Por Gordon MacDonald. En ocasiones, estamos tan preocupados por los programas y planeamientos que olvidamos que nuestras iglesias están conformadas por personas comunes que, de lunes a viernes, se enfrentan al mundo real. ¿Cómo puede usted, como pastor o líder, ayudarlas? ¿Cómo puede llevar el ministerio pastoral fuera de la oficina de la iglesia e impactar las vidas de sus ovejas?
A menudo pienso en el dueño de un pequeño hotel que mi esposa, Gail, y yo conocimos en Vermont. Todo acerca de él parecía extraño: su vestimenta, su lenguaje, el ambiente del hotel. Este hombre despertó mi curiosidad, por eso, empecé a hacerle varias preguntas. Descubrí que Jack Coleman había sido el presidente de Haverford, una universidad bastante reconocida en los Estados Unidos. Después de eso, dirigió una prestigiosa fundación educativa. Ahora, en un tipo de jubilación parcial, administraba ese pequeño hotel. Entonces me di cuenta de que este hombre había adquirido el hábito vitalicio de desaparecer regularmente por cortos periodos de tiempo. Simplemente desaparecía de la vista. Probablemente, algún asistente (o familiar) sabía donde encontrarlo pero el resto de las personas de su mundo no. Cuando reaparecía (tal vez diez días después), hablaba de cómo había trabajado como limpiador de zapatos en alguna estación de trenes, o como recolector de basura. Una vez hasta fue ayudante de mesero en un restaurante de comidas rápidas. ¿Por qué?
«Porque», me dijo, «en mi línea de trabajo ejecutivo, es muy fácil perder contacto con el gran mundo real de las personas comunes. Y en el momento en que un líder pierde ese contacto, una creciente incompetencia se infiltra en uno. Uno se olvida de donde se centra la verdadera acción de la vida.»
Cuando era joven en el ministerio, pasé alrededor de seis meses viajando cada fin de semana a iglesias donde impartía seminarios acerca de formas creativas de evangelización. La economía de ese tiempo hacía que me hospedara en las casas de los miembros de esas iglesias. Los hombres (en particular) me hablaban con gran sencillez acerca de sus actitudes con respecto a la fe y la iglesia. A menudo después de la cena y con una taza de café en la mano, las conversaciones se centraban en su pastor.
«Amamos a nuestro pastor», me decían, «pero la verdad es que él no tiene ni idea de lo que la vida es para mi de lunes a viernes. Eso me lo demuestra en sus sermones y en las preguntas que le hace a la gente.»
Una persona me dijo: «Nuestro pastor revela su perspectiva de nuestro mundo en su bendición dominical. Él dice, “Señor, despídenos con tu bendición, y tráenos de vuelta el miércoles para el culto de oración. Acompaña a los jóvenes en su reunión del próximo viernes por la noche. Ayúdanos a tener más maestros de escuela dominical. Amén”» Mi anfitrión continuó, «El pastor parece que no sabe que tengo un trabajo; toda su perspectiva se centra en la iglesia.»
Estoy agradecido por esas conversaciones de fin de semana de hace casi cuarenta años. Ellas cambiaron la forma en la yo que pastoreaba. Me convencieron de que el ministerio no tiene que ver (¡anímese!) con la iglesia, sino con preparar y animar a las personas a vivir los días entre semana, en casa, en el supermercado, en la escuela.
Años más tarde, un miembro de la iglesia me dijo: «Yo sé que usted come, duerme, y bebe esta iglesia, cada día de la semana. Y así debería ser. Pero es necesario que usted sepa que desde el momento en yo salgo de aquí, e incluso por días, no me acuerdo de la iglesia ni una sola vez. Estoy muy ocupado con mi empleo, mi familia, las presiones de la vida.»
Esto me recordó que no debo asumir que todas las personas están tan preocupadas con la iglesia como lo estoy yo.
¿Qué pasaría si los pastores —al menos aquellos responsables en predicar y sembrar en las mentes y los corazones ideas frescas acerca de cómo seguir a Jesús— ocasionalmente desaparecieran como lo hace mi amigo, el presidente de esa universidad? ¿Qué aprenderíamos?
Santidad sin santuario
Una de mis historias favoritas —con un par de siglos de antigüedad— proviene de Europa oriental. Un brillante joven erudito de origen judío se aproximó a un sabio rabí para preguntarle: «Ellos dicen que soy el más santo de todos. ¿Usted cree que es cierto?»
»Al principio el rabí se negó a responder. Pero después de que el persistente erudito lo fastidiara, respondió: «Tú eres el hombre más devoto de nuestra época. Estudias día y noche, separado del mundo, rodeado por los rollos de tus libros, el arca sagrada, los rostros de piadosos eruditos. Has alcanzado una gran santidad. ¿Cómo lo has hecho? Ve al mercado con el resto de los judíos. Soporta sus trabajos, su cansancio, sus distracciones. Mézclate en el mundo, escucha el escepticismo y la irreligiosidad que ellos escuchan, soporta los golpes que ellos reciben. Veremos entonces si te mantienes como el más santo de todos los hombres.»
En todos mis años como pastor, luché contra eso. La propia naturaleza de la organización persistía en succionarme hasta su centro, dentro de conversaciones que giraban alrededor de los programas y problemas. Rara vez giraban entorno a ideas o asuntos de días entre semana. Casi que nadie me decía: «¡Ve al mercado! ¡Desaparece!» Incluso los miembros de las juntas, a quienes yo debía dar cuentas, valoraban muy poco mis esfuerzos por salir de mi escritorio y de sus demandas administrativas.
Si lo hubieran hecho, mis sermones hubieran sido más pintorescos, más útiles a la hora de ser aplicados, más reales. Tal vez mi liderazgo hubiera sido uno más maduro.
Lo que hice para luchar en contra del sistema fue esto: Me propuse como meta visitar a cada uno de los líderes de la iglesia, (y cuando era posible) ir a sus lugares de trabajo. Mi calendario estaba lleno de citas para desayunar y almorzar lo más cerca posible de donde las personas vivían sus vidas. Por eso, a menudo, me invitaban a pasar por sus oficinas, lugares de construcción, locaciones de venta, y laboratorios, donde conocí a sus jefes, colegas y ayudantes.
Pero lo más importante, me involucré con las personas en los lugares donde conocí sus capacidades. Ellos me veían dar lo mejor de mí los domingos; ¿por qué no debería verlos donde ellos eran los que disfrutaban de la ventaja de estar en su área?
Después de cada visita, las relaciones cambiaron para mejorar. En esos encuentros, obtuve mucho del material ilustrativo de mis sermones, mucho más que tan solo unas cuantas ideas. Pero sobretodo, había una nueva credibilidad en la relación pastoral.
Me gusta pensar que Jesús dirigió su ministerio en forma similar. Los evangelios no registran mucho acerca de que su trabajo se realizara en campos religiosos. Compartió con las personas casi que exclusivamente en sus lugares de trabajo y negocios, donde sufrían y sobrevivían. Sus metáforas e historias parecen estar inspiradas en el contexto que él veía. «Un sembrador salió a sembrar… Una mujer estaba barriendo el piso… Un hombre estaba saldando sus cuentas…» Esas son las historias de una persona que ha estado ahí.
A veces me temo que el actual ministerio pastoral ha hecho un giro que podría tener aspectos negativos a largo plazo. Hoy en día, algunos pastores tienen oficinas elegantes donde las personas llegan después de haber pedido una cita. Pero las personas comunes rara vez llegan hasta la puerta. La comunicación vía correo electrónico es cada vez más común.
Además, los pastores a menudo son contratados como predicadores y son evaluados como organizadores de programas. Esto significa un sin número de reuniones, sesiones de planeamientos, y consignaciones de presupuestos. Lo que significa el separarse de las exposiciones pastorales comunes que aumentan el contacto personal y la eficacia espiritual (no administrativa).
Lo sé. Yo he caído dentro de esas trampas varias veces. Muy a menudo he dejado que el sistema controle mis prioridades. He caído en la creencia de que las «conversaciones organizativas» son más importantes que el compromiso espiritual de ahí afuera.
Salga de ahí
Una vez los «amigos» de Nehemías lo aconsejaron para que se encerrara dentro del templo reconstruido, así sus enemigos no lo atraparían. El hombre fue lo suficientemente inteligente como para reconocer que su lugar estaba en los muros, entre los trabajadores. Ahí donde las flechas estaban volando, y no resguardado en el mundo artificial de la institución.
¿Cómo puede usted luchar contra el sistema institucional? Cuando estaba en la lucha, seguí estos principios generales:
Citas del mundo real. Traté de tener al menos cuatro o cinco citas semanales con las personas de la congregación. Estos encuentros no tenían nada que ver con los problemas o programas, más bien con la «vida en el mundo real». Se concentraban en cómo la influencia de Jesús, en forma poderosa, podía moldear la vida. Traté que estas reuniones se realizaran en los lugares donde estas personas trabajaban, o al menos muy cerca de ellos.
Preguntas profundas. Hice todo lo que pude para que la conversación se concentrara más en aquellos asuntos que provocaban estrés en sus vidas, que aquellos que lo hacían en la mía. Trataba de hacer preguntas creativas acerca de sus sueños, miedos, sus más grandes retos. Les preguntaba acerca de sus familias (si estaban casados), sus amigos (si estaban solteros). Si el tiempo lo permitía, les preguntaba si necesitaban algo como participantes de nuestra comunidad —no lo que yo tenía que «venderles». El mejor cumplido que recibí fue: «Vaya, usted sí hace excelentes preguntas. Nadie me había preguntado eso antes.»
Recordar fechas importantes. Cuando era posible, apuntaba en mi calendario aquellos eventos o fechas importantes que las personas enfrentaban en sus trabajos. Trataba de enviarles una tarjeta en el momento apropiado para hacerles saber que estaban en mis oraciones. Después, trataba de averiguar como les había ido.
Nuevas lecturas. Aun hoy en día trato de expandir mis conocimientos literarios con material que esté relacionado con los desafíos que enfrentan las personas a las que predico cada semana. Cuando es posible, envío copias de capítulos de libros o artículos a las personas a quienes creo que esto las animará.
Oraciones de trabajo. Siempre traté de orar por estas personas teniendo en cuenta el contexto de sus trabajos. «Señor, te pido que llenes esta oficina con un gran sentido de tu presencia mientras mi amigo trabaja…» «Padre, cuando alguien cruce el camino de mi amigo hoy, te pido que el amor de Cristo sea…» «Espíritu Santo, dale a mi amigo sabiduría para que enfrente los asuntos laborales de esta tarde».
Lenguaje de mercado. Aún hoy trato de incorporar el lenguaje del mundo real en mis predicaciones. «Usted utiliza muchos términos de negocios en sus predicaciones», escucho ocasionalmente. Es posible que exagere, pero me doy cuenta de que los escritos de Pablo están llenos de términos de negocios, analogías atléticas, y referencias militares. ¡Él estaba en medio de todo eso!
El ministerio como equipo técnico de escudería
Mi nieto, Lucas, y yo hace poco nos sentamos a ver una carrera de la NASCAR1 por televisión. Él ama la velocidad; yo el trabajo en equipo. Me fascinó el trabajo de los equipos técnicos de las escuderías. Sabía usted que un buen equipo técnico puede cambiar cuatro neumáticos, llenar el tanque de gasolina, limpiar el parabrisas, y darle algo de beber al conductor (y a veces hasta reemplazar un guardabarros) en 15.8 segundos. ¡Un buen equipo técnico, dije!
¿Su meta? Poner al conductor y al auto —funcionando en forma excelente— de nuevo en la carrera porque esta es lo más importante de todo. Las carreras se pierden si uno invierte mucho tiempo en el lugar donde el equipo técnico trabaja.
¿Nuestras iglesias sabrán esto? ¿Lo sé yo? Imagínese a un equipo técnico quedarse de pie cuando el conductor necesita un empujón para volver a la pista de carrera. ¿Que ocurre si el equipo olvida que la acción está allá afuera y no (excepto por los 15.8 segundos) en el lugar donde hacen todos los arreglos al automóvil? Cuando observo a un equipo técnico trabajando juntos para tener el auto del piloto listo, veo una visión de pastores y compañeros: llenando el tanque de combustible, solucionando algo, y empujando a las personas para que regresen a la carrera.
¿Un pensamiento final? Como pastor, me di cuenta de que las bendiciones finales son muy importantes para recordarle a las personas que van a regresar a la «carrera» de la vida real. Así era mi bendición, mientras elevaba mis manos y hacía la señal de la cruz sobre ellos:
«Vayan a las calles de este mundo. Vayan con el recuerdo de que en esta hora, han refrescado sus almas en la presencia de Dios y su pueblo. Vayan con la intención de ser fieles a Jesús. Con la promesa de que llevarán su amor y lo extenderán a sus familiares, amigos, y aquellos con los que se encuentren en el camino y que necesitan de él. Vayan con valentía, con el propósito de no pecar, y recordando la hermosa promesa de que en cualquier momento, Jesús va a regresar.