Después de años de fiel obediencia a Dios, Jeremías choca con una pared.
SI DIOS SE LOS HABÍA DICHO UNA VEZ, el hombre se los había dicho un millón de veces: “Arrepiéntase y serán restaurados”. Pero la nación de Israel seguía siendo testaruda como siempre, evadiendo los mandamientos de Dios y menospreciando sus advertencias.
Por su obediencia al Señor, Jeremías había estado predicando el arrepentimiento al pueblo de Judá durante varios años, pero ahora parecía que Dios lo había engañado. Estaba comenzando a darse cuenta de que, a pesar de sus ardientes ruegos, la gente nunca se arrepentiría.
Pero, tenía que seguir predicando, de todas maneras, como el abogado de una causa perdida. “¿Serás para mí como cosa ilusoria, como aguas que no son estables? (Jeremías 15:18), dijo, acusando a Dios.
Elegido para ser un profeta de Dios, aun antes de que le brotaran los dedos en el vientre de su madre, Jeremías había pasado toda su vida de adulto, hasta ese momento, proclamando el juicio venidero de Dios y advirtiendo a Israel de las consecuencias del pecado. Anhelaba el día en que Israel experimentaría una epifanía espiritual en cuanto a la gravedad de sus pecados, para mostrar posteriormente un arrepentimiento sincero.
No obstante, era como si le hablara a una pared. Nadie le hacía caso. Todos lo espantaban como si se tratara de un insecto molesto. Algunos, como los hombres de Anatot, lo amenazaron con algo más que espantarlo (con aplastarlo) si no dejaba de hablar. Todos sus amigos se habían marchado. No había quedado nadie para que le explicara la actitud aparentemente insensible de Dios, excepto Dios mismo.
Personalmente en esa situación tan llena de tensiones, yo habría preguntado: “Señor ¿Qué es lo que te propones?”
Afortunadamente para nosotros, Jeremías quiso conocer el propósito por el cual Dios lo había arrastrado a una vida de soledad y burla. Llevó a Dios su confusión y lo que no entendía, y le pidió una explicación. “Acuérdate de mí”, imploró. “Sabes que por amor de ti sufro afrenta… No me senté en compañía de burladores… Me senté solo… ¿Por qué fue perpetuo mi dolor, y mi herida desahuciada no admitió curación? (Jeremías 15:15, 17, 18).
La oración del profeta revela un corazón frágil, un alma agobiada y una mente perpleja. Él sabía que la rebeldía exigía castigo, como Dios se lo había dicho en numerosas ocasiones. Sin embargo, una cosa es saber del castigo de Dios por teoría; otra cosa es ver a los seres amados afligidos como consecuencia de ese castigo.
Los habitantes de Judá sufrían angustiados por una severa sequía como consecuencia de su rebeldía. Jeremías debió haber visto a las mujeres sacando baldes vacíos de pozos que se habían secado. Cualquier intento de cultivar la tierra habría sido en vano, ya que en ese suelo reseco no crecía ninguna vegetación.
El profeta escribió: “Aun las ciervas, en el campo, abandonan a sus crías por falta de pastos… ya no tienen hierba” (Jeremías 14: 5, 6 NIV).
A diferencia de muchos personajes de la Biblia que pecaron por estupidez o por ambición egoísta, el cuestionamiento de Jeremías al Señor surge de un corazón tierno y de una frustración sincera.
La mezcla de dolor y de desesperado razonamiento que hay en sus palabras son muy familiares para quienes luchamos tratando de entender la manera como Dios obra.
El hombre que había obedecido con tanta fidelidad flaquea por un momento. Había hecho todo lo que el Señor le había pedido, esperando que Judá fuera sanada de su pecado y que volviera a gozar de la benevolencia de Dios.
Pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles; el pueblo escogido estaba condenado al juicio y al sufrimiento. Jeremías estaba a punto de decir: “¡No vale la pena!”
Es la misma batalla perdida que libramos nosotros hoy en día. Lea el Nuevo Testamento, particularmente 2 Timoteo 3, o el libro de Apocalipsis. Cada día que pasa, el mundo se desliza más y más hacia el pecado. Pero un día Dios dirá: “¡Estoy cansado de tenerte compasión!”, y derramará Su ira (Jeremías 15:6 NVI).
¿Qué podemos hacer? ¿Para qué ser obedientes, si todos nuestros esfuerzos fallan?
Tenemos que cambiar la pregunta para entender el problema con nuestro razonamiento y con la queja de Jeremías: ¿Qué pasaría si no obedecemos a Dios?
Sólo necesitamos mirar a Judá para responder a esa pregunta. Ella hizo de la desobediencia un hábito, lo cual le llevó al juicio divino y a una terrible sequía.
Sin embargo, la desobediencia es simplemente la manifestación exterior de un problema que tiene sus raíces dentro de nosotros, un problema tan grande que, en realidad, es difícil de encontrar, y tan universal que sigue impidiéndonos recibir todas las bendiciones que Dios quiere darnos.
Adán y Eva cayeron en esta trampa en el huerto, y esta trampa también mantuvo a la nación de Judá ciega por su pecado.
El verdadero problema es la incredulidad. Cuando Dios no satisface nuestras expectativas equivocadas, nos engañamos a nosotros mismos, creyendo que Él es algo menos de lo que ha probado ser.
La imagen de Dios no es, entonces, confiable; por el contrario, es un dios impotente que no exige reverencia, que no inculca moralidad, y que no juzga rectamente. En nuestra incredulidad, aceptamos conceptos heréticos acerca de Dios, creados por nuestros propios deseos, temores e inseguridades.
El juicio erróneo de Jeremías en cuanto a Dios se muestra en su queja. El profeta no creía que Dios fuera justo, que sabía hacer lo correcto en el momento correcto. Tampoco creía que Dios mantendría Sus promesas, o que protegería a aquellos que Él había decidido guardar.
Por su incredulidad, Jeremías temía por sí mismo y por Judá; se sumió en la frustración causada por sus expectativas y deseos equivocados.
En realidad, sus sentimientos eran tan parecidos a la actitud que llevó a Judá a la apostasía, que Dios respondió con el mismo mensaje. Él le había dado a Jeremías este mensaje para los judíos: “Si te convirtieres, yo te restauraré” (Jeremías 15:19).
Fue un giro irónico. El mismo que había estado diciéndoles a los demás que se arrepintieran, necesitaba ahora arrepentirse.
Cuando la nación de Judá sufrió el castigo, Jeremías, siempre tan obediente hasta ese momento, tropezó en una pequeña fisura que había en su creencia fundamental en Dios. Pero con una tierna amonestación el Señor sella la grieta, restaurando así la fe de Jeremías y reenseñando a su humilde corazón. Con un concepto más claro y más preciso de Dios, Jeremías retoma la confianza, y se convierte en uno de los siervos más obedientes de Dios en la Biblia.
No es fácil someterse incondicionalmente a Dios cuando tanto en el mundo funciona con una mentalidad de dar para recibir. Sin embargo, si nuestra fidelidad a la voluntad de Dios depende del éxito y de las cosas que recibiremos, esa fidelidad flaqueará bajo las presiones de esta cultura.
Nuestra obediencia debe basarse en el conocimiento de que Dios es exactamente quien dice ser Él, no en el deseo de recibir recompensas.
En realidad, Dios no ha estado tratando de engañarnos. Todo lo que Él nos ha dado: la Ley, la razón, las profecías, el Mesías, Su Palabra y el Espíritu Santo, ha sido para que entendamos quién es Él. “Les haré conocer mi mano y mi poder, y sabrán que mi nombre es Jehová”, dice (Jeremías 16:21). Si comenzamos a conocerle como Señor, como verdadero soberano, justo y compasivo, podremos andar confiadamente y sin reservas en Su llamamiento para nosotros.