Hasta que el ministerio nos separe

Servir a Cristo como matrimonio es uno de los privilegios de quienes han sido llamados al ministerio pastoral. Cuando las responsabilidades ministeriales no se manejan correctamente, sin embargo, puede acabar con la vida de la pareja.
Hasta que el ministerio nos separe

Dieciocho meses después de nuestra boda nació nuestro primer hijo. Un mes más tarde entramos a un seminario, anhelando una vida de servicio en el ministerio. Después de diez años, sin embargo, nuestros sueños ministeriales se habían convertido en pesadillas matrimoniales. Ministrábamos a otros matrimonios mientras que nuestra propia relación se había quebrado.

Aunque nunca mencionamos la palabra «divorcio», ambos sabíamos que nuestro matrimonio se hundía. Al igual que dos personas que se ahogan, peleábamos continuamente, buscando con desesperación el aire que tanto necesitábamos, hasta que casi era demasiado tarde.

Esta es la historia de nuestro naufragio, pero también es la historia de nuestra sorprendente experiencia con la gracia de Dios, que sanó y restauró nuestro matrimonio.

Sueños de servicio

Julia: Luego de cuatro agotadores años en el seminario —padeciendo la lucha de mi esposo con el griego y la hermenéutica, viviendo con un presupuesto ajustado, dando a luz dos hijos, trabajando hasta la medianoche como mesera— Matías finalmente se graduó. Habíamos obtenido el premio, y ahora la vida mejoraría, pues creíamos que sería más fácil y «normal».

Estas experiencias afianzaron en mí un sentimiento: no me sentía aceptada ni valorada en la iglesia. No encontraba mi lugar en la congregación. En junio de ese año nos mudamos a nuestra primera congregación, una pequeña iglesia rural. Yo tenía expectativas y sueños para esta pequeña congregación. En lo práctico, tomé por sentado que ellos cubrirían adecuadamente nuestro salario. En lo espiritual, me entusiasmaba acompañar con orgullo a mi esposo, compartiendo mis dones, mis ideas y mi pasión por el ministerio.

La realidad de la iglesia, sin embargo, rápidamente echó por tierra nuestros sueños.

En la primera Navidad programé un encuentro especial para la congregación, una reunión en la casa pastoral. Durante días preparé el hogar para este encuentro de amor, decorando con cuidado la casa y preparando deliciosos bocadillos para compartir con aquellos que decidieran acompañarnos. Cuando llegó el día, no apareció nadie. Luego de esperar una hora llegó solo una visita. Me sentí profundamente desilusionada.

Cuando llegó el verano, sin embargo, quise volver a intentar. Tomé la lista de miembros de la iglesia y me propuse invitar a cada familia a compartir un helado en nuestro hogar. Comencé con la letra «A» e invité a los Andersons, una familia con tres varones salvajes. En lugar de disfrutar el helado lo chorrearon por toda la casa, arruinando mis sillones y la alfombra, rompieron todo lo que tocaron y se quedaron hasta la medianoche. Me di por vencida, ¡sin siquiera haber llegado a la letra «B»!

Estas experiencias afianzaron en mí un sentimiento: no me sentía aceptada ni valorada en la iglesia. No encontraba mi lugar en la congregación. Creo que ellos tampoco sabían de qué forma conectarse conmigo. Al vivir en un pequeño pueblo con una cultura que no entendía, me sentía como si alguien me hubiera echado en medio de un lago rodeado de una densa bruma. Necesitaba encontrar la forma de nadar hasta la orilla, pero no tenía idea de cómo lograrlo.

Mientras que Matías se entregaba cada vez más de corazón a la congregación, yo comencé a construir un muro de protección alrededor de mis sentimientos. Cuanto más avanzaba mi esposo, más me refugiaba en mi propia caparazón.

Matías: Yo no tenía grandes expectativas de la iglesia, ni tampoco de mi matrimonio (por lo menos así lo creía), pero sí esperaba grandes cosas de mí mismo.

Desafortunadamente no me daba cuenta cuán profundamente estaban vinculadas estas expectativas a las heridas no sanadas de mi alma. Soñaba con ser un pastor «fiel», que amaba a las personas, predicaba sermones inspiradores y desarrollaba una nueva visión para la congregación. Y por supuesto que esperaba que Julia me ayudara en esto, pues esta siempre había sido «nuestra» visión.

Me tomó por sorpresa cuando Julia compartió su frustración y el dolor que sentía como esposa de pastor. Me repetía que sentía «que en la iglesia todos son más importantes que yo». Yo no conseguía entender la profundidad de su angustia. Pensaba que lo que necesitaba era solamente resolver el tema de su desconsuelo y enojo, por lo que minimicé sus sentimientos y me entregué con aún más fervor a la tarea de edificar al cuerpo.

Luego, poco tiempo después del nacimiento de nuestro cuarto hijo, mi hija me llamó a la iglesia y me dijo: «Papá, será mejor que vengas a casa. Mamá se ha desplomado sobre el piso y dice que de allí no se mueve. ¡Creo que está muerta!» Di un suspiro y volví a casa para revivir a mi melodramática esposa. Estaba convencido de que yo era un buen pastor y esposo. ¿Acaso no me tomaba un día de descanso por semana? Claro, el tema de la iglesia era para mí una obsesión, pero al menos estaba en casa.

Cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que atesoraba a la iglesia y atesoraba a mis hijos, pero no tenía idea de cómo valorar a Julia —y mi excesiva ocupación y arrogancia no me permitían aprender.

Hacia el desprecio

Julia: Hice un voto de no convertirme en una esposa de pastor amargada, por lo que desarrollé una vida por fuera de la iglesia y del sueño que alguna vez habíamos compartido. Si Matías no estaba disponible para mí ni la iglesia mostraba interés en aprovechar los dones que yo tenía —razonaba—, entonces no veía por qué debía pasarme la vida sola y triste.

Su esfuerzo permitió que nuestra frágil unión sobreviviera un tiempo más, pero yo no me veía como pecadora en esta situación. Terminé un título en consejería y me lancé a un ministerio paralelo en un centro de consejería. Me obligaba a asistir a las reuniones de la iglesia, pero a mis ojos «la congregación era de Matías». Yo había organizado reuniones sociales, estudios bíblicos, grupos caseros, reuniones de oración y seminarios —pero todos terminaron en un aparente fracaso, así que me di por vencida. La congregación y yo no congeniábamos.

Además, desde mi perspectiva, Matías había permitido que la congregación se devorara su vida personal y nuestro matrimonio. No había sabido establecer límites, animando a las personas a que invadieran nuestra vida personal cuando lo quisieran. En su día de descanso el cuerpo de Matías estaba presente en casa, pero su mente y corazón seguían con la congregación.

Había una persona en la congregación que sí conocía la profundidad de mis luchas, una mujer sabia llamada Nancy. Ella se convirtió en nuestro mentor y mediadora. Ocasionalmente ella nos acompañaba hasta tarde, escuchando atentamente mientras le relataba mi agonía y enojo. Compartía la desilusión que sentía hacia Matías. Ella me confrontaba tiernamente con mi pecado, mi necesidad de entender la perspectiva de quienes pertenecían a la congregación. Me animaba a perseverar en la tarea de lentamente producir cambios en un entorno resistente a ellos.

Luego Matías compartía su fastidio con mi persona. Nancy también lo confrontaba con su pecado y lo animaba a invertir más en nuestro matrimonio. Ella estaba llevando a cabo un proceso extraordinario de consejería, intentando desesperadamente tender puentes que cerraran la brecha entre nuestro mutuo desprecio.

Su esfuerzo permitió que nuestra frágil unión sobreviviera un tiempo más, pero yo no me veía como pecadora en esta situación. Resultaba conveniente echarle la culpa a Matías por todo, pero parte de mi soledad y angustia no tenían nada que ver con él ni con la congregación. Las propias heridas de mi niñez impedían que confiara en otros. También me costaba aceptar a las personas buenas de la congregación por lo que eran. En lugar de esto, cerré mi corazón incluso a los que intentaban amarme, aun cuando fuera a su propia manera.

Matías: Yo sentía que estaba logrando mis ansiados sueños para el ministerio: «sermones transformadores», un grupo de jóvenes revitalizado, una congregación que crecía y un liderazgo de impacto en la comunidad. No obstante, acarreaba aún una profunda herida en mi corazón. Necesitaba con desesperación la afirmación de la gente. Su aprobación me resultaba más importante que la aprobación de mi esposa. Me estaba sacando un «diez» en el ministerio, pero un «cero» en mi propio matrimonio.

La ira me llevaba a buscar la forma de controlar a Julia, y cuanto más intentaba controlarla más se alejaba de mí. En lugar de sanar esta herida el éxito pastoral simplemente la abrió mucho más. Buscaba los aplausos de la congregación, pero el enojo de Julia convirtió el reconocimiento de la gente en algo amargo y barato. Sentía que constantemente debía cubrirla. Las personas en la congregación preguntaban: «¿Dónde está Julia hoy?» y yo continuamente presentaba excusas para ella, pues pasaba cada vez más tiempo en el centro de consejería.

Solamente Nancy conocía la verdadera historia que vivíamos, pues yo me esforzaba por esconder nuestros conflictos matrimoniales. La necesidad de estar escondiendo me produjo profundos sentimientos de tristeza e ira. La ira me llevaba a buscar la forma de controlar a Julia, y cuanto más intentaba controlarla más se alejaba de mí.

Ocasionalmente veíamos alguna nueva chispa del amor entre las cenizas del desprecio. Un año, en nochebuena, por ejemplo, estábamos sentados solos entre papel de regalos, cajas  y envoltorios. Los niños habían abierto sus obsequios y jugaban felices. Le tomé la mano a Julia y le confesé: «Este año ha sido muy duro. No sabes cuánto lo lamento», le declaré con ternura: «realmente te amo». Julia estalló en llanto. Nos abrazamos, entre papeles, y lloramos juntos. Fue un momento de ternura, un momento que volvió a encender nuestro anhelo de intimidad y compañerismo.

Claro, no se puede sanar un matrimonio quebrado en un solo instante, y yo no sabía cuán profundamente Dios quería transformar mi propia vida. Aún no lograba comprender el corazón herido de Julia. Ella estaba enojada conmigo y con la congregación. Nuestros sueños habían degenerado en desdeño. Ella solía llegar tarde del centro de consejería y acabábamos discutiendo. Yo regresaba tarde de las reuniones de la iglesia y acabábamos discutiendo.

Tratamiento de Shock

Matías: No lograba entender el profundo resentimiento de Julia. El ministerio pastoral no era malo. Yo trabajaba menos horas que muchos de mis colegas. Yo pasaba más tiempo con mis hijos en comparación a la mayoría de padres de la congregación. ¿Qué más podía querer ella?

Durante tres años ella me dijo que se sentía sola, herida, ignorada y poco valorada. Yo escuchaba las palabras pero no comprendía su corazón. Consideraba que este era un problema de ella, no un problema mío. Lentamente vi cómo ella se alejaba de la congregación y de mi vida. Finalmente, en el verano del 95, mientras yo participaba de un viaje misionero con los jóvenes, Julia me llamó para compartirme una noticia devastadora. Mientras hablábamos yo percibía que ella ya no estaba enojada; su voz se había tornado desganada e indiferente. «Ya no sé si te amo —me confesó—. La verdad es que me siento muy confundida, porque pienso que amo a otra persona».

Julia: No tenía idea de cuán profundamente me había hundido en mi propio pecado. Luego de cuatro embarazos me sentía gorda y fea. La atención que me prestaba este hombre en el centro de consejería me hacía sentir hermosa y atractiva. En lugar de buscar que Dios llenara el vacío en mi corazón comencé a coquetear con el interés que me mostraba esta persona.

No llegamos hasta una relación física, pero mis emociones estaba completamente enfocadas en él. Sentía como si viviera una doble vida: era la esposa del pastor, la madre de cuatro hijos y la amante del hombre más atractivo que había conocido. El poder seductor de esta «vida escondida» comenzaba a consumir mis pasiones.

Matías: Yo tenía mis sospechas acerca de la relación entre Julia y este compañero de trabajo, pero cada vez que preguntaba ella me aseguraba que no eran más que colegas en el ministerio. Yo pensaba que solamente necesitaba estar lejos de mí, la congregación y nuestros hijos. Ahora, sin embargo, había conseguido atrapar mi atención. ¡Estaba escuchándola con todo mi corazón!

Dios expuso, con feroz e insistente misericordia, las capas de pecado en mi vida Durante los próximos seis meses entré en un tiempo de arrepentimiento y profunda tristeza. Me di cuenta de lo que estaba perdiendo a causa de mi negligencia y afán ministerial. Me arrepentí por la forma en que había tratado a Julia. Sabía que tenía que volver a conquistar sus afectos, tal como lo había hecho durante nuestro noviazgo.

Dios expuso, con feroz e insistente misericordia, las capas de pecado en mi vida: mis erradas prioridades, mi frialdad hacia Julia, mis ídolos arraigados. Había estado disponible para la iglesia, pero ausente para mi esposa. Durante cinco años había utilizado las demandas del ministerio para ignorar el corazón de mi compañera de vida.

También comencé a entender que mi afán de éxito en el ministerio tenía mucha relación con mis propios conflictos; mi falta de intimidad, mi anhelo de reconocimiento, mi deseo de conquista. Ahora, sin embargo, anhelaba profundamente acercarme a Dios y a mi esposa. Impulsado por el quebrantamiento, deseaba aprender a valorar a Julia.

Tiempo de arrepentimiento

Julia: Cuando Matías comenzó a cambiar mi sorpresa fue profunda. Por primera vez en el ministerio comenzó a establecer límites y a negarse a algunas de las demandas de la gente. Más que esto, sin embargo, él comenzó a buscar mi corazón. Cuando se tomaba un día de descanso realmente se desvinculaba del ministerio. Cuando nos íbamos de vacaciones realmente dejaba atrás a la iglesia para enfocarse exclusivamente en mí y nuestros hijos. No llamaba a la oficina para saber cómo estaba todo. No leía libros relacionados con el ministerio.

Aunque yo veía que él buscaba la forma de valorarme, yo no estaba lista para entregarle mi corazón. Sentía demasiados temores y, además, aún seguía vinculada emocionalmente al hombre que trabajaba conmigo en el centro de consejería.

En el verano de 1996 trasladaron a Matías a una iglesia a 120 kilómetros de dónde estábamos, una congregación tres veces mas grande que la nuestra. Yo tomé por sentado que las demandas del ministerio volverían a devorarse a mi esposo y sus esfuerzos por volver a amarme. Matías, sin embargo, no permitió que eso ocurriera. Fue fiel a los límites que había establecido, asistía a dos reuniones nocturnas por semana. En raras ocasiones estaba dispuesto a aceptar una tercera reunión.

Mientras tanto la aventura emocional que yo estaba viviendo salió a la luz. El director del centro de consejería me confrontó: «Estás pasando demasiado tiempo con este hombre. ¿Estás enamorada de él?» Confesé que tenía fuertes sentimientos hacia él, pero que no habíamos tenido relaciones. El director me comunicó que esta era una situación que el centro no podía tolerar y me despidió. Eventualmente el hombre que amaba también se tuvo que ir y ya no volvimos a tener contacto.

Hice duelo por la pérdida de amigos y un medio de apoyo, pues la gente del centro de consejería habían sido como una familia para mí. Cuando perdí mi trabajo en el centro de consejería me tocó entrar en un período de arrepentimiento y dolor. A pesar de la forma en que lo había racionalizado, esta relación no era la forma correcta de responder a la falta de felicidad que experimentaba en mi matrimonio. ¡Era un pecado! Otros me habían descubierto. Me sentí expuesta, llena de vergüenza y remordimiento. Me desgarraba saber que había lastimado a Matías y a nuestros hijos. También comencé a enfrentarme a algunas de las heridas que aún arrastraba de mi niñez, asuntos que tenían que ver con la traición, el abandono y la soledad.

Hice duelo por la pérdida de amigos y un medio de apoyo, pues la gente del centro de consejería habían sido como una familia para mí. Repentinamente estas relaciones desaparecieron. Caí en depresión, perdí mucho peso y comencé a trabajar como mesera en un puesto de comida. Matías, sin embargo, jamás me dio la espalda.

Perdí todo lo que yo valoraba como importante —mi carrera, mi éxito, mi fantasía emocional— y comencé a recuperar todo lo que Dios valora.

Reconstruir

Matías: Cuando Julia perdió su trabajo en el centro de consejería y me di cuenta de cuán profundos eran sus sentimientos por la otra persona, nuestro matrimonio comenzó a sanar, a pesar del profundo dolor que sentía. Era como escuchar las palabras de un médico luego de una cirugía de cáncer: «Creo que lo pudimos agarrar a tiempo».

Pequeños incidentes detonaban reacciones airadas y fustigaba a mi esposo. Julia me dijo que la relación con el otro hombre se había acabado, que se había equivocado y que estaba comprometida con volver a construir una relación conmigo. Por mi parte, yo estaba decidido a no permitir que regresaran las condiciones que la habían llevado a buscar los afectos de otro hombre.

Durante este tiempo también comenzamos el proyecto de construir nuestra propia casa. Elegimos juntos el terreno, el diseño, los detalles. Durante los cinco meses que duró la construcción a menudo comentábamos que la casa se parecía a nuestro matrimonio. Al comienzo lo único que veíamos era el terreno pelado, pero lentamente se convirtió en la hermosa casa que compartíamos juntos. Nos inundó el deseo y la esperanza de un futuro mejor que el camino que ya habíamos transitado.

Julia: Luego de cuatro años de reconstruir la confianza y establecer nuevos patrones para nuestra relación, Matías aceptó ser el pastor principal de una congregación en otro estado. Aunque en el fondo yo sabía que esto era la voluntad de Dios para nuestras vidas, no pude evitar un sentimiento de temor que invadió mi ser. ¿Qué pasará si Matías me vuelve a abandonar? ¿Qué ocurrirá si esta congregación acaba acaparando su voluntad y su agenda? ¿Qué será de nosotros si nuestro matrimonio vuelve a desintegrarse? Los fantasmas del pasado, que yo pensaba ya habían sido derrotados, comenzaron otra vez a atemorizarme.

El temor se convirtió en ira, y con frecuencia la ira iba dirigida contra Matías. Pequeños incidentes detonaban reacciones airadas y fustigaba a mi esposo. Sabía que necesitaba consejería, y nuestro matrimonio también.

Matías: Durante el tiempo de transición un sabio consejero nos ayudó con el proceso. Por ejemplo, una noche que estábamos parando en un hotel Julia me pidió que bajara a la recepción para pedir una toalla adicional y más jabón. Cuando regresé con la toalla, pero sin el jabón, ella explotó.

Cuando le expliqué al consejero lo «ridículo» que me parecía hacer tanto «escándalo» por apenas un jabón, el me señaló: «Su ira no tenía que ver con el jabón, Matías». Me mostré confundido, por lo que añadió: «Julia siente miedo de mudarse. Se enoja porque teme que no la escuches, que no la tomes en cuenta. Ella es el jabón. ¿La dejarás atrás cuando te vayas?»

Sus sabias intervenciones nos ayudaron a prepararnos para la mudanza. Dejamos de enfocarnos en los detalles y comenzamos a escuchar lo que estaba diciendo cada uno. Yo busqué mejorar mis capacidades para escuchar su corazón.

Gracia para el futuro

Matías: En el 2001 nos mudamos a nuestra nueva congregación. Nuestra hija ahora asiste a la Universidad y tenemos tres preciosos adolescentes en casa. Julia y yo nos hemos unidos, como íntimos aliados, en el servicio a Cristo. ¡Qué aventura! ¡Qué privilegio!

Julia:  No ha sido fácil. Mudar a toda la familia y acostumbrarla a una nueva cultura resultó, en ocasiones, bastante doloroso. Luego, a pocos meses de habernos mudado, dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, a apenas 80 Km. de nuestra congregación. Aunque no perdimos a ningún miembro de la congregación, la angustia provocada por la pérdida de amigos, hermanos y compañeros duró muchos meses.

El año pasado me diagnosticaron cáncer de tiroides. Este tipo de cáncer es fácilmente tratable, pero aún mi cuerpo no se recupera del golpe y del temor que me causó la noticia. La presión que siento por tantas situaciones complicadas ocasionalmente me perturban y agotan. No obstante, en medio de las necesidades de mis hijos, una nueva carrera en consejería, sesiones de quimioterapia, cientos de nuevas personas en la congregación, Matías ha sido fiel en acompañarme. La iglesia me ha rodeado de amor. Durante el tratamiento para el cáncer frecuentemente nos proveían de todas las comidas del día. Algunos miembros de la Iglesia son ahora también mis compañeros de ministerio.

Hace un año me encontré con el cuerpo ministerial de la iglesia para compartir mis sueños y anhelos para el ministerio, pidiendo que me rodearan con oración. Ellos se mostraron ¡tan cariñosos! Y, lo mejor de todo, es que en la congregación he encontrado personas que considero verdaderos amigos.

Matías: Estoy tan agradecido a Dios por sus «severas misericordias». ¡Cuán doloroso ha sido nuestro peregrinaje! Ambos tuvimos que enfrentarnos, una y otra vez, a nuestro pecado y fragilidad. Pero de las cenizas de nuestra vida Dios ha vuelto a reconstruir nuestro matrimonio.

El mes pasado, mientras Julia limpiaba el horno, la cocina se llenó de humo. Llamó a los bomberos para que la aconsejaran, pero en pocos minutos dos camiones, la camioneta del jefe de bomberos y un auto de policías habían llegado a nuestra casa, sirenas encendidas y luces tintineando. Nueve bomberos irrumpieron en nuestra cocina con máscaras de humo y hachas en las manos. Nuestro perro salió corriendo al jardín mientras que nuestro hijo más pequeño se subió a uno de los camiones hidrantes.

Los vecinos y miembros de la congregación rodearon la casa para ver que pasaba. Julia y yo nos sentamos en la galería para reírnos. Esta escena era un retrato de nuestras vidas, la abundante gracia de Dios que ha permitido que resurja la alegría del caos y la tristeza.

Leadership Journal.