¿Cómo podremos recuperar la pasión evangelizadora que debería caracterizar a cada discípulo de Cristo?, volviéndonos a él. Compartamos con él nuestra preocupación porque ya no nos conmueve el tormento que sufren los que están sin esperanza. Confesemos ante él nuestra indiferencia…
¿Quién irá por nosotros?
Isaías pertenece a ese pequeño puñado de personas, a lo largo de la historia del pueblo de Dios, que les fue concedida una visión celestial. Al igual que Juan, en Apocalipsis, el profeta lucha por encontrar las expresiones adecuadas para explicar aquello que trasciende radicalmente el plano del mundo en que vivimos. ¿Con qué palabras se puede describir la imagen de Uno cuya orla llena el templo, o la presencia de seres con seis alas con la tarea de señalar la santidad del Dios del universo?
Si nos entregamos a un minucioso estudio para descifrar los detalles de lo que, en su esencia, fue un momentáneo contacto con el misterio, se vería frustrada la intención del autor al incluir este relato en el texto. Las descripciones de la visión son escuetas porque la intención del pasaje es ayudarnos a entender los efectos del encuentro con el Altísimo sobre la vida de Isaías. El verdadero tesoro del pasaje radica en la dramática transformación que produjo en él el fugaz roce con lo celestial.
Lo primero que observamos es que la visión provocó verdadero pavor en Isaías. Aterrorizado, exclamó: «¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito» (6.5). La presencia de Dios, que tanto reclamamos nosotros en nuestras reuniones de alabanza, no despertó entusiasmo en el profeta. Más bien, la intensidad de la magnificencia del Señor era tal que el hombre rápidamente se vio abrumado por una profunda repugnancia por su propia inmundicia. Sin que fuera necesario ningún dedo acusador, sabía que su pecado representaba un insuperable obstáculo para estar en presencia del Santo de Israel.
El desconsuelo por su propia miseria tocó el corazón del Todopoderoso, pues hacia él voló uno de los serafines con un carbón encendido. Tocando los labios del profeta, declaró: «He aquí, esto ha tocado tus labios, y es quitada tu iniquidad y perdonado tu pecado» (v. 7). La acción, completamente inmerecida, produjo en él una gloriosa y liberadora pureza. La confesión del profeta y la compasiva respuesta del Soberano constituyen los dos ingredientes que, combinados, producen ese estado que llamamos salvación.
Es después de esta restauración que Isaías toma consciencia de una voz que habla. El hombre caído no tiene oídos para los demás, pues se encuentra demasiado absorto en sus propios proyectos, esclavo del egoísmo que lo ata a su pequeño mundo personal. Mientras permanezca este estado solamente escuchará la voz de Dios esporádicamente, pues la pérdida de la sensibilidad espiritual es una de las más graves consecuencias de nuestra rebelión.
La voz que habla no está dirigida hacia la persona del profeta. Más bien, sale hacia los aires y resuena por los pasillos del mismo universo, en busca de los que tienen oídos para oírla: La pregunta es fruto del más profundo deseo de Dios hacia la humanidad, el anhelo de encontrar quién lo acompañe en el gran proyecto de redimir a quienes fueron creados exclusivamente para Su placer. Pareciera ser que la oportunidad de hacer bien a sus criaturas no le da descanso al Creador.
Es en este instante que Isaías vuelve a convertirse. Percibe el latido del corazón de Dios y se siente irresistiblemente atraído por el proyecto celestial. Casi sin pensarlo, responde: «Heme aquí; envíame a mí» (v. 8). En esta segunda conversión, nace el obrero.
Esta experiencia es la que está faltando en la vida de muchos de nosotros. Hemos sido librados de la maldición del pecado, regalo que disfrutamos cada día de nuestra vida. Nuestro corazón, sin embargo, aún no se ha dejado seducir por la pasión de Dios.
La experiencia de Isaías trae luz sobre el llamado a evangelizar, un llamado que no pierde vigencia a pesar de nuestra indiferencia. Han transcurrido 2.700 años desde la visión del profeta. No obstante, el Señor sigue preguntando: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» La respuesta de Isaías nos recuerda que la visión precede a la misión. Nunca pesará sobre nuestras vidas un mundo en tinieblas hasta que veamos a ese mundo tal como el Padre lo ve.
Para la mayoría de evangélicos el mundo representa un lugar de peligros de los cuales el «sabio» huye, para refugiarse en una interminable sucesión de reuniones. Evangelizar, con esta perspectiva, no es más que realizar pequeñas y valientes incursiones a la tierra del enemigo, para rápidamente volver a la protección que ofrece la iglesia. Cristo, sin embargo, no concibió la evangelización en estos términos. Declaró a los discípulos que la Iglesia avanzaría, triunfante, sobre las tinieblas y ni las mismas puertas del infierno iban a poder detener su marcha (Mt 16.18). ¿Con qué armas llevaría adelante el pueblo de Dios esta gloriosa campaña contra el pecado?, con el amor y la compasión del Padre.
¿Cómo podremos recuperar la pasión evangelizadora que debería caracterizar a cada discípulo de Cristo?, volviéndonos a él. Compartamos con él nuestra preocupación porque ya no nos conmueve el tormento que sufren los que están sin esperanza. Confesemos ante él nuestra indiferencia. Lloremos con él por la dureza de nuestros corazones. Seguramente, en el proceso, volveremos a escuchar, en algún momento, la voz del Señor que pregunta: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?»
Por Christopher Shaw