La Gloria del Padre, del Hijo y del Espiritu Santo

La gloria de Dios Padre

(Una continuacion de la Predica: La Salvación para la Gloria de Dios Solamente )

La gloria del amor de Dios es vista desde el mismo momento de Su elección para con nosotros. Por eso dice Dios a Israel en Deuteronomio 7:6-8:
Porque tú eres pueblo santo para el Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha escogido para ser pueblo suyo de entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra. El Señor no puso su amor en vosotros ni os escogió por ser vosotros más numerosos que otro pueblo, pues erais el más pequeño de todos los pueblos; mas porque el Señor os amó y guardó el juramento que hizo a vuestros padres, el Señor os sacó con mano fuerte y os redimió de casa de servidumbre, de la mano de Faraón, rey de Egipto. (Énfasis agregado).

Dios Padre no eligió a Israel como nación para Él por alguna condición inherente en ellos (v. 7), sino simplemente porque Él decidió amarlos y ese amor brotó de Su carácter amoroso y santo. No hubo ninguna otra razón para que esa elección se diera. Y a través del profeta Jeremías el Señor refuerza esta idea y revela algo más: “Con amor eterno te he amado, por eso te he atraído con misericordia” (Jer. 31:3b).

El amor eterno de Dios hacia los suyos ha hecho que el pecador sea atraído hacia Él cuando Dios extiende Su misericordia hacia ese ser humano caído. El hombre no busca a Dios como establece la Palabra, en cambio es atraído hacia Dios por Su misericordia como revela Jeremías 31:3 (ver Juan 6:44), por lo que al final de todo, a la hora de dar gloria al autor de la salvación, solo Él, Dios, debe ser glorificado

La gloria de Dios Hijo

Dios Hijo abandonó Su gloria, tomó forma de siervo, se hizo hombre (Fil. 2:5-8); cumplió la ley de Dios a cabalidad, lo cual el ser humano no podía hacer; fue a la cruz en nuestro lugar (Isa. 53:6,9); por medio de Su muerte tenemos redención de nuestros pecados (Ef. 1:7); murió sin pecado (2 Cor. 5:21) y resucitó al tercer día conquistando la muerte (2 Tim. 1:10; Heb. 2:14) y el pecado (1 Cor. 15:55-57).

Al recibirlo como Señor y Salvador, Él nos otorga Su santidad. Al vivir la vida que Él compró para nosotros (Juan 10:10), es justo y necesario que la gloria sea dada solo a Él.

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