Ella en anchura y profundidad. Realmente no puede crecer, porque es perfecta; pero, a medida que nosotros crecemos, nos parece que se engrandece también. Cuanto más se ahonda en las Escrituras, tanto mas se nos presenta como una mina inagotable.
El recién convertido que ha entendido y aceptado los cuatro o cinco puntos de la doctrina ortodoxa, se dice con satisfacción: «Ahora, ahora comprendo el Evangelio y poseo toda la verdad.» Espera un poco, querido hermano, y verás cómo tu alma, cuando haya aprendido a conocer mejor a Cristo, exclamarás con sorpresa de admiración: «¡Oh Jehová, ancho sobremanera es Tu mandamiento!»
¿Y no habéis notado nunca, amados míos, que la Palabra de Dios se adapta tanto a nuestros sufrimientos como a nuestros goces? Cuando atravesamos tiempos de sombrío dolor y triste abatimiento, el libro de Job mezcla sus gemidos con los nuestros. He leído y releído en horas de tristeza las Lamentaciones de Jeremías, y concordaban tan bien con lo que pasaba en mí, que casi me parecía haberlas escrito yo.
Si lloramos, el Libro llora con nosotros. Y si, por el contrario, se eleva nuestra alma hasta las cimas más altas, hasta el Tabor o el Líbano, cuando contemplamos gloriosas visiones y vemos al Amado cara a cara, la Palabra divina participa de nuestros trasportes; y en el magnífico lenguaje de los Salmos, o del Cantar de los Cantares, expresa todo lo que hay en nuestro corazón. Puede decirse, que la Biblia es un amigo experimentado que ha estado antes que nosotros en los abismos y sobre las *****bres, y ha conocido alternativamente las angustias de la aflicción y los triunfos del gozo.
Por lo que a mi toca, puedo deciros que considero la Palabra de Dios como mi libro; hubiese sido imposible escribir otro que me conviniese tan bien; lo creería compuesto expresamente para mí. No dudo, hermanos, que sea lo mismo para vosotros.
Y tú, pobre corazón afligido, ¿no es cierto que hay alguna parte de la Biblia, una página o un versículo, que humedeces a menudo con tus lágrimas, mientras tus labios murmuran: «¡Aquí está mi promesa!, me pertenece; mi Dios me la ha dado!»? ¡Oh!, sí; el Libro es divinamente personal, porque cualquiera que sea nuestra situación particular corresponde a los menores detalles de nuestras experiencias.
Y ¡cuán fiel es también! Fiel en todo y todos los días. La Palabra de Dios no calla nunca lo que nos es provechoso. Como Natán el profeta a David, nos grita:
«Tú eres aquel hombre.» Nunca deja sin reprensión nuestros pecados, ni nuestras inclinaciones dañinas sin advertencia. Desde el momento que tropezamos nos llama al orden y nos censura, por poco que nos apartemos del camino recto. «Despiértate, tú que duermes; vela y ora; guarda tu corazón sobre todas las cosas.» Estas palabras, y otras mil semejantes, son otros tantos llamamientos directos, dirigidos a cada uno de nosotros.
Antes de dejar este punto, permitid que os recomiende un ejercicio espiritual, que no puede menos que seros saludable. Examinaos, cada cual, cuidadosamente y preguntaos: «¿Mi alma tiene trato directo con la Palabra de Dios? ¿Sé discernir esta voz que viene de los cielos?
¿Qué contestas, querido hermano? ¿Lees la Sagrada Escritura en el secreto de tu cuarto, y sientes que se dirige personalmente a ti? ¿Has oído alguna vez que te mandaba? ¿Has temblado ante sus amenazas? ¿Has ofrecido luego tu alma manchada a Jesús, el Salvador, el Hijo de Dios encarnado, muerto en la cruz para expiar tus pecados? Y ahora, ¿testifica este mismo Libro, a tu propio espíritu, que eres hijo de Dios? ¿Tienes la costumbre de acudir a la Palabra divina para conocer tu corazón, como vas al espejo para mirar tu rostro? ¿La consultas, para saber dónde te encuentras, bajo el punto de vista espiritual?
¡Oh!, no trates este Libro ligeramente. ¡Dichoso tú si haces de él un amigo! ¿No ha dicho el Señor, que habitará con aquel que es humilde de corazón y teme a Su Palabra? Pero si la consideras como el libro de todo el mundo, sin tomar para ti mismo sus amenazas y promesas, ¡cuidado! Estás en peligro de ser contado en el número de los malos, que menosprecian los estatutos del Eterno.
III
Nuestro texto nos hace comprender también, que LA SAGRADA ESCRITURA ES FAMILIAR para con el hombre.
«Hablará contigo cuando despertares», dice el texto. Hablar con alguien cuando despierta, supone gran intimidad y relaciones familiares.
No dice, notadlo bien: «El Libro te predicará, te hará un discurso.» Conozco personas que tienen en alta estima la Palabra de Dios, pero que la consideran como una especie de predicador solemne, cerniéndose en el espacio, y hablando a los débiles mortales que habitan aquí abajo; desde lo alto de un tribunal inaccesible. Lejos de mí el condenar la veneración que el Libro de Dios inspira a tales personas; pero quisiera al propio tiempo, que no desconocieran su familiaridad. Repito que no dice mi texto: «Te predicará un sermón o una amonestación.» No, no: «Hablará contigo», conversará, digámoslo así, contigo. Nosotros nos sentamos ante la Palabra divina, o más bien, ante Jesús mismo que nos habla por medio de Su Palabra, y Él habla con nosotros tan libremente como hablaba, en otro tiempo, con sus discípulos.
El primer rasgo de la familiaridad de las Escrituras es que emplea el lenguaje de los hombres. Si hubiese escrito Dios un libro en su propia lengua, no lo habríamos entendido; y si algo entendiéramos, quedaríamos tan asustados, que pediríamos al Todopoderoso que no nos hiciese oír más Su voz. Pero, en lugar de esto, se ha servido el Señor de un lenguaje que, aunque rigurosamente verdadero, no es el de Su infinita sabiduría, teniendo en cuenta lo flaco de la inteligencia humana. Por esto la Escritura abunda en símiles, en figuras y analogías, de las que puede decirse son del todo humanas; pero no esa verdad absoluta que es la esencia misma de Dios.
Como el hombre, para dejarse comprender por un niño imita su lenguaje balbuciente e incorrecto, así nuestro Padre celestial, en Su condescendencia infinita, Se coloca en nuestro lugar empleando nuestro modo de hablar. Su Libro no está escrito en el idioma celestial, sino en el humilde dialecto de nuestra tierra. Nos alimenta con un pan expresamente amasado para nosotros, con alimentos apropiados a nuestra naturaleza. Se nos habla del brazo de Dios, de Su mano, de Su dedo, de Sus alas y hasta de Sus plumas. Estas expresiones no son, evidentemente, otra cosa que imágenes familiares en relación a nuestra limitada capacidad y que, literalmente, no podrían comprenderse.
¡Admirable manifestación del amor divino, que se digna servirse de las figuras y parábolas más vulgares, para ayudarnos a comprender las verdades más sublimes!
Notad, además, queridos hermanos, cómo se acomoda la Escritura a la sencillez de los pequeños y de los ignorantes. Supongamos que el Volumen sagrado hubiese sido escrito todo en el estilo del profeta Ezequiel, y tendremos que confesar que, en tal caso, la generalidad de los hombres hubieran sacado poco provecho. Imaginémonos que todos los libros del Nuevo Testamento estuviesen también envueltos en el misterio en que se encuentra el Apocalipsis: nuestro deber sería estudiarlos, cuando menos; pero si para recibir bien tuviésemos que comprenderlos todos, su utilidad sería muy reducida.
Pero, ¿qué más sencillo que los Evangelios? ¿Qué más comprensible que palabras tales como éstas: «El que creyere y fuere bautizado, será salvo»? ¡Es una delicia fijarse en la claridad de las parábolas: la moneda perdida, la oveja descarriada y el hijo pródigo! Siempre que la Escritura toca los puntos esenciales de la salvación, es tan luminosa como un rayo de sol. Cierto que contiene páginas oscuras y doctrinas profundas; hay allí abismos donde el Leviathan puede moverse a sus anchas; mas al lado de tales abismos, hay límpidas corrientes que el recién convertido, un niño en la gracia, puede vadear a nado.
Las narraciones evangélicas están al alcance de todos; el espíritu más inculto, y hasta el más obtuso, diría yo, puede comprenderlas. Son como una conversación familiar. Es la soberana sabiduría de Dios que baja hasta nuestra pequeñez, para elevarnos hasta Su grandeza.
La Sagrada Escritura también es familiar, porque se ocupa de todo lo que nos interesa. Expreso aquí mis experiencias personales. Ellas me hablan de mi carne, de mi corrupción y de mis pecados, como no podría hacerlo nadie, aunque me conociese a fondo. Hablan de mis pruebas, del modo más sabio, conocen hasta aquellas que no tengo valor de confesar. Se ocupan de mis dificultades y de mis más pequeños cuidados; tal vez los hombres se me burlarían, pero la Palabra de mi Dios simpatiza con mis cosas más insignificantes. Sabe mis temores, mis dudas, mis desfallecimientos y todos los vientos que soplan en el pequeño mundo que se llama mi corazón.
Me parece que este Libro maravilloso ha pasado por todas mis experiencias. Describe, hasta en sus más insignificantes detalles, el camino que he seguido; diríase que es un compañero de viaje que ha participado de mis impresiones. Y no me expone solamente bellas teorías; no me mira a mí, criatura caída, desde las frígidas alturas de una severa perfección. No, la Palabra santa, como el Salvador que me da a conocer, parece tocada de mis enfermedades y compartir las tentaciones a las cuales estoy expuesto.
¿No os han sorprendido a menudo, queridos hermanos, los acentos absolutamente humanos de la Palabra de Dios? Truena como Jehová; pero llora como uno de nosotros. Nada puede ser tan pequeño, ni tan grave la culpa, que la Escritura desdeñe ocuparse de ello. Toca a la humanidad por todos lados, y no viene a nosotros con la reserva de un extraño, sino con la familiaridad de un amigo.
Me detengo aún en este punto, queridos oyentes, para exhortaros a que vosotros mismos os examinéis. ¿Consideráis realmente, la Palabra de Dios como un afectuoso y simpático amigo? Si entre vosotros hay alguno que la olvida y descuida, ¿qué le diré? Si fuese un libro sombrío y lúgubre, no conteniendo más que maldiciones y lamentos, fulminando en cada página amenazas de venganzas, podría, hasta cierto punto, explicarme vuestra conducta. Pero tú, preciosa Palabra de mi Dios, gozo de mi alma, consoladora en todos mis dolores; tú, que te acercas a mi lecho de dolor, que enjugas mi lágrimas, y esclareces mis tinieblas, ¡oh!, ¿cómo puede haber quien te olvide?, ¿cómo puede haber quien te descuide?
Se relata que un predicador del Evangelio, después de haber exaltado el valor inapreciable de la Biblia, cogió la que había sobre la tribuna, la colocó tras de si y supuso que Dios decía a los hombres desde lo alto del cielo: «¿No queréis leer mi Palabra? ¿Os fatiga? ¿Os aburre? ¡Bien, pues! Me la llevo.» Luego trazó el predicador un cuadro espantoso de la oscuridad y desolación que reinarían en el mundo si fuera privado de la revelación divina, y pintó el dolor de los hombres más sabios, que cercarían noche y día el trono de la gracia, pidiendo encarecidamente que les fuese devuelto el santo Libro.
Esto nos ofrece una idea perfectamente ajustada a la verdad. Aunque la humanidad desprecia y descuida el Libro de Dios, si le fuese arrebatado, sentiría que se le había quitado el guía más seguro y el consolador más fiel.
IV
Nuestro texto nos enseña, en cuarto lugar, que el Libro de Dios, no sólo nos habla, sino que además, ESTABLECE UNA INTELIGENCIA RECÍPROCA, ENTRE SÍ Y NOSOTROS, UNA ESPECIE DE DIÁLOGO MISTERIOSO, PERO MUY REAL.
«Hablará contigo cuando despertares.» Cuando dos personas conversan, es evidente que ambas tienen algo que decirse; una y otra toman parte en la conversación. Nuestras relaciones con la Escritura son semejantes: habla y hace hablar al hombre, estando siempre dispuesta a replicar. Cualquiera que sea la disposición con que abráis la Palabra, tened la seguridad de que os responderá con maravillosa oportunidad. Si estáis tristes, parece que se haya puesto de luto; y si posáis sobre el estiércol, como el pobre Job, toma asiento a vuestro lado, cubierta de saco y ceniza. Mas, si acudís al LIBRO divino con el corazón saltando de gozo, pronto le ois regocijándose con vosotros; tomando el salterio y el arpa y trayendo los sonantes címbalos. Recorred el rico territorio de la Escritura en un estado de espíritu dichoso, y veréis cómo las montañas y los collados cantan de gozo en derredor vuestro, y baten palmas los árboles del bosque.
Como el rostro se refleja en el agua, así, en las límpidas corrientes de la Verdad revelada, encuentra el hombre su propia imagen.
Una de las mejores pruebas de esa misteriosa inteligencia que existe entre la Palabra de Dios y nosotros es que responde a nuestras preguntas. Por mi parte he quedado maravillado en muchas ocasiones de las respuestas, tan claras y directas, que me daban los santos Oráculos. Os interrogáis, reflexionáis y buscáis la solución de un problema, y, sin pensarlo, en vuestro culto de la mañana o bien por un versículo que al azar cae bajo vuestra vista, encontráis la solución deseada.
¿Cuál es el cristiano que, una vez u otra no ha visto, digámoslo así, que se desprende un texto del santo Libro, y vuela hacia él cual un serafín, tocando sus labios como con un carbón de fuego? (Is. 6:17). Este texto reposaba entre las plantas aromáticas del jardín llamado la Palabra de Dios; pero ha recibido una misión divina, y de pronto trae a nuestro corazón atribulado instrucción y consuelo.
Otra prueba de que la Palabra de Dios nos comprende y nos contesta es que cuando nosotros le abrimos nuestra alma, se abre también ella a nosotros. Si leéis la Biblia, diciendo: «¡Oh preciosa Revelación, ya he gustado tu dulzura, pero penetra más y más en mi alma; renuncio a mis prevenciones, a mis ideas preconcebidas; deseo ser cual blanda cera, capaz de recibir tus impresiones.» Si decís esto con toda sinceridad, la Escritura os descubrirá sus secretos más íntimos; pues ella tiene secretos que no revela al común de sus lectores; tiene tesoros escondidos en las montañas eternas, ricos filones de la verdad divina, que no pueden descubrir más que los que los buscan resueltos y perseverantes.
Querido oyente, date por entero a la Biblia y la Biblia se dará a ti también por entero. Léela con rectitud y sencillez, y abrirá ante ti una puerta tras otra, y descubrirá, ante tus sorprendidos ojos, lingotes de plata que no podrás pesar y trozos de oro fino que no sabrás medir.
Dichoso el hombre que, abriendo su corazón a las Escrituras, prueba en sí mismo la verdad de estas palabras: «El secreto de Jehová es para los que Le temen.»
Si amáis la Biblia ¡cuán tierna será para vosotros! La soberana sabiduría que la inspiró nos dice: «Yo amo a los que Me aman.» Abrazad la Palabra de Dios y, a su vez, os abrazará a vosotros. Si apreciáis cada uno de sus versículos y cada una de sus palabras, parecerá que os sonríe, os dará la bienvenida y os tratará cual huéspedes privilegiados.
Queridos oyentes, no os pongáis a las malas con la Biblia, sin la cual no estaréis bien con Dios. Cuando nuestro Credo no cuadre con la Palabra divina, es ya más que hora de vaciar nuestro Credo en otro molde. La Revelación de Dios no debe ser cambiada. ¡Oh! ¡Cuántas mutilaciones, entabladuras y limaduras le han inferido ciertos comentadores para hacerla ortodoxa a su manera! ¿No es mejor tomarla sencillamente tal como es? Cuantas veces nos hallemos en desacuerdo con la Biblia, es menester decir que ella está en la verdad y nosotros en el error. Sus enseñanzas son infalibles y deben ser respetadas como tales.
Cuando la amemos tan de veras que, en modo alguno, consintamos cambiar ni una de sus líneas y que, a ser necesario, estemos dispuestos a morir en defensa de las verdades que contiene, estemos seguros que nos pagará con creces. Nos tratará como a hijos de casa y nos descubrirá sus misterios como no lo puede hacer a todo el mundo.
Debo dejar ya este orden de ideas; pero antes permitidme, queridos amigos, que os dirija la siguiente pregunta: ¿Habláis al Señor? ¿Habla el Señor con vosotros? ¿Se eleva vuestro corazón al cielo, aceptando la Palabra de Dios, como venida directamente de El? Si estos benditos diálogos os son desconocidos, debo deciros que no sois aún miembros vivos de la familia de Dios. ¡Oh! Si podéis serlo, si podéis contemplar al Señor Jesús en Su Palabra, viéndole moribundo en la cruz por vuestros pecados y poniendo en El toda vuestra confianza; desde este instante, no lo dudéis: el Libro de Dios tendrá eco en vuestro corazón y responderá a todas sus emociones.
Hallamos, finalmente, que LA ESCRITURA EJERCE UNA INFLUENCIA PRACTICA EN AQUELLOS QUE LA ESCUCHAN. El mismo Salomón nos lo enseña; pues, luego de habernos dicho que la Ley de Dios «nos hablará», añade que preservará al joven «de la mujer extraña» y de diferentes pecados, que enumera en los versículos que siguen a mi texto.
Y, efectivamente, por poco que la Palabra divina hable realmente a nuestro corazón, influye desde luego en nuestra conducta.
Toda conversación ejerce más o menos influencia sobre los que toman parte en ella. Estimo que la conversación es mucho más poderosa, sea para bien o para mal, que la predicación; y así, el predicador nunca predica mejor que cuando se contenta con hablar. Ninguna oratoria es superior al lenguaje sencillo y natural: éste es el tipo de la elocuencia. Todos los ademanes y la verbosidad de nuestros retóricos no son más que artificio y oropel. El predicador que aspira a llegar al corazón de los que le oyen, nada mejor puede hacer que imitar la Palabra de Dios, esto es: hablar a sus oyentes.
El sagrado Libro ejerce su influencia sobre nosotros de muchas maneras.
Calma nuestros temores y nos inspira ánimo. Más de un soldado de Cristo ha estado tentado a huir el día de la batalla; pero el Señor, por medio de Su Palabra, ha puesto sobre él su mano, diciéndole: «Tente firme; no temas, que Yo soy contigo; no desmayes que Yo soy tu Dios que te esfuerzo: siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de Mi justicia.»
Oímos hablar de valientes cristianos; pero no sabemos cuántas veces se habrían portado como verdaderos cobardes, si la buena Palabra de su Maestro no les hubiese animado para llegar a ser más fuertes que los leones.
La Biblia ejerce también, en grado extraordinario, una acción vivificante en nuestras almas. ¿No habéis sentido nunca, queridos hermanos, que os infundía como una nueva sangre en vuestras venas? Os habéis reprochado de languidez espiritual, diciéndoos: «¿Cómo puedo soportar esta miserable vida, que parece una muerte? Es necesario que sacuda este sopor, que vaya adelante, al blanco.» ¿No es cierto que, entonces, la Palabra os ha estimulado y os ha dado alas?
Lee, oh creyente, las porciones del Evangelio que te hablan de la agonía de tu Maestro, y exclamarás, arrebatado de entusiasmo:
«Mi espíritu, alma y cuerpo
Mi ser, mi vida entera,
Cual viva santa ofrenda
Entrego a Ti, mi Dios.
Soy Tuyo, Jesucristo1
Comprado con Tu sangre;
Haz que contigo ande
En plena comunión.»
Lee, también, las magnificas descripciones que da la Biblia de las glorias del cielo, y te sentirás inflamado de nuevo ardor para correr hacia el blanco, sabiendo que te está reservada una corona incorruptible. Nada eleva tanto al hombre sobre sus groseras concupiscencias, sus pensamientos de lucro o ambición carnal, como estas conversaciones con el Espíritu de verdad que ha dictado los santos Libros; por medio de ellos ennoblece el alma al mismo tiempo que es alentada.
La Escritura también inspira al cristiano prudencia y vigilancia. ¡Con qué cuidado le enseña a mirar bien por qué camino anda! Me habría inclinado yo a la derecha o a la izquierda, si la Palabra de Dios no me hubiese dicho: «Tus ojos miren lo recto, y tus párpados en derechura delante de ti.» ¿No se llamará señal de alarma a la que nos advierte que la tempestad arrecia a lo lejos, y que nos debemos quedar en el puerto?
La Palabra de Dios opera, además, sobre nosotros, para santificarnos y modelamos conforme a la imagen de Cristo. Si no leéis las Escrituras, no esperéis adelantar en la gracia. Si la Palabra de Dios no os es familiar, no podéis esperar que llegaréis a ser semejantes a Aquel que la ha dictado. La mano de Dios nos moldea como a barro, por ,medio de la Escritura, y hace de nosotros lo que El quiere que seamos.
Conversad mucho con la santa Palabra y1 de este modo, aumentará todos los días vuestra alma en vigor y santidad.
Conversad mucho con la literatura frívola, con las tontas novelas del día, y seréis hombres y mujeres sin consistencia moral, que no saben más que perder el tiempo.
¿Queremos, pues, queridos amigos, llegar a ser firmes y sólidos cristianos? Escuchemos y recibamos las sólidas enseñanzas de la Ley divina. ¿Queremos ser hechos conformes, en alguna medida, a la imagen de nuestro Maestro? Alimentémonos de Su Palabra; refrigerémonos en esta fuente de vida.
Para acabar, la Escritura nos habla y seremos, por ello, arraigados y fundados en Cristo, en lugar de ser llevados, de aquí para allá, por todo viento de doctrina.
Se oye hablar, de cuando en cuando, de apostatas que reniegan del Evangelio: deben estar bien poco instruidos «como la verdad está en Jesús». Hay, entre nosotros, alarmistas que van repitiendo en voz alta, que toda Inglaterra va a pasarse a la iglesia de Roma. Un respetable cristiano expresaba, hace poco, sus vivas aprensiones con este motivo.
Yo le contesté que no sabía a qué especie de Dios adoraba él, porque mi Dios era más poderoso que el diablo, y nunca permitiría que Satanás fuese superior en esta tierra de la Biblia y de los mártires. Por mi parte, temo menos al papa de Roma que a los ritualistas y racionalistas que se introducen en nuestras filas. Mas, sin que yo participe de los te-mores de mi amigo, soy el primero en reconocer que la iglesia cristiana estará sujeta a fluctuaciones sin fin y que será trastornada tan pronto por una forma de error como por otra, si no se dedica más seria-mente y con más asiduidad y aplicación al estudio de las Escrituras.
Hermanos míos: ¿seré acusado de maldiciente si digo que, hasta entre los miembros más despiertos de nuestras iglesias, hay muchos que no ahondan la Escritura? Oís la lectura de un capítulo el Domingo, tal vez leéis algunos versículos en el culto de familia; pero no hacéis más; no hacéis, para vosotros, un estudio profundo y sistemático de la Biblia. A vuestras conciencias apelo: ¿no es cierto lo que digo? Muchos fieles se contentan, para alimentar su piedad, con su periódico religioso, o aceptan el Evangelio sencillamente porque sale de los labios de su pastor. ¡Oh! ¿Tenemos nosotros los nobles sentimientos de los judíos de Berea, que «escudriñaban cada día las Escrituras» para ver silo dicho por los apóstoles era conforme a ellas?
¡Perezcan todos los libros humanos, buenos y malos; perezcan hasta los libros de oración, nuestros sermones y nuestros himnos, si estos libros han de hacernos descuidar la lectura de la Biblia! ¡Una sola gota de la preciosa esencia de la Revelación vale más que un océano de comentarios y sermones!
Es absolutamente indispensable ser alimentados de la pura e infalible Palabra de Dios, si queremos ser fuertes contra el error y edificados en la fe inquebrantable de la verdad. Fuera de la santa Escritura, no puede haber vida religiosa ni vida digna de este nombre.
Queridos hermanos: se acerca el tiempo cuando todos dormiremos el sueño de la muerte; pero cuando llegue el gran despertar, ¡cuán felices seremos oyendo la Palabra de Dios que nos hable aún! Fila renovará nuestra antigua amistad. Entonces, las promesas que en otro tiempo amamos serán *****plidas; las dulces esperanzas de un más allá de gloria y de felicidad serán realizadas. Entonces, el rostro de Cristo, que veíamos aquí confusamente, como en un espejo, será enteramente descubierto y resplandecerá sobre nosotros, como el sol del mediodía.
Que Dios nos conceda amar Su santa Palabra y encerrarla en nuestro corazón, a fin de que podamos vivir para Su gloria desde ahora y para siempre. Amén.
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