Pero sabía que Jesús nos había dado el ejemplo de cómo debía ser la vida de oración, y que la mía necesitaba cambiar.
Decidí, entonces, que las semanas previas al Domingo de Resurrección le haría frente a la situación. Me dispuse a utilizar esos días para disciplinarme y aprender de las oraciones de otros, y comenzar el día hablando con el Señor. ¿Cuál fue la decisión más difícil? Escoger las oraciones que utilizaría.
Usar una oración escrita puede parecer un ritual vacío, pero la práctica tiene una rica historia en la iglesia. Los salmos son, esencialmente, oraciones a las que se les puso música, y el Padrenuestro sigue siendo utilizado en las iglesias, tanto por su contenido como por ser un modelo para comunicarse con Dios.
Debido a que yo quería ampliar y profundizar mi vida de oración, modifiqué una oración escrita por Pacomio, un cristiano del siglo IV, por su énfasis en la Trinidad, y utilicé las oraciones del texto The Valley of Wisdom (El valle de la sabiduría).
Después de hacer un plan, puse la alarma del reloj y me fui a dormir sintiéndome esperanzado. El primer día, a las 5:30 de la mañana, salí de la cama y murmuré soñoliento la oración que había elegido para comenzar la rutina de la mañana. Más tarde, al terminar ese primer día, sentí que volvía un poco de mi viejo desánimo, porque mi “vida de oración” parecía estar muy separada de todo lo demás que yo hacía.
Ese patrón continuó durante la semana, pero en el séptimo día comencé a ver algunos cambios. Comencé a esperar ansiosamente que sonara la alarma. También me veía a mí mismo, a la oración, y al propio Jesús de una manera más clara. Al acudir al Nuevo Testamento, me di cuenta de que lo que estaba experimentando era lo que nos sucede cuando tenemos un encuentro con Jesús y nos ponemos en sus manos con un corazón humilde: el Señor transforma nuestra vida, suple nuestras necesidades, y nos comisiona para proclamar su nombre y su reino eterno.
Pensemos en Pedro, conocido tradicionalmente como un pescador rudo e impetuoso. Cuando se encontró con Jesús, algo cambió tan repentinamente en él que dejó sus redes —probablemente un negocio familiar por varias generaciones —para seguir al Maestro. Uno de sus primeros encuentros con Jesús tuvo lugar después de una noche de pesca infructuosa.
A instancias de este carpintero de Nazaret, Pedro se aleja de la costa para lanzar por última vez las redes. Cuando la embarcación casi se hunde bajo el peso de los peces, Pedro se ve a sí mismo —y a Jesús— más claramente que nunca. “Apártate de mí, Señor”, le dice, “porque soy hombre pecador” (Lc 5.8). Pero Jesús llama a Pedro a seguirle, y le promete que él más bien “pescará” hombres.
Encontrarnos con Jesús en oración debe inspirarnos a vernos a nosotros mismos como se veía Pedro. La oración genuina requiere primero el reconocimiento de que la situación es sombría, y de que somos peores de lo que pensábamos. No venimos al Señor en nuestra mejor condición, necesitando ser transformados para llegar a la meta.
Es decir, tenemos la desesperante necesidad de ser rehechos y moldeados de nuevo por Aquel que nos hizo, para empezar. En mi experimento, descubrí que yo estaba comenzando a verme a mí mismo con la claridad de Pedro, gracias al Salmo 51. Este salmo, que está incluido en la oración de Pacomio, comienza con David clamando por misericordia por su pecado con Betsabé.
La porción más conocida es la petición que hace David de ser renovado, y encontré que su ruego —“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio” (v. 10)— resonaba en todas mis reuniones y tareas diarias.
Así como lo hizo con Pedro, el Señor nos busca algunas veces de manera específica. En otras, encontrarse con Él requiere perseverancia de nuestra parte. Por ejemplo, cuando cuatro hombres trajeron a su amigo paralítico a Jesús, descubrieron que Él estaba más allá de su alcance. Pudieron haberse regresado a sus casas, o pudieron haber esperado un día más.
Pero, en vez de eso, llevaron a su amigo al techo, hicieron un agujero, y lo bajaron al interior de la casa. La reacción de Jesús no fue de enojo, sino de compasión: “Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lc 5.20). Después de esto, Él también demostró su autoridad curando la parálisis del hombre. La tenacidad de esos hombres para llegar a Jesús tuvo un impacto permanente en todos los que estaban allí.
Eso pudiera también ilustrar algo importante en cuanto a la oración: No necesitamos llevar solos nuestras cargas. Para un solo hombre, llevar a su amigo a Jesús habría sido muy difícil, pero cuatro hombres compartieron la carga y se animaron unos a otros en el camino. “Sobrellevad los unos las cargas de los otros”, escribe Pablo (Gá 6.2). Podemos hacer esto fácilmente cuando hablamos al Señor en favor de otros.
Como todas las disciplinas espirituales, la oración es una práctica, pero no en el sentido de algo que se haga esporádicamente. La raíz griega de práctica significa simplemente “hacer”.
Y, como cualquier ejercicio, al orar una y otra vez aprendemos la naturaleza esencial de la oración. No se trata simplemente de una práctica diaria; Jesús es el único que fue capaz de tener una vida intachable. Nosotros, también, estamos llamados a tener esa vida, y lo hacemos en parte cuando oramos.
Hace poco llevé mi hijo al médico. En la sala de chequeos, la enfermera hizo una señal para que se dirigiera hacia una mesa, que tenía un estribo. La mesa no está hecha para la comodidad o conveniencia del paciente, sino para dar al médico la mejor posición para examinar y tratar el paciente.
La oración se parece un poco a ese estribo que mi hijo utilizó para subir a la mesa. Lo usamos para subir a la mesa, para que el Gran Médico pueda realizar el chequeo espiritual en nosotros, que solamente Él es capaz de hacer.
El pasaje de la Biblia que promete que podemos mover montañas, a veces nos guía a ver a la oración como una clase de teléfono para emergencias que nos garantiza resultados por la acción.
Sin embargo, el único resultado garantizado por la oración, es una persona transformada. La oración produce milagros en las personas, y el resultado ayuda a la persona a entender que debe buscar la gloria de Dios en vez de la suya propia.
Hablar con Dios es un medio, no un fin. Pero ¿un medio para qué? Pensemos en cómo el encuentro con Jesús en Marcos 10.47 demuestra la manera como la oración puede llevarnos a Dios, poniéndonos bajo su misericordia. Bartimeo clamó: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” El clamor del ciego —su oración— lo trajo a Jesús, de quien recibió la vista. A medida que avanzaban las semanas, llegué a reconocer que la oración estaba haciendo lo mismo en mí.
Ella no solo estaba abriendo mis ojos, sino también sanándolos. Comencé a ver mi falta de oración como lo que era realmente: orgullo. Era arrogante en mi autosuficiencia. Había estado enfocado en lo que consideraba más importante.
Pero esa oración diaria me obligaba a confrontar las mismas cosas cada día: la soberanía de Dios y mi impotencia; mi pecaminosidad y la misericordia de Dios; mi dureza de corazón y el gran amor de Dios.
Juan Wesley escribió: “Dios no hace nada sino en respuesta a la oración, y lo hace todo con ella”. Después de varias semanas, experimenté esa verdad. Había comenzado mi peregrinación con la esperanza de que Dios cambiara mi vida de oración y que le diera una mejor estructura y más frecuencia.
Sí, ambas cosas sucedieron, pero no de la manera que yo esperaba. Mis oraciones me llevaron a Jesús, quien, como un gentil artesano, cambió mis oraciones al cambiarme primero a mí.