Uno de los mayores problemas que tiene la predicación actual es que intenta convencer. Los sacerdotes, en general, tienen una buena formación lógica, con la mente llena de ideas, que van engrosando con el estudio y la lectura. No se distinguen para nada, al hablar, de lo que se estila dentro de la cultura racionalista en la que vivimos. La frase: “tengo razón”, es la meta de toda dialéctica, desde la más pequeña discusión hasta la ponencia mejor lograda.
Sin embrago, si entramos en el terreno de la fe, esto trae graves consecuencias. Cuando se quiere convencer a los demás de la necesidad de ser buenos, de convertirse, de experimentar la fe, se hace de Dios un objeto de mercadería. A un cliente se le debe convencer de que el producto en cuestión es el mejor y el más barato del mercado. Esto es lo que hacen los vendedores expertos y emplean para ello toda clase de argumentos. La propaganda es clave para que una empresa tenga éxito.
Yo, sin darme cuenta, he tratado toda la vida de vender a Dios, es decir, de ganar adeptos para su empresa. El resultado es más bien frustrante. No tengo sensación de que haya convencido a nadie para la causa de Dios; a lo más, he ayudado a conservar ciertas creencias, en algunos. Ha venido, eso sí, mucha gente a discutir conmigo, a darme la razón o a contradecir mis convicciones. Durante muchos años no escuché ningún testimonio de que mis palabras hubieran tocado el corazón de nadie; sólo habían llegado, en ocasiones, a la inteligencia, pero esto no le cambia la vida a nadie.
Con el paso del tiempo, este hecho se me fue haciendo claro. El día que se me hizo consciente y lo pude formular, me sentí frustrado. Yo he trabajado duro a lo largo de los años; he puesto a disposición de los demás, lo que yo tenía; me he formado con suficiente esmero.
¿Cómo es que no puedo llegar a los demás? Si hubiera tratado de vender coca-colas, seguro que hubiera tenido más éxito. Perdí cierto interés por la razón y cultura humana. Si el cristianismo no tuviera otros medios para llegar a los demás, habría desaparecido hace muchos siglos. Lo más grave es que, mientras no se te revela, no te puedes ni imaginar que haya otra forma de predicar y de llegar al corazón de la gente. Sin embargo, sí la hay. A su tiempo se te revela que no se trata de convencer a la gente sino de quebrantarla.
Está claro que ninguno de nosotros es capaz de quebrantar el corazón de nadie. Estamos en un terreno en el que sólo puede actuar el Espíritu, que es el que conoce y ama de verdad a cada uno de los corazones. Ninguna fórmula de contagio, de transmisión, de emoción, sentimiento o shock, puede llegar a romper la dureza y sordera de un corazón humano.