¿Cuándo fue la última vez que usted escuchó un sermón o entonó un canto sobre la sangre de Jesús? Algunas iglesias hoy encuentran anticuado e incluso horrible el concepto. Incluso, los himnos que mencionan «la sangre» han sido sacados de los himnarios. Pero sin ella, no existe esperanza de una relación con Dios, garantía de salvación, ni confianza de que nuestras oraciones sean escuchadas.
La Biblia nunca evita mencionar la sangre. De hecho, está en toda ella como un hilo rojo, desde Génesis hasta Apocalipsis. Si se eliminan de la Palabra de Dios las referencias a la sangre, lo que queda es un libro de historia y literatura. Todo lo que Dios considera importante, jamás debe ser ignorado.
Levítico 17.11 nos dice que Dios dio la sangre para hacer expiación, porque «la vida de la carne» está en ella. La palabra «expiación», tal como se utiliza en el Antiguo Testamento, significa «cubrir». Por medio del sistema de culto con sacrificios de sangre establecido por el Señor, los pecados de la humanidad eran cubiertos por la sangre de animales inocentes.
La gravedad del pecado se revela por el inmenso costo de la expiación —la pena es la muerte, y debe ser pagada por el culpable, o por un sustituto aceptable. Para cubrir los pecados, los animales que se ofrecían tenían que ser perfectos. Todo sacrificio sobre el altar era un cumplimiento de la pena de muerte exigida por la Ley de Dios
El sistema de sacrificios enseñaba a las personas que el Señor es santo, que las transgresiones deben ser castigadas, y que la expiación por el pecado se lleva a cabo sólo a través del derramamiento de sangre. Este plan era una prefiguración de lo que vendría después. Ya que los sacrificios de animales sólo pueden cubrir el pecado, un «cordero final» era necesario para eliminar toda la iniquidad del hombre.
Un día, estando Juan el Bautista en el río Jordán, «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» entró en la escena de la historia humana (Jn 1.29). El sacrificio perfecto por los pecados había llegado. Él había sido «destinado antes de la fundación del mundo», y vino a la tierra para cumplir el asombroso plan de la redención del Señor con el derramamiento de su sangre preciosa (1 P 1.18-20).
Jesús no era sólo un hombre; era el Hijo de Dios en carne humana. Su nacimiento fue sobrenatural, porque fue concebido por el Espíritu Santo en el vientre de una virgen. Puesto que ningún padre terrenal le transmitió algún pecado, Jesús era el perfecto e inmaculado Hijo de Dios; su vida fue la única sin imperfección, y por eso el único sacrificio adecuado por la culpa de toda la humanidad.
Sin la sangre de Cristo, nadie puede tener una relación con el Padre celestial. Porque Dios es santo, nuestro pecado bloquea cualquier posibilidad de relación con Él. Pero, por su amor, el Señor puso en marcha un proceso de reconciliación. La preciosa sangre de Jesús ofrece todo lo que necesitamos para acercarnos al Padre.
Redención. Redimir significa «rescatar». Jesucristo fue a la cruz con el propósito fundamental de rescatarnos de una vida de esclavitud al pecado. Tal vez usted se considera una persona muy buena, y que no es esclava del pecado. Pero no importa lo virtuosa que pueda parecer una persona, todo ser humano tiene una naturaleza pecadora (Ro 3.23).
Para hacernos libres había que pagar un precio. Pero ¿a quién? Jesús no lo pagó al diablo; pagó el precio que Dios exigía para satisfacer su justicia santa. Según Ezequiel 18.20, «el alma que pecare, esa morirá». El costo de nuestra redención fue la sangre preciosa del perfecto Hijo de Dios, y Él hizo este sacrificio en nuestro lugar. Por cuanto el Padre aceptó el pago que Cristo hizo, hemos sido libertados de la esclavitud del pecado, y recibido el poder del Espíritu Santo que nos permite vivir en la libertad de la obediencia al Padre.
Perdón. La mayoría de las personas tiene la idea de que el Señor las perdonará con sólo pedírselo. Lo que no entienden es que la base de su perdón no es su petición, sino el pago que Cristo hizo de su deuda. El Señor no puede perdonar el mal simplemente porque alguien se lo pida. Su santidad no le permite pasar por alto el pecado; tiene que ser castigado. Su justicia no le permite perdonar las transgresiones sin un pago.
Sólo por la muerte vicaria del perfecto Hijo de Dios, tiene el Padre una base legítima para poder perdonar a cualquiera que venga a Él con fe y arrepentimiento (Ef 1.7). No hay nada que podamos hacer para ganarnos su perdón. El perdón sólo se logra cuando la sangre de Cristo se aplica a nuestras vidas. Porque no podíamos pagar nuestra deuda de pecado, Jesús la pagó por nosotros. Sin su mediación, no tenemos ninguna esperanza de perdón.
Justificación. La ira justa de Dios caerá sobre la humanidad pecadora (Ro 5.8-10), pero quienes son justificados por la sangre de Cristo serán salvos de ese terrible castigo. La justificación significa que el Padre acepta la muerte de su Hijo como el pago total por nuestro pecado (Ro 3.23-26). Jesús es un sustituto satisfactorio, porque Él es el Cordero de Dios sin pecado.
Además, somos declarados justos a los ojos del Señor. Piense en la justificación como una transacción legal en la que Cristo puso todas nuestras iniquidades en su cuenta, y luego la pagó en su totalidad. Después tomó el registro contable de su vida perfecta y lo transfirió a nuestra cuenta. Ahora, cuando Dios nos mira, todo lo que ve es la perfección de Cristo. Ya no somos culpables, sino declarados legalmente justos, aunque no siempre actuemos como tales.
¡Qué privilegio tan maravilloso es ser justos a los ojos del Señor! Ahora bien, eso no significa que los creyentes pueden hacer todo lo que quieran. Recordemos esto: «Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6.20). Somos hijos de Dios, pero si comenzamos a actuar como hijos del diablo, nuestro amoroso Padre celestial hará uso de la disciplina para hacernos entrar de nuevo en razón. El regalo de la justificación debe motivarnos a vivir una vida que refleje nuestra condición libre de culpa delante de Dios.
Reconciliación. Cuando una relación caracterizada por la separación y la hostilidad se convierte en una relación de aceptación y restauración, ese cambio se conoce como «reconciliación». En el momento que Adán y Eva desobedecieron al Señor, la relación entre Dios y la humanidad fue rota, pero el Padre tomó la iniciativa de ofrecer restauración mediante su Hijo.
Por medio de la sangre de su cruz, Cristo hizo posible la reconciliación, al hacer la paz entre Dios y el hombre. Además de eso, Él nos presenta libres de culpa delante del Padre (Col 1.19-22). Todas las barreras han sido quitadas, y todo creyente tiene la posibilidad de gozar de una relación personal con el Señor.
Santificación. En el momento de la salvación, Cristo le santificó a usted con su sangre (He 13.12) al aplicarla a su vida. Esto significa que fue apartado como un hijo de Dios para vivir para Él a partir de ese momento. Usted fue salvado, redimido, justificado, reconciliado y santificado.
La santificación es el proceso por el cual el Señor está transformando continuamente a sus hijos a la imagen de Jesucristo, a medida que crecemos en santidad, obediencia y conocimiento. La salvación no es el punto final sino el comienzo de los propósitos de Dios para los creyentes. Su objetivo es renovar todos los aspectos de nuestra vida para que podamos llegar a ser sus siervos, y embajadores en un mundo perdido.
Este proceso continuará por toda la vida, porque el Espíritu Santo vive en cada creyente, guiando y fortaleciendo a cada uno de ellos para que sigan adelante. Él nunca nos abandonará; hay siempre un paso más que dar en nuestro avance hacia la semejanza de Cristo y del servicio productivo para el Señor.
Acceso a Dios. Hebreos 10.19-22 nos dice que podemos entrar confiadamente en el Lugar Santísimo por la sangre de Cristo. En el Antiguo Testamento, era el recinto íntimo del tabernáculo o del templo, donde moraba Dios sobre el arca del testimonio. El sumo sacerdote era el único que podía entrar en este lugar tan sagrado, y sólo podía hacerlo una vez al año para hacer expiación por sí mismo y por la nación. Después de una cuidadosa preparación con una liturgia sagrada, entraba con la sangre de un animal para rociarla sobre el propiciatorio.
Hoy día, la única razón por la que los cristianos pueden acercarse a Dios es porque, espiritualmente hablando, están cubiertos por la sangre de Jesús. Cuando Jesús ofreció su vida como un sacrificio por los pecados del mundo, el velo del templo —que separaba a Dios del pueblo— se rasgó en dos, de arriba abajo. Este hecho sobrenatural significaba la aceptación del Padre del sacrificio de Cristo, que abrió el camino a su presencia.
Puesto que nosotros nunca participamos en el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento, solemos dar como cosa natural nuestro acceso al Señor. Ahora no hay necesidad de sacrificar un cordero cuando queremos acercarnos a Dios. Cada vez que entramos en la sala del trono del Padre en oración, es como si Jesucristo nos mirara y dijera: «Aquí está uno de los nuestros. La sangre ha sido aplicada».
Quienes no han aceptado ser cubiertos por la sangre de Cristo, no tienen ninguna seguridad de que Dios escuchará sus oraciones. Pero el Señor promete escuchar y responder las oraciones de sus hijos, quizás no exactamente de la manera que ellos esperan, pero siempre de acuerdo con su sabia y tierna voluntad.
Limpieza diaria. Como creyentes, somos declarados justos en el momento de la salvación, pero no somos perfectos en la práctica. Aunque hemos sido perdonados por todos los pecados pasados, presentes y futuros, aún tenemos necesidad de limpieza continua por la sangre de Cristo para mantener abiertas nuestras «líneas de comunicación» con el Señor. El pecado bloquea nuestros oídos, impidiéndonos escuchar su voz, y nos priva del poder para vivir como debemos hacerlo. Pero cada vez que venimos a Dios, y confesamos nuestros pecados, Él siempre nos perdona (1 Jn 1.7-9).
La sangre de Jesús es preciosa, porque Él es el único que pudo pagar el castigo por el pecado del hombre y satisfacer la justicia divina. Si Él no hubiera aceptado venir a la tierra a morir en nuestro lugar, toda la humanidad habría quedado separada para siempre de Dios. El Señor Jesús es nuestro abogado ante el Padre.
Está como un abogado entre nosotros y el Juez, y obra a nuestro favor. Cuando el pecado se yergue para condenar, Cristo se levanta, y dice: «¡Es inocente! Éste está cubierto por mi sangre, y está justificado».
Tomado de Miniterios En Contacto
Pastor Charles F. Stanley