Lucas 17:11-19
Leprosos! ¡Inmundos!
En los anales del dolor humano ninguna enfermedad está, quizá rodeada de una más obscura atmósfera de trágicos sentimientos como la lepra. ¡Inmundos! Era éste el grito impuesto a los habitantes del mundo de los leprosos para proteger a los habitantes del mundo de los sanos y felices.
Tenla por objeto evitar a éstos un peligro, grande sin duda, pero exagerado a través de los tiempos por la superstición y el temor, cuando no por la falta de amor y benevolencia.
Lepra: símbolo de desgracia larga, inmensamente larga; símbolo de dolor, de dolor físico, de agotamiento, de procesos febriles, de desgarramiento de carnes, mas también símbolo de los desgarramientos morales provocados por el desamparo y la soledad, hermanas gemelas de la desilusión.
Las prescripciones legales eran tremendamente severas e inclementes, pues mandaban el aislamiento, y podríamos decir la expulsión, de los enfermos de la comunidad. Era una defensa social inevitable en aquellos tiempos contra un mal físico para cuya eliminación nada podía el humano esfuerzo.
Pero, a ello se agregaba, sin duda, la incomprensión que atribuía a los leprosos – como por desgracia suele acontecer todavía- sentimientos indignos respecto a los demás. Esa idea llevaba al odio, no sólo de la lepra sino también del leproso, que era mirado más como un maldito que como un enfermo. Al temor egoísta y a la repugnancia que el mal provocaba, se unía la desconsideración y el menosprecio.
Estas circunstancias realzan el valor de la actitud de Jesús cuando pasaba por medio de Samaria y Galilea y se encontraba con algunos que padecían este mal. Como en todos los actos de su vida, la ley de clemencia estuvo en sus labios para con aquellos que así sufrían. Sigamos sus paso y veámoslo:
Entrando en una aldea viniéronle al encuentro diez hombres leprosos. ¿Qué otra palabra se necesitaba para describir su desgracia? Ninguna. Eran leprosos: cuerpos arruinados, hogares deshechos, ideales tronchados: ¡desdichados!
Es corriente comparar la lepra con el pecado y, sin duda, la similitud no es exagerada, si se aclaran dos cosas: primero, que el pecado es peor que la lepra y segundo, que el pecador es responsable moralmente de su mal, en tanto que no lo es quizá, casi nunca, el leproso.
¡Pecado! Mal que tiene sus raíces en lo más íntimo del ser, que hace sufrir, que aleja al hombre de Dios, que destruye los hogares, arruina las vidas y pierde las almas. Síntesis de todo lo malo, doloroso y feo que hay en el mundo. El conjunto de todas las enfermedades posibles y no sólo de la lepra, con sus dolores y cuitas, sería la representación más exacta del pecado.
Pero, quedémonos con el relato evangélico. Nuestros leprosos se pararon lejos. Los que atribuyen a estos enfermos ideas malignas, dirán que sólo el temor a ser apedreados los detuvo a aquella distancia. Pudiera ser. Mas, ¿por qué no ver en ella una actitud humilde, de prudente cuidado hacia los que estaban sanos, sentimiento delicado que existe entre los que padecen ese mal? Por otra parte ¿qué derecho a protestar tendrían los sanos de que un leproso reaccionara, en su dolor y turbación, hacia los malos sentimientos cuando era tratado de manera tan inhumana?
Eran diez hombres unidos por una desgracia común. Por lo menos uno de ellos era samaritano y, aunque «los judíos no se trataban con los samaritanos», el dolor, como tantas veces, cumplió su ministerio unificador de los hombres.
Al ver pasar a Jesús por el camino alzaron su voz para llamar su atención desde donde estaban, diciendo: Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros. Esos hombres no quisieron sucumbir con el peso de su mal a cuestas, no se conformaron con su situación, creían aun en la felicidad posible, presintieron la salud y, aguijoneados por estos sentimientos, buscaron, clamaron, esperaron…
Así sucede con todo hombre sincero que hoy, como siempre, sufre por el pecado; un presentimiento le habla de una dicha desconocida y alcanzable. Y quien así lo siente no se equivoca, como no se equivocaron los diez leprosos. El hombre no está hecho para sufrir ni para perderse. Hay paz y salvación. Hay un remedio. Pero, como en el caso de los leprosos, ese remedio está sólo en Jesús.
Fueron a Jesús cuando no habla otro recurso; nada podía hacer entonces la ciencia sino aislarlos; nada podían hacer los parientes y amigos más que alimentarlos, si se acordaban de ello; nada podía hacer por ellos la religión más que consolarlos, y eso si había algún escriba o sacerdote que no pasara de largo por el camino. Jesús era la única esperanza, ¿no había Él curado otro leproso?
Necesitamos, también, para nuestros males espirituales no de los sinapismos y remedios superficiales sino del único remedio efectivo y duradero que el Cristo puede brindarnos.
La respuesta no se hizo esperar: como los vio, en el primer momento, sin ninguna vacilación se interesó por ellos, y les dijo: Id mostraos a los sacerdotes. Eran éstos, en Israel, los encargados de dictaminar el estado de salud o de enfermedad en caso de lepra. Al enviarles a ellos, Jesús, lo hizo para que fuesen reconocidos como sanos y pudieran regresar a sus hogares.
No obró Él siempre de la misma manera. Cuando otro leproso se le acercó rogándole «si quieres puedes limpiarme», el Maestro extendió su mano y le tocó diciéndole: «quiero, sé limpio». Le «tocó». ¿Nos damos cuenta qué significaba eso para aquellos días y aun para los nuestros? En el caso presente Jesús ejercita la fe de aquellos hombres, pues debían creer su palabra y dirigirse hacia el templo a pesar de estar aun enfermos.
El milagro se realizó: Y aconteció que yendo ellos, fueron limpios. Clamaron por misericordia y la hallaron abundante.
Si la comparación es exacta en cuanto al mal, no deja de serlo en cuanto al remedio, pues la realidad del perdón y del poder purificador es tan cierta en un caso como en el otro: «La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado».
Sólo conocemos la experiencia posterior de uno de los diez. Entonces, uno de ellos, como se vio que estaba limpio, volvió glorificando a Dios a gran voz. ¡Qué cambio estupendo se produjo en él; qué reacción extraordinaria; qué sensación nueva de bienestar invadió su cuerpo; qué vitalidad extraña renovó sus energías! ¡Y qué gozo incontenible llenó su corazón! La certidumbre de aquel hombre, que pudo notar que estaba limpio, que pudo palpar sus carnes y verlas renovadas, es semejante a la certidumbre del que espiritualmente es perdonado y purificado. El testimonio interno del Espíritu, el poder regenerador de la gracia, llena nuestra alma de una inconmovible certidumbre que hace que podamos decir que «conocemos que estamos en Él y Él en nosotros, en que nos ha dado su Espíritu». Él que ha sido perdonado siente el perdón y se goza en él.
Ese hombre volvió a Jesús y derribándose sobre su rostro, a sus pies, dábale gracias. Muchos otros asumieron esa actitud frente al Cristo. Se postró a sus pies la mujer cananea rogando por la migajas del banquete de la gracia para su hija gravemente atormentada; se postró a sus pies la mujer pecadora que buscaba el perdón. Todos éstos, afligidos y necesitados, pidieron clemencia, pero el leproso se postró «dándole gracias»
Es más fácil acordarse de ir a Jesús en la necesidad para pedir, que ir después de haber sido bendecido para agradecer. ¿Dónde estaban los otro nueve? Junto a todos los desagradecidos: disfrutando los bienes recibidos y olvidándose de quien los benefició. Aquel extranjero, semi pagano, recibió una mayor bendición que sus compañeros de dolor, debido a su agradecimiento, pues solamente, él pudo oír al Maestro decirle: Levántate, vete. Vete a los tuyos, vete a ser feliz, vete a ser útil, vete a vivir de nuevo la vida, tu fe te ha salvado.
Quédenos la pregunta de Jesús con respecto a los otros nueve, como una prevención en contra de la ingratitud: ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?