Por Alberto Barrientos. Pregunté una vez a un político que ha tenido destacados puestos nacionales e internacionales, viejo amigo, por qué los políticos se afanan tanto por entrar al mundo del poder. Me respondió: «porque una vez que llegás allá arriba, podés tener lo que querás.» Se dice que «el poder es difícil de definir pero fácil de reconocer». Uno de los padres de la sociología dice que «el poder es la posibilidad de imponer la voluntad de uno sobre la conducta de las personas».
En general, los expertos en este campo concuerdan en que el poder es «la capacidad de ejercer influencia», y que esta se puede ejercer en forma directa o indirecta, de modo que produzca un cambio de comportamiento o actitud en otra persona o grupo.
Dice la Biblia que «Nimrod llegó a ser el primer poderoso en la tierra». Edificó varias ciudades, lo cual significa que tenía gran influencia sobre las personas para que lo siguieran e hicieran lo que él se proponía. El rey Uzías «hizo lo recto» por un tiempo. Pero «cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová» (2 Cró 26.16). Samuel advirtió al pueblo cómo se comportarían los reyes que ellos deseaban que los gobernaran, ejemplificando lo que es el poder en la esfera política (I Sa 8.1–18).
La Biblia dice asimismo que Jesús fue «poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo»; que empleó su poder para andar «haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo». Dice también que, ante Satanás, rechazó el empleo del poder político; y enseñó a sus discípulos que su labor en el mundo iba por otra vía, por lo cual recibirían poder del Espíritu, predicarían la Palabra y harían señales para bien de las personas así como para confirmar la existencia de Dios y de su reino (Gn 10.8; Lc 24.19; Mat 4.8–11; Hch 10.38; 1.8; Mr 16.20).
El empleo del poder es evidente en la obra de Dios. Esto no podemos negarlo, y mucho menos ignorarlo, por lo que es urgente comprender que hay un empleo legítimo y correcto del mismo, y otro ilegítimo e incorrecto. Además, nosotros, los que servimos a Dios debemos estar muy conscientes cada día en cuál de los dos terrenos nos estamos moviendo, así como también hemos de discernir las fronteras que separan al uno del otro.
El ejercicio del poder: formas y posición
Ejercemos poder en las personas por medio de la predicación y la enseñanza por cuanto influimos en sus pensamientos y conducta. Lo hacemos también al presidir una congregación, o una reunión masiva. Quien toma una decisión, sea pastor, supervisor, obispo, miembro de un consistorio, concilio, o junta local, está usando poder. Pero también cuando actuamos como consejeros, influimos en las personas. Hoy se afirma que quien tiene la información tiene el poder. Cuando oramos en público la gente nos ve como personas que tienen un acceso especial a Dios, especialmente en las culturas muy religiosas como la iberoamericana, lo que permite ejercer influencia sobre ella. El pastor desarrolla muchos campos de relaciones no solo dentro de la congregación, sino en la comunidad, en su denominación, entre pastores. Todo ello le permite influir en modo más amplio. Y cuanto más pasa el tiempo, y el nombre del pastor es más conocido, aumentan sus posibilidades de influencia. Todo lo mencionado, y algo más, es sencilla y concretamente, poder, ya sea meramente humano y social o lo que llamamos poder del Espíritu.
Pero hay otra cara del tema que es la sicológica y espiritual. Es la que no se ve a simple vista. Es lo que se va formando y haciendo nido en la mente, corazón y voluntad de los que ejercen alguna forma de poder o autoridad. El poder tiene su encanto para muchos. Se llega a arraigar profundamente en el ser, de modo que el que empieza a «ascender» o ampliar su radio de acción, no sólo rehusa descender, sino que desea escalar más y permanecer en aquella altura. Es así que en el alma del que sirve a Dios se puede crear un verdadero «vicio del poder». Y en esto no hay diferencia entre europeos, orientales, africanos o indígenas ni entre políticos, pastores o shamanes. Esto explica, en parte, por qué algunos pastores y líderes de iglesias, cuando pierden su puesto, abandonan la congregación o se dedican a crear problemas, pues piensan que si no están en posición de dominio, ya no pueden servir. Sin embargo, esta es una actitud totalmente equivocada. También explica por qué algunos crean o emplean toda clase de medios, tretas, mañas, amenazas y manipulaciones para permanecer en su posición. Los políticos son expertos en esto, y afirman que «lo único inmoral que hay es perder». Lamentablemente el campo religioso a veces anda parecido.
Jugando con las terminologías modernas, podríamos hablar del «síndrome» o «complejo» de Diótrefes, «al cual le gusta tener el primer lugar … no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohibe, y los expulsa de la iglesia» (3 Jn 9–10). Se trata de personas que desarrollan una pasión por el dominio, tanto de personas como de instituciones, para fines ilegítimos e incorrectos. Incluso se disfraza como autoridad pastoral o ministerial. Pablo el Apóstol ejemplificó esto con los casos de «aquellos grandes apóstoles», que son falsos, porque además de predicar otro evangelio, esclavizan, devoran, toman lo ajeno, se enaltecen, y aún dan de bofetadas a los hermanos. Y lo más sorprendente es que muchos creyentes los oyen, los toleran y los siguen (2 Cor 11.4, 5,13–15, 20). ¡Así puede ser de maligno el poder religioso!
Conociendo todas estas realidades humanas, fue que nuestro Maestro y Señor Jesús habló a sus discípulos clara y duramente al tratar los temas de la limosna, las oraciones públicas, el ayuno, el deseo de sobresalir en la sociedad y buscar poder al estilo del mundo, e igualmente dio una furiosa reprimenda a los religiosos escribas y fariseos
(Mat 6.1–18; 20.20–28; 23.1–36).
Todos los que servimos en la obra de Dios, debemos leer a menudo estos pasajes bíblicos, no para predicarlos primeramente, sino para que Dios
examine nuestra mente y conciencia (Sal. 139.23, 24). Es que, muchas veces, nosotros, los que nos llamamos ministros de Dios, casi sin darnos cuenta, vamos sustituyendo el poder verdadero, que podemos y debemos emplear, por las formas mundanas de poder. De este tema hablaremos más adelante en las recomendaciones para el ejercicio del poder.
El poder y la soberbia u orgullo, caben juntos en cualquier corazón. Satanás vivió esto. Muchos reyes de Israel y Judá fueron traicionados por dicho sentimiento. Herodes se ensoberbeció porque el pueblo clamaba: «!Voz de Dios y no de hombre!» (Hch 12.20–23). Muchos predicadores hoy día se enloquecen con aplausos y gritos cuando suben al púlpito, y fomentan esto intencionadamente porque ello añade la sensación de poder y a la vez es signo de poder. Los intérpretes de la Biblia concuerdan en que la raíz del pecado es el orgullo. Y si el ejercicio del poder provoca la soberbia, infla el ego, susurra que no hay límites para el hombre y que podemos atrevernos a soñar en grande sin siquiera preguntarnos para qué, entonces su posesión y empleo deben caer bajo el cuidadoso y continuo examen del Señor. Sabemos de las caídas de conocidos teleevangelistas de Estados Unidos y de pastores iberoamericanos fascinados con sueños de posibilidades ilimitadas, lo que confirma que «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu» (Pr 16.18). Así que, ya sabemos que no sólo en el mundo político, sino también en la obra de Dios, «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente».
La Nueva Era y las filosofías orientales, enseñan hoy que podemos llegar a ser «dioses». El énfasis en el mundo empresarial es lanzarse a lo grande y poderoso. La sicología clasifica a la gente entre ganadores y perdedores para incitarnos a lo primero. Hasta hace poco los políticos mundiales insistían en que el desarrollo no tenía límites. La ciencia espacial apunta a lo que antes parecía inmenso e inalcanzable, y lo está logrando. Así también la biología ha empezado a dominar lo infinitamente pequeño, al punto de asumir algunas funciones que sólo a Dios le corresponden. Todo en la actualidad provoca al orgullo, al uso y acrecentamiento del poder humano en todas las esferas. Debemos estar muy conscientes de esto y ser cuidadosos y honestos.
En la obra de Dios hay voces y ejemplos que están tentando a los obreros al empleo casi irrestricto del poder. Un ejemplo lo es el sueño actual de las megaiglesias, sin límites de nada. Para lograr este sueño hay que ser un líder autocrático, independiente, solitario, y sin tener que rendirle cuentas a nadie. Piensan muchos pastores de estas megaiglesias que son los ungidos, que han descubierto la bomba atómica mientras que los otros siguen jugando con pistolitas de agua. Algunos se apoyan en las teorías del iglecrecimiento, o legitiman todo diciendo que la iglesia es una teocracia. Pero resulta que quien manda, no es Dios, sino el pastor quien se arroga el poder, la palabra y la autoridad de Arriba. El poder del Espíritu Santo también cae bajo el poder humano pues se le manipula en diferentes modos como cuando se pretende ponerle horas fijas y precio a los milagros que el Señor sólo regala por la fe. Muchos cultos religiosos hoy caen bajo una visible e indudable manipulación. También en instituciones e iglesias pequeñas se dan muchas formas del mal ejercicio del poder.
Recomendaciones para el ejercicio del poder
El poder es real y es un recurso en la misma obra del Señor. Pero tenemos que diferenciar entre el modo como el mundo lo ve y lo usa, y como Dios quiere que lo veamos y usemos. Ante esta realidad es conveniente que como pastores, líderes e hijos de Dios reflexionemos sobre las siguientes recomendaciones:
Debemos ejercer el poder de acuerdo al modelo de Dios
Reconozcamos que el poder procede y en última instancia pertenece a nuestro Dios, no a nosotros. Reconozcamos también que él siempre lo ha empleado para hacer lo bueno: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí era bueno en gran manera…» (Gn 1.31), y que aún cuando el Señor ha empleado su poder para lo que nos parece «mal», como los juicios a las personas y a las naciones, o las reprensiones a sus mismos hijos, sin embargo ha sido siempre un empleo del poder basado en su perfecta justicia y amplia misericordia, por lo cual, nosotros en cualquier instancia que usemos poder, debemos hacerlo dentro del mismo marco. Si Dios nos aumenta el campo de influencia, usémoslo sólo para hacer el bien.
Reconozcamos que somos propensos a usar mal el poder
En el plano humano, el poder puede emplearse para hacer bien o para hacer mal. La naturaleza nuestra es terreno de orgullo, egoísmo, dominio sobre los demás y deseo de usurpar el lugar de Dios. No sólo el Papa en Roma, los ayatolas musulmanes y otros religiosos lo hacen, sino que pastores, evangelistas, ancianos y diáconos de congregaciones, los que se autodenominan apóstoles y profetas, todos podemos caer en lo mismo, por lo cual debemos examinar toda acción nuestra en el plano de la influencia a las personas o grupos para ver qué es lo que realmente esconde. Por más unción que hayamos recibido, nuestra actitud y oración diaria debe ser: «¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión» (Sal 19.12–13). Cuando «visualicemos» o proyectemos algo, sea pequeño, grande, o diferente, o cuando busquemos un puesto, preguntémonos delante del Señor primero: ¿por qué quiero hacer esto?, ¿cuál es la íntima motivación que tengo? El rey David, tentado tanto por el diablo como por su afán de poder, mandó a contar los soldados que tenía. Parecía lógico y normal para un estadista. Y aunque fue advertido del error por sus lugartenientes, impuso su poder. Aquello desagradó a Dios y trajo gran dolor al pueblo y a David (2 Sa 24; 1 Cr 21).
Es imperativo que limitemos nuestra propia autoridad y poder
El poder que nos es dado por una institución, lo que se llama propiamente autoridad, debe ser empleado exclusivamente dentro de los límites establecidos. Para ello hay que conocer bien los estatutos, los reglamentos, los procedimientos, y actuar dentro de ellos. Por otro lado, cuando uno ha creado una instancia de poder, por ejemplo si funda una congregación, o un ministerio que lleva su nombre como Ministerio Fulano de Tal, debe establecer clara y correctamente fines, funciones, principios doctrinales y una estructura legal que no esté conformada por su familia. Debe estar más bien constituida por personas independientes a las cuales debe responder por sus actos, finanzas y bienes, y que tengan poder sobre usted.
Un experto dice que «cuando el poder no tiene el contrapeso de la responsabilidad, es decir, del rendir cuentas a otros, se convierte en tiranía». Y «cuando hay dinero de por medio, siempre sale a relucir la codicia».
El poder es para hacer (servir) no para acaparar
El poder es para hacer. Toda acción que emprendamos y toda influencia que tengamos, debe realizarse para edificar el cuerpo de Cristo de acuerdo a la ética del Reino de Dios. Nuestro accionar en una sencilla comisión de iglesia local, en una junta directiva nacional o denominacional, o en cualquier estructura semejante, debe darse con absoluta responsabilidad, valga decir, reconociendo el señorío de Jesús, siendo fiel a los estatutos, participando constructivamente en cada cosa, buscando el logro de los objetivos y cumpliendo con toda tarea. No conviene al siervo de Dios ampliar las esferas de poder desmedidamente. Por esto se recomienda: «evite ser codicioso. Tome solamente lo que deba y pueda desplegar adecuadamente». Por ejemplo, en la predicación y la enseñanza, uno debe prepararse debidamente, con mucha oración, seriedad y dependencia del Señor en la presentación.
El Apóstol Pablo insiste en no emplear las «palabras persuasivas de humana sabiduría»; nos recuerda el peligro de la «retórica sagrada», de la manipulación sicológica en la comunicación, y de la consiguiente sustitución de la Palabra de Dios por las filosofías y sabiduría humanas que hacen vana la cruz de Jesús. Por el contrario, debemos depender de la sencillez y veracidad de la Palabra, del poder del Espíritu Santo y de la influencia de una vida íntegra y dedicada al servicio del Señor, de la iglesia y de toda persona (1 Co 2.4; 1.17; 11.1).
En la ministración a los enfermos y en la liberación a los endemoniados, es claro que quien hace la obra es Dios y no nosotros. Evitemos el espectáculo, el «show», propios de la religiosidad que gusta tanto a unos y otros, pero que para el Señor puede ser mera hipocresía. Dediquemos más tiempo a la ministración en privado, y a la oración donde sólo el Señor nos ve (Mt 6.1–8; 23.5–8, 14).
Cuide el uso del poder en la consejería
Merece un párrafo aparte lo que hoy ha pasado a primer plano: la llamada sanidad interior, ministerio de liberación, consejería y afines. Estas sonoportunidades de influencia, o sea de una forma de ejercicio del poder. Muchos, por ignorancia, incapacidad, descuido, o mala intención, han traspasado los límites, usan de falsas profecías, manipulan a las personas, crean falsos sentimientos de culpa. También llevan a la irresponsabilidad y temor cuando hacen creer que la culpa del estado presente del aconsejado la tienen generaciones anteriores, y así caen en cuestiones muy ajenas al sentido del perdón y verdadera liberación que proceden de la gloriosa obra de Jesús en el Calvario. Al meterse en estos extraños laberintos, muchos ya han cometido graves faltas morales, por lo que los pastores, especialmente, deben tomar claras medidas preventivas no sólo en lo que a ellos respecta, sino con los hermanos que dicen tener este ministerio.
Por la senda del Maestro
Jesús trazó el camino verdadero. En vez de buscar poder para mandar o para exaltarnos, somos llamados a servir. Así de sencillo. Servir al Señor. Servir a nuestro prójimo, sea o no creyente como nosotros. Servir donde nos encontremos y en toda circunstancia. Servir en amor. La Palabra llama a esto ser «llenos» o «celosos» de buenas obras y de «frutos de justicia» (Tit 2.7, 14; 3.8, 14; Fil 1.11). Nuestro estudio de la Palabra a lo primero que debe conducirnos no es a exhibir títulos teológicos sino a estar «enteramente
preparados para toda buena obra» (2 Ti 3.15–17). Es que el Señor ha trazado esta vía para que andemos en ella y vivamos atendiendo a las necesidades de las personas a quienes él ama y a quienes quiere derramar su gracia por medio nuestro (Ef 2.9–10). Cuando así se vive, tanto la vida cristiana, como el ministerio, y la experiencia, son inmensamente gratos. El afán por el poder y la grandeza ministerial, conduce entre otras cosas, al conflicto, a la guerra, al estrés y al autoengaño.
Jesús anduvo por las calles, por las plazas y por las casas. Estuvo en
contacto abierto con todas las personas. Así servía a todos, sanándolos, dándoles la Palabra y mostrándoles un estilo de vida diferente. No exhibió los signos externos de poder que hoy les gusta mostrar a muchos. Curiosamente,
parece que sólo dos veces anduvo en un vehículo de su época, un burro: recién nacido, y en su entrada triunfal a Jerusalén. Lo demás lo hacía al mismo nivel de toda la gente, a pie, de modo que no había barreras entre él y las personas. Esta actitud le brindó la inigualable oportunidad de llegar a todos con el amor de Dios. Por esto pudo enseñar: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat 11.29). Este es el supremo ejemplo que la Iglesia y sus líderes hoy debemos
rescatar. Los apóstoles emplearon el poder del Espíritu Santo, el poder de la Palabra, el poder de la sangre de Jesucristo, el poder del triunfo de Jesús sobre las potestades demoníacas, el poder de la oración y el poder de vida y su testimonio. Con ello fueron más que vencedores. Este es el verdadero poder que el mundo necesita, y que los líderes y la Iglesia de hoy y de siempre, deben emplear. ap
El autor ha sido pastor, evangelista y asesor en América Latina durante cuarenta y ocho años.Vivió en Perú, Colombia, Ecuador, Paraguay e Inglaterra y actualmente radica con su esposa, Teresa Sibaja, en Costa Rica. Ha escrito trece libros y colaboró en cuatro más. Es cofundador de INDEF y estuvo vinculado con este ministerio por veintisiete años. También ha sido miembro de LAM por treinta y seis años.
Ideas básicas de este artículo
• El poder y la forma como se emplea es una realidad en la obra de Dios.
• Al estar en posiciones de autoridad, podemos ser tentados y seducidos por el uso y los privilegios que da el poder.
• Debemos ejercer el poder de acuerdo con el modelo de Dios: para hacer el bien y lo que a Él le agrada.
• Somos propensos a usar mal el poder, por tanto, debemos evaluarnos permanentemente sobre nuestras motivaciones al ejercerlo.
• Debemos limitar nuestra esfera de poder.
• Jesús es y debe seguir siendo nuestro modelo en el ejercicio del poder: utilizar el poder para servir, no para impresionar o sobresalir.
Preguntas para pensar y dialogar
1. ¿Cuál es el modelo de uso del poder que tiene el mundo y cómo se ha infiltrado en la iglesia?
2. ¿Cómo estoy utilizando el poder y la influencia que tengo?
3. ¿Con qué objetivos estoy utilizando el poder y la influencia?
4. ¿En beneficio de quién o de qué estoy utilizando el poder?
5. ¿Estoy abusando de otros gracias a mi posición e influencia?
6. En la estructura de poder del ministerio u organización en laque sirvo ¿tengo a alguien o a un equipo a quién rendirle cuentas, o tengo una autoridad ilimitada?
7. ¿Cree conveniente que autolimitemos nuestro poder de decisión e influencia? ¿Porqué?
8. ¿Cuál fue el propósito y modelo de Jesús en el ejercicio del poder?
9. ¿Cómo se diferencia su modelo del modo en que muchos ejercen el poder en nuestros días (dentro y fuera de la iglesia)?
10. ¿Cuáles son las tendencias y tentaciones actuales que tenemos en el uso del poder?
11. ¿Cuánto defiende (valga decir, cuánto está atado) a su posición de poder?
12. En su iglesia y/o ministerio ¿cómo se distribuye el poder y cómo se usa?
13. ¿Qué cambios positivos piensa que se podrían hacer en su organización o ministerio para darle un uso honesto al poder y acorde con el Reino de Dios?