Mi nombre es Silvina, tengo 24 años y gracias a Dios hoy puedo contar mi testimonio. Es mi deseo que este artículo ayude tanto a personas que padecen de bulimia y anorexia como a sus familiares, a tener fe y esperanzas.
Cuando tenía 15 años me enfermé de bulimia. Comencé sin darme cuenta, haciendo dieta para bajar tan solo unos dos o tres «kilitos». Pero llego un momento que esto se convirtió en una obsesión para mí, al punto de ser el centro de mi vida. A los 16 tuve un periodo anoréxico bastante prolongado en el que llegue a pesar 38 kilos. ¡y yo me veía obesa!
Luego de esto, comencé a darme atracones –ingería grandes cantidades de alimentos en poco tiempo– y luego vomitaba. Comía sin poder controlarme, y luego me provocaba el vomito guardándolo en bolsas en los placards para que nadie me descubriera. Comía de los tachos de basura o aun de la comida del perro, le quitaba plata a mamá y salía por ahí a comer y entraba a cualquier baño para vomitar. Lo único que quería era sacarme «todo lo que tenía adentro».
Poco a poco mi cuerpo comenzó a deteriorarse, me salían derrames en los ojos y mejillas, se me caía el pelo, y aun estuve a poco de perder mis dientes. Es interesante aclarar que mi familia se enteró de mi enfermedad un año y medio después, ya que yo era muy mentirosa, como todas las personas que sufren esta patología.
Era muy difícil para ellos aceptarlo. Recuerdo que un día, luego de vomitar, cuando abrí la puerta para salir del baño caí desmayada y toda bañada en sangre; había tenido un desgarro de estómago. Me llevaron de inmediato a la clínica en silla de ruedas. Ese fue un gran susto para mi familia, pero no para mí. A mí nada me asustaba; es que estaba tan mal que la vida no me interesaba. Todos veían que estaba mal por fuera, pero nadie podía ver los vacíos y las heridas que había en mi corazón. Todo lo sufría por dentro.
Comenzaron a llevarme a la fuerza a uno y otro médico: clínicos, homeopáticos, diferentes asociaciones, grupos de autoayuda; aun estuve internada en el pabellón de psiquiatría del hospital. Tanto yo como los demás creíamos que estaba volviéndome loca por las conductas que tenía. Aclaro que esto se da cuando la enfermedad llega al extremo; tengamos en cuenta siempre que comienza con el inocente sentimiento de adelgazar «unos kilitos».
Recorrí miles de lugares y nadie me daba la respuesta, empezaba los tratamientos y parecía que ninguno me servía, es que a mí no me importaba curarme… si desaparecía del planeta para mí era mejor.
Factores que contribuyen a la enfermedad
Esta enfermedad se da en todas las edades, pero generalmente en los adolescentes, los que atraviesan esa etapa crítica en donde no saben quiénes son, adónde van; dejan de ser niños para comenzar a involucrarse en el mundo de los adultos, ¡esto aterra!
Falta de modelos
Los adolescentes buscan a alguien con quien identificarse, buscan a quien copiar. Por ejemplo: modelos, deportistas, cantantes. Los que –en la mayoría de los casos– no son un ejemplo digno de imitar. Promueven el sexo libre, las drogas, el alcohol, la violencia, etc.
La cultura
Nuestra cultura impone un ideal de mujer: 90-60-90, que pareciera estar relacionado con la habilidad para triunfar. Es sencillo: «si sos gorda no servís», «no tenés lugar en esta sociedad». Este es el mensaje que nos trasmiten todos los días los medios de comunicación.
El transfondo
Cada uno de nosotros tiene su historia o tal vez su presente bien escondido. Personalmente viví en mi vida cosas muy feas que me marcaron, como desilusiones, engaños, fracasos, situaciones que habían provocado en mi grandes sentimientos de culpa y destruyeron mi autoestima por completo. Es por eso que llegué a odiarme.
La bulimia y la anorexia no son, como la mayoría cree, «una pavada de las jóvenes de ahora que solo quieren estar flacas». Va mucho más allá de eso. El cuerpo y la comida es el medio a través del cual se canaliza todo nuestro mundo interior, aquel que nadie conoce, de la misma manera que en el drogadicto o la persona alcohólica. Diferentes situaciones habían opacado mi vida como niña y como adolescente: la angustia y la tristeza que tenía en mi corazón, y con las cuales crecí, explotáron en un momento.
Sentía vacíos que nada ni nadie podía llenar. Lo intentaba una y otra vez con la comida, pero no resultaba, lo intentaba con el alcohol, con chicos, con baile, etc., etc. Pero nada lograba satisfacerme por completo. Obviamente, le mostraba una sonrisa a todo el mundo. Volvía de bailar, del lugar donde «me había divertido», pero al acostarme en mi cama me encontraba conmigo misma, con mis vacíos de siempre, con mis problemas, con mis angustias, con mi soledad, y todo una y otra vez volvía a aparecer.
Todo era tan artificial, tan irreal… Pero en esos momentos más difíciles y de soledad, cuando ya todo me daba igual, ser feliz o no, la muerte o la vida, cuando nadie me entendía, me encontré con alguien que me amó y se interesó por mi. Él me amó y le dio un sentido a mi vida. En Él encontré lo que por años había estado buscando. Él no solo me sanó de mi enfermedad, sino también de las heridas de mi corazón. Borró todo mi pasado y me dio una vida nueva; ahora ya no «existo», sino que vivo y ¡feliz!
Esa persona se llama Jesús. Él me amó tanto que partió su cuerpo en una cruz por mi. Conocer a Jesús fue y es lo más hermosos que me pasó en la vida. Él está vivo, yo lo comprobé –como mucha otra gente– verdaderamente Él tiene poder para cambiar cualquier situación imposible, ¡es especialista en imposibles!
Jesús tiene poder para sanarte, para sacarte del pozo más hondo, para restaurar tu familia, tu matrimonio, para calmar tu ansiedad y para darte la paz que necesitas. No hay nada que Él no pueda hacer por vos.
Hoy, después de seis años de haber conocido a Jesús, vivo más feliz que nunca. Y no paro de contarles a todos que no todo está perdido, que hay esperanzas, que hay una salida y se llama Jesús.
Silvina Nostas es una lectora del diario La Corriente del Espíritu. Forma parte del ministerio «Rey de Reyes» del Pastor Aníbal Moreira, en la ciudad de Luján, Argentina.