Lucas 7:11-17, Lo normal es la salud y la vida. La enfermedad y la muerte, consecuencias del pecado, es lo anormal. De allí que, aún los milagros más portentosos del Hijo del Hombre a su paso por este mundo, como lo fueron las resurrecciones, lejos de estar en contra de las leyes naturales, tendieron a restablecerlas.
Cual si su voz se alzara en son de protesta contra el reinado de las tinieblas y de la muerte, para responder al anhelo natural y justo de la vida que reclama lo que le pertenece, los tres casos de resurrección que relata el evangelio, fueron personas jóvenes. La hija de Jairo, lo mismo Lázaro, al parecer el hermano menor de aquella familia sin padres, posiblemente joven.
Sigamos los pasos de Jesús, pero hagámoslo, en esta ocasión, para verle obrar de manera especial, frente al joven de nuestro relato y de todos los jóvenes que necesitan de Él y de su poder vivificador.
Y aconteció después, que 21 iba a la ciudad de Naín, e iban con Él muchos de sus discípulos, y gran compañía, y como llegó cerca de la ciudad, he aquí que sacaban fuera un difunto.
¿Y qué? ¿No habían sacado por ese camino, y en la misma dirección, muchos otros? ¿No era ese un episodio vulgar y normal? Sí y no. Lo era desde el punto de vista general y mezquino, pero no lo era por tratarse de un joven y, sobre todo por el encuentro que tuvo lugar con Jesús.
¿Podríamos imaginar dos términos cuya asociación- resulte más chocante que «joven» y ‘difunto»? Joven significa vigor, salud, vida. Sin embargo a, este joven le «sacaban fuera». Incapaz de marchar por sus propios medios, era llevado por otros,
¡Triste emblema de todo joven que, viviendo, está muerto y es llevado por la corriente de los tiempos cual cadáver, sin iniciativa y sin voluntad propias! Llevado por los amigos, por las influencias externas, por las costumbres, por las opiniones ajenas o por la mundanalidad.
Aquel joven era unigénito de su madre, la cual también era viuda; y había con ella grande compañía de la ciudad. Hubiera podido ser motivo de alegría y de utilidad, y sin embargo era motivo de dolor, de pena y de compasión por parte de la multitud de parientes y de amigos que lamentaban su fracaso físico frente a la vida. Una palabra lo resume todo en su trágica lobreguez: ¡muerto!
Y ¿cómo se halla moral y espiritualmente la juventud que vive para el placer, sin ideales, sin virtud, sin entusiasmo, sin fe en Dios y sin esperanza en el mundo? ¡Muerta!
Muerta y llevada fuera, fuera de las actividades nobles, fuera de la vida servicial, fuera de la vida del espíritu, fuera… en dirección al cementerio, a la nada… al fracaso que termina en la tumba del olvido y de la perdición.
Mas he aquí algo imprevisto: aparece la Vida en el camino, Mira el féretro, busca con su mirada a la madre que sufre y como el Señor la vió, compadecióse de ella, y le dice: No llores. Sólo el verla bastó para comprenderlo todo y el crudo realismo de ese hecho fue un llamado imperativo para su corazón amante.
Sus palabras tuvieron más valor que el muy relativo que tienen las nuestras en circunstancias similares. Fueron palabras de consuelo real, pues Él quería y podía quitar la causa de aquellas lágrimas, las más tristes y amargas que ¡maginar pudiéramos: las de una madre viuda que pierde a su hijo único.
Y acercándose, tocó el féretro. Él, que no tuvo a menos comer en la mesa del publicano despreciado por los que se creían justos; Él, que no temió poner su mano sobre el leproso, tampoco temió la contaminación en que, según la ley, se incurría al tocar un féretro.
Su gesto fue tranquilo pero decidido de tal manera que los que lo llevaban, pararon. ¡Detente! -Detente, muerte, larga tu presa!
¡Detente, joven!
¿Por qué marchar hacia la ruina, hacia la negación y hacia la muerte? ¡Detente, joven amigo!; no ves a Jesús delante tuyo con su mano en alto?
¿No sientes el roce imperativo de esa mano amiga? Y no oyes su potente voz: Mancebo, a ti digo, levántate.
Esa fue su misión. Para eso pasé por este valle de sombra de muerte. ¿No dijo Él claramente que sería así, hablando de la vida espiritual? «De cierto, de cierto os digo que el que oye mi palabra y cree al que me ha ¡enviado tiene vida eterna y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida. De cierto os digo: vendrá hora, y ahora es, cuando los muertos; oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán».
También lo dijo el apóstol Pablo, escribiendo a los efesios: «Despiértate tú que duermes, levántate de los muertos y te alumbrará Cristo».
Una nueva actitud, juvenil y vital fue puesta de manifiesto en lo que aconteció de inmediato,
pues se incorporó el que había muerto.
Ah, joven amigo que oyes la voz de Cristo, del amigo que te llama ¿por qué no te incorporas? ¿por qué permaneces allí sentado, tendido a la vera del caminó de la vida? ¡Levántate ahora, decídete! quiérelo y de ti se dirá lo que se dijo del pródigo cuando volvió al hogar: «Muerto era y ha revivido. habíase perdido y es hallado».
Y de la misma manera que el joven de Naín comenzó a hablar, pues aquel fue un milagro real que le trajo la vida con todas sus nuevas oportunidades y posibilidades, y no un fantasma ni fuego fatuo- así tú también comienza a hablar, a hablar de tu nueva vida, a hablar de tu nueva fe, de esa nueva y extraordinaria vitalidad que habrá encendido en tu alma al contacto con Aquél «que da vida a los muertos y llama a las cosas que no son, como a las que son».
Cuánta razón tenía Pablo al exhortar al joven
Timoteo: «Por tanto no te avergüences del testimonio de nuestro Señor… el cual quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio».
Aquella restitución fue completa. Vuelto a la vida por Jesús, éste diólo a su madre, obrando como quien tiene derecho a disponer de él. ¿Acaso no estaba en sus manos aquella nueva vida?
Como resultado, todos glorificaban a Dios, diciendo: Que un gran profeta se ha levantado entre nosotros: y que Dios ha visitado a su pueblo.
Fue aquél el encuentro de dos cortejos: el cortejo de la muerte y el cortejo de la vida.
El cortejo de la muerte salía de la ciudad. Lo encabezaban los llorones y eran seguidos por los músicos que tañían. Luego la desconsolada madre delante del féretro, en que yacía el joven muerto y, finalmente, los parientes y las gentes.
Cortejo de la muerte en Naín, cortejo de la muerte en Capernaum, cortejo de la muerte en Bethania, cortejo de la muerte por doquier como símbolo del gran cortejo de la humanidad, ya que «el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, y la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.
En este colosal desfile marchan también los llorones profesionales, traficantes de la muerte: los traficantes de armas, de las bebidas embriagantes, de la carnalidad y del vicio; siguen los incautos, al son de los címbalos y las flautas de las marchas fúnebres del dolor, de las marchas guerreras del odio o de las marchas mundanas del placer. Muertos que marchan por el camino ancho que lleva a la perdición.
Pero hubo otro cortejo y ese fue el cortejo de la vida. El de la muerte salía de Naín, el de la vida entraba. Se encontraron frente a frente. Encabezaba el cortejo «Él», aquél en quien estaba la vida, que era la luz de los hombres. Aquél a quien el Padre dio que tuviese vida en sí mismo. Detrás iban muchos de sus discípulos, hombres y mujeres que habían sido arrebatados de las garras del pecado y, finalmente, cerraba el desfile una grande compañía,
que, en son de triunfo y rodeada de ambiente de gloria, seguía a Aquél que a su paso levantó a cuanto caído quisiera engrosar aquella sin igual caravana.
Ese cortejo que inició su marcha hace veinte siglos, avanza incesantemente por el camino estrecho que conduce a la vida. Los que lo forman, marchan animados por hosannas y alentados por cánticos de triunfo, aunque no exentos de las lágrimas y de la sangre del sacrificio. Los primeros ya han llegado a destino.
Sus filas, siempre engrosadas, siguen y seguirán hacia adelante hasta que todos lleguen allá donde corre el río de la vida, resplandeciente como cristal, y florece el árbol de vida cuyas hojas serán para sanidad de las naciones; donde no habrá más noche ni necesidad de lumbre de antorcha, ni de lumbre de sol, porque el Señor Dios los alumbrará; donde no habrá más maldición, sino que el trono de Dios y del Cordero estará en ella y sus siervos le servirán. Entonces se cumplirá aquella palabra de fe: «Sorbida es la muerte con victoria: ¿dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?»
¿En cuál cortejo marchamos?