Efesios 1:17-23 y Hechos 1:6-11.
Señor, te fuiste…,
lejos de nosotros,
lejos de nuestras necesidades,
lejos de nuestras preocupaciones,
lejos de nuestra vida.
Nos dejaste solos,
abandonados a nuestra suerte.
Apenas nos habíamos acostumbrado
a verte vivo, resucitado,
y ya te fuiste…
¿No te importamos, no es cierto?
Prefieres irte a la casa de tu Padre,
lejos del sufrir, lejos del dolor,
lejos del pecar, lejos del mal…
Pero, también te vas lejos de nosotros
y nos dejas en este mundo
sin guía, sin orientación,
sin saber qué hacer ni qué decir.
¿Qué será de nosotros, Jesús?
¿Dónde queda ese, tu cielo?
¿Dónde estás?
¿Dónde buscarte?
¿Dónde encontrarte?
Estamos solos, Señor.
Estamos confundidos.
Nuestros ojos miran al cielo,
pero ya no te ven…
¿Dónde estás, Señor?
¿Puedo preguntarte por qué lo hiciste?
¿Por qué dejaste a los tuyos?
¿Dónde estás, Señor?
¡Quiero verte!
¿Dónde queda tu cielo?
Intenté resumir con estas frases los sentimientos y la angustia de los once discípulos, el estado de ánimo de aquellos que de un día para el otro se quedaron sin Jesús, mirando al cielo, como esperando que volviera, que les dijera algo más, que los mirara por última vez.
Todas las separaciones son dolorosas. Bien lo saben aquellos que están despidiendo a sus hijos que se van a vivir a otros países, buscando mejores oportunidades de vida. Y mejor lo saben los que alguna vez tuvieron que despedirse para siempre de algún ser querido.
Muchas veces esa sensación la hemos vivido cuando algo nos pasa y sentimos que Dios está lejos, y miramos al cielo como reclamando y esperando el milagro.
También esta separación de Jesús de sus discípulos fue dolorosa. ¡Cuántas preguntas les quedaron sin respuesta! ¡Cuántas cosas quedaron sin decir, sin preguntar, sin entender, sin resolver!
Sus ojos clavados en el cielo son todo un símbolo. Se quedan allí, como preguntando: "¿Te vas, Señor?"
Y el Señor se fue. “Ascendió a los cielos”, dice el texto.
En esta historia de la ascensión nosotros podemos ver y aprender dos cosas.
En primer lugar hay que ver algo que para las personas de la época del Nuevo Testamento resultaba claro. Los que recibieron la carta de Pablo entendieron muy bien lo que él quería decir: Dios había puesto a Cristo por encima de todas las cosas. Aquel pueblo creía en ángeles, creía en demonios, creía en potestades celestiales, creía que la historia humana no era más que un reflejo de las luchas que se daban en el cielo, en el lugar de los espíritus.
Pablo les escribe y les dice que Cristo está por encima de todo eso, que tiene mucho más poder que aquellos demonios que les generaban miedos y temores. Cristo tiene TODO el poder. Y esto para aquella gente, mayormente humilde y sufrida, produce paz y confianza. Cristo ha sido puesto sobre todo otro poder, Cristo reina en ese cielo de las fuerzas espirituales y Cristo dirige el destino de la vida también en la tierra.
Cristo, y nadie más que Cristo, tiene el timón de la Vida en sus manos.
Para nosotros, personas del siglo 21, esa imagen del cielo resulta más complicada. Con lo que sabemos ahora del universo en constante expansión, si dijéramos que Jesús y Dios Padre están en el cielo, podríamos estar diciendo que están cada vez más lejos, yéndose, escapándose de los suyos. Por eso, nosotros decimos que el cielo no es un lugar concreto, no es un espacio determinado, no es la casa donde habita Dios. El cielo es todo lugar, es el lugar que está más allá de nuestra posibilidad de entender y de explicar. Es algo que sólo podemos intuir con la sabiduría del espíritu y no con la del intelecto.
Por eso decimos que Jesús deja un espacio físico concreto (la Palestina de su tiempo) para ir a ese cielo de todos los lugares, de todas las vidas, de todas las personas que le hagan un lugar a su lado.
El Jesús de Nazareth, el Jesús de una tierra y un momento histórico concreto, pasa a ser el Jesús de todos y para siempre.
Y allí, sobre todo y todos, él reina.
Lo segundo que tenemos que ver en esta historia de la ascensión es la necesidad de bajar los ojos nuevamente a la tierra. No es posible vivir con los ojos puestos en el cielo.
Todos nosotros oímos hablar alguna vez de Galileo Galilei. ¿Quién era?
Fue un gran pensador, un gran matemático, un gran astrónomo. Un hombre que vivió mirando al cielo, buscando respuestas en los astros.
¿A quién le dice algo el nombre de Marina Gamba?
Fue la esposa de galileo. Quedó sola, abandonada en la ciudad de Padua cuando a Galileo le ofrecieron una cátedra de astronomía en Florencia. El se fue a mirar al cielo y olvidó a su esposa aquí en la tierra.
¿Quién sabe quienes eran Livia y Virginia?
Eran las hijas de Galileo. Como él era un hombre muy ocupado, siempre pendiente de las estrellas, las encerró en un convento de monjas para que él pudiera triunfar como hombre de ciencia, mirando al cielo.
Galileo, un grande, un hombre que miraba a las estrellas y que vio en ellas muchas cosas interesantes. Un hombre que, sin embargo, se olvidó de mirar a su alrededor, olvidándose de la vida.
Mirar al cielo. ¡Qué tentación! Para muchos cristianos ese es el lugar de la paz, del bienestar, del descanso, de todo lo bueno, de todo lo puro, de todo lo santo. Hacia allí se fue Jesús. Allí estableció su hogar, su morada. ¿Cómo no ibamos a querer mirar para allá? Pero mirando al cielo nos puede suceder lo que le pasó a Galileo: olvidarnos de la vida. Y es en esa vida, concreta, donde el Señor espera que seamos sus discípulos.
Porque si Cristo está en el cielo, si Cristo reina, si Cristo es el Señor de señores, si él tiene todo el pdoer y toda la autoridad, entonces hay que animarse y luchar contra los poderes que en esta vida se oponen a la voluntad de Dios, hay que salir y anunciar, hay que predicar a este Cristo poderoso, hay que decir que nada sobre la tierra puede ocupar el lugar que Dios le ha dado a Jesucristo. Hay que aniamrse a decir a unos y a otros que no puede haber otros dioses que quieran adueñarse de lo que es de Dios.
Es tarea de los cristianos, como lo fue en su tiempo de los discípulos, bajar los ojos del cielo y tratar de hacer de la tierra un lugar más parecido al cielo de Dios: un lugar de justicia, de armonía, de iguales posibilidades para todos un lugar en el que claamente sea visible que Cristo es el que reina.
¿Nos parece que hay poco para hacer?
Muchos quieren ocupar el lugar que Dios le concedió a Cristo y quieren adueñarse de las vidas de las personas y decidir sobre ellas.
El relato de la ascensión quiere hoy enseñarnos algo.
Ojalá podamos aprender a vivir en la confianza en Alguien que ha sido puesto por sobre todo lo que existe. Tantas veces nuestra confianza está en otras cosas. Ojalá aprendamos a vivir en la fe en Alguien a quien le ha sido dado todo el poder.
Tantas veces tenemos fe en otros pequeños dioses. Ojalá aprendamos a vivir en la esperanza en Alguien que sabe más que nosotros y que sabe hacia dónde va este mundo desordenado en el que vivimos.
Tantas veces vivimos sin esperanza…
Pero ojalá también aprendamos que esa confianza en un Cristo de todo poder, que está sobre todo y todos, nos invita a bajar los ojos de las nubes, para ir haciendo lo que Cristo espera de nosotros: anunciar su nombre a todos los que necesitan creer.
Si así lo hacemos, estaremos honrando a Cristo.
Amén
Por: Gerardo Oberman