La exhortación nos es bien conocida. «Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros…» Casi sin esfuerzo, podemos citar el resto del versículo: «sabiendo que como tales recibiremos un juicio más severo » (St. 3.1). Lo que nos resulta más complicado es entender el porqué de tal exhortación…
Nuestras preguntas revelan lo fuertemente condicionados que estamos por la imágen del maestro contemporáneo. En primer lugar, hoy un maestro es una persona que hace inversiones muy limitadas en la vida de sus alumnos, en situaciones altamente controladas. Nos es difícil concebir el acto de enseñanza sin pensar en el ámbito de un aula, con la presencia de una persona hablando mientras los demás toman nota de lo que dice. El proceso educativo consiste en ir de aula en aula acumulando grandes cantidades de apuntes sobre infinidad de temas, enseñadas por maestros que los alumnos solamente ven durante la hora de clase. El resto del tiempo, los maestros tienen poco o ningún contacto con las personas a las que enseñan. Rara vez lo que hace el maestro o la maestra fuera del aula es visto como un factor de importancia en la vida de los alumnos.
Además de esto, hoy, gran parte de lo que llamamos educación ha sido divorciada de la realidad de la vida. La enseñanza ha pasado a ser algo que es juzgado casi enteramente por su contenido. La vida del maestro, sus convicciones y sus ideas son considerados como elementos hostiles al proceso educativo.
En su versión más pura, la enseñanza gira enteramente alrededor de los conceptos que se transmiten de la mente del profesor, a la mente del alumno. Por esta razón el acto de enseñar se concentra cada vez más en lo abstracto, lo teórico, lo impráctico. Muchos maestros viven aislados de la realidad que enseñan,y esta falta de vínculos con la realidad cotidiana ha llevado a que la sociedad descarte a los maestros como factores de verdadera influencia en la vida de los alumnos. Un refrán popular lo dice todo: el que sabe, sabe; y el que no, ¡es maestro!
Ciertamente nos será imposible entender la preocupación de Santiago si no volvemos a considerar el rol de maestro desde la óptica de la Biblia. El concepto de maestro en la Palabra es mucho más amplio de lo que es en nuestros tiempos. Si examinamos un incidente en la vida de Moisés, tendremos una importante aproximación al concepto bíblico.
Un juicio severo
En el capítulo 20 de Números tenemos uno de los tantos relatos de las reiteradas contiendas del pueblo de Israel con Moisés. Los detalles varían, pero el cuadro es siempre el mismo.
En esta oportunidad el pueblo acampó en Cades y no había agua para la congregación. Cómo era ya su costumbre, el pueblo se levantó contra Moisés y Aarón. El lenguaje del reclamo es tristemente conocido, y sentimos un rechazo profundo por este pueblo que tantas veces había descreído la Palabra de Dios. Quienes hemos llevado el manto pastoral conocemos bien la fatiga y el desánimo que produce una congregación que siempre se queja o que mira todo con una óptica marcadamente negativa. Podemos presumir que Moisés y Aarón también estaban hartos de este tipo de situaciones.
Ellos, de todas maneras, optaron por la única solución posible, se presentaron delante de Dios y remitieron el problema al Señor. La respuesta de Jehová no tardó en venir: Se apareció la gloria del Señor. Y habló el Señor a Moisés: «Toma la vara, y reúne a la congregación, tú y tu hermano Aarón, y habla a la peña a la vista de ellos, para que la peña dé su agua. Así sacarás para ellos agua de la peña, y beban la congregación y sus animales.» (20. 6-8).
Moisés tomó la vara y reunió al pueblo, tal como Dios había mandado. Pero cuando les habló, les dijo: ¡Oíd, ahora, rebeldes! ¿Sacaremos agua de esta peña para vosotros? Entonces Moisés levantó su mano y golpeó la peña dos veces con su vara, y brotó agua en abundancia, y bebió el pueblo y sus animales (vv.10-11). El fastidio y el enojo en las palabras de Moisés son fáciles de percibir. Este era un pueblo que le había «sacado canas» con su permanentes cuestionamientos. ¿ Cómo no entender su reproche, y la bronca con la cual golpeó la roca? ¿ No hubieramos nosotros reaccionado de la misma manera?
Por esta razón, nos toma tan de sorpresa la devastadora intervención de Dios imediatamente después del incidente. Y el Señor dijo a Moisés y a Aarón: «Porque vosotros no me creísteis a fin de tratarme como santo ante los ojos de los hijos de Israel, por tanto no conduciréis a este pueblo a la tierra que le he dado (v.12).» El juicio de Dios no solamente era durísimo sino, además, totalmente inapelable. Nos deja perplejos una sentencia tan fuerte en circunstancias donde sentimos que la reacción de Moisés y Aarón, frente a un pueblo permanentemente propenso a la queja y la rebeldía, es perfectamente comprensible. ¿ Dónde estuvo el pecado de Moisés y Aarón, para merecer un juicio tan severo?
El Señor les dijo que les quitaba el privilegio de conducir al pueblo a la tierra santa, porque «no me creísteis a fin de tratarme como santo ante los ojos de los hijos de Israel.»Dos elementos saltan a la vista en esta declaración de Jehová. En primer lugar, Dios condena su incredulidad, que produjo una actitud profana hacia la persona de Dios. Y en segundo lugar, que esta actitud fue «delante de los ojos de los hijos de Israel).»¿A qué, puntualmente, se refería el Señor?
La incredulidad es una actitud del corazón. Creeríamos que como tal, podría esconderse con cierto disimulo. Pero esto no es así. La incredulidad, que siempre cuestiona la validez de la Palabra de Dios, se traduce en actos específicos que concuerdan con esa actitud. En este caso, Moisés no habló a la roca, como se le había instruido, sino que la golpeó dos veces, mientras reprendía duramente a los israelitas. Frustrado y cansado, Moisés permitió que sus sentimientos le llevaran a modificar las instrucciones de Dios, añadiendo juicio donde no había existido.
El problema es que solamente Moisés conocía las instrucciones originales. El único mensaje que recibió el pueblo, era el mensaje implícito en la reprensión del profeta, un mensaje de desaprobación y enojo. Al no tener acceso al mensaje original, fueron engañados en cuanto a lo que Jehová quiso decirles en esta oportunidad. La confianza que el pueblo había depositado en Moisés, le dejó al profeta la «libertad» de agregar su propia interpretación a las instrucciones de Dios, libertad que jamás le había sido otorgada por el Señor.
Si el fastidio de Moisés hubiera sido a escondidas, quizás la reprensión del Señor hubiera sido diferente. Pero fue «ante los ojos de los hijos de Israel». La gravedad está en descuidar la herramienta más poderosa que tiene el líder para impactar la vida de los que están a su alrededor, su propio ejemplo. La falta de santidad en la vida de Moisés hablaba más fuerte que el agua que brotaba de las rocas. No había entendido que él era para el pueblo «la cara visible del Señor». Tal responsabilidad no admitía la posibilidad de discrepancias.
El Maestro en el Nuevo Testamento
El líder ha sido llamado, entre otras cosas, a impactar a otros con su vida. Esto quiere decir que todo líder, llámese pastor, diácono, maestro de escuela dominical, o padre de familia, es también un maestro, porque transmite un mensaje con todo lo que hace. Si nos remitimos al Nuevo Testamento, no vamos a encontrar en ningun lado la figura del maestro moderno, que limita sus intervenciones a lo intelectual, mayormente dentro de un aula o una situación formal. El maestro en el Nuevo Testamento es la persona que busca tocar la vida de los demás utilizando el doble impacto de las palabras y el ejemplo.
Justamente el problema con los fariseos no era tanto sus enseñanzas, sino el espíritu con el cual impartían las enseñanzas. En Mateo 23, Jesús le dijo a sus discípulos, con referencia a estos «maestros»: » «De modo que haced y observad todo lo que os digan , pero no hagais conforme a sus obras. Porque ellos dicen y no hacen» (v.3). El resultado de una enseñanza no acompañada por una vida espiritual, era que los fariseos terminaban presentando al pueblo de Dios.
El modelo de maestro, por excelencia, es Jesús. Y el mejor testimonio de esto lo dan los propios discípulos. En el inicio de su evangelio Juan aclara que él no está relatando simplemente los hechos de la vida del Cristo, sino dando testimonio de una experiencia personal que tuvo: que el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1. 14). Note la total ausencia de lo académico e intelectual en esta declaración. El discípulo está escribiendo de una realidad vivida, más que de una verdad aprendida. El mismo concepto surge en su primera carta. Juan aclara que lo que les comparte es «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y lo que han palpado nuestras manos acerca de la vida… lo que hemos visto y oído… » (1 Jn 1. 1, 3). En otras palabras, la verdad del evangelio fue captada por los ojos, los oídos, la mente, las manos… por todo el ser de aquellos que entraron en contacto con Jesús.
El Hijo de Dios mismo da testimonio de esta realidad. Poco antes de encaminarse para Getsemaní, Felipe le dijo: «Señor, muestranos al Padre, y nos basta» Jesús le respondió: «¿Tanto tiempo he estado con vosotros y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? » (Jn 14. 8,9). No hay lugar para la duda en esta frase. Las características del Padre celestial estaban clara y fielmente representadas por la vida y el ministerio del Hijo. Todo lo que Jesús hacía y decía mostraba como en un espejo, la persona del Padre.
Por esta razón, cuando Jesús mira hacia atrás, dice con satisfacción: «Yo te glorifiqué en la tierra, habiendo terminado la obra que me diste para que hiciera… He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; eran tuyos, y me los diste, y han guardado tu palabra… porque yo les he dado las palabras que me diste…» (Jn 17. 4-8). Note el énfasis que hace de su obra. No les entregó solamente la palabra, fría y desprovista de vida. A las palabras le agregó un ingrediente clave: una revelación del nombre del que había hablado la Palabra. Permitió que otros vieran al Dios de amor que estaba detrás de la Palabra que tanto conocían. La combinación de la verdad con la gracia en la vida de Jesús era irresisitible, y los discípulos se sintieron atraídos a Dios, en lugar de repelidos.
La dinámica de esta combinación también estuvo presente en la vida de Pablo, que se refirió a si mismo como un «libro abierto». No solamente da testimonio de que ha intentado en todo dar un ejemplo a los suyos (Hc 20. 35), sino que, abiertamente anima a la iglesia a que imiten su ejemplo (1 Cor 11. 1, Fil 3. 17).
El gran Apóstol también pretendía que los líderes que había formado vivieran con esa misma exigencia. A Timoteo le escribió: «No permitas que nadie menosprecie tu juventud; antes bien, sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza» (1 Tim 4. 12). A Tito le hizo una recomendación similar: «Muéstrate en todo como ejemplo de buenas obras, con pureza de doctrina, con dignidad, con palabra sana e irreprochable, a fin de que el adversario sea avergonzado al no tener nada malo que decir de nosotros» (2. 7 – 8).
La conclusión de todo esto es ineludible. Cuando Dios escoge una persona para ocupar un rol de influencia en medio de su pueblo, el Señor pretende que esa persona entienda que a cada paso de su vida, en público y en privado, en situaciones formales e informales, en familia o con amigos, va a estar revelando algo acerca de quién es Dios. Esta revelación será uno de los elementos claves en abrir o cerrar los corazones de los demás hacia la obra del Señor.
Tal responsabilidad no se puede llevar con liviandad. Demanda del líder un temor reverente en su ministerio y un afán por perseverar en su propia experiencia espiritual con Dios. No admite la posibilidad del ministro «profesional», que conoce mucho acerca de las cosas de Dios, pero tiene poco conocimiento personal de Dios. Exige que el líder recuerde en forma continua que para muchos, él es «la cara visible» del Dios invisible.
¡Qué gran responsabilidad, y que tremendo privilegio!
Ser maestro no era cuestión de dar una clase, ni de ser meramente un transmisor de información. Eso lo puede hacer cualquiera. Pero ser maestro dentro del cuerpo de Cristo es haber sido llamado a comunicar con fidelidad un mensaje sagrado; un mensaje que no entra solamente por los oídos, sino también por los ojos, las percepciones, las manos, la comunión, el amor, la risa, el llanto, los chistes, los comentarios, los gestos y las miles de otras formas que hablamos con nuestros pares.
La gran pregunta que enfrenta al líder dentro de la iglesia, no es si está logrando comunicarse con el pueblo. Todo líder enseña todo el tiempo. La pregunta clave es: ¿ qué es lo que está enseñando ese líder ?
¡Hermanos míos, no nos hagamos muchos de nosotros maestros, sabiendo que como tales, incurriremos en mayor juicio!
Ideas básicas de este artículo
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El concepto de «maestro» que actualmente se maneja se limita a la transmisión de conocimientos y no a la formación de vidas por el ejemplo. Lo que importa del maestro es su conocimiento y no su estilo de vida y caráter.
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El juicio de Dios a Mosiés refleja que para Dios el carácter del líder es fundamental para formar vidas.
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Nuestro Señor Jesucristo, Pablo y otros, son modelos del maestro que forma vidas.
Preguntas para pensar y dialogar
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¿Cuáles características se atribuyen a un maestro actualmente?
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¿Tiene memoria de maestros que hayan dejado una huella significativa en su vida?
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¿Cuáles requerimientos tienen el Antiguo y Nuevo Testamento para los que quieren ser maestros?
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¿Cuál es diferencia entre un maestro convencional y un maestro a la luz de las Escrituras?
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¿Qué desfío nos deja el modelo de Jesús como maestro?
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¿Qué medidas debiera tomar la iglesia para que sus maestros sean como espera Dios, formadores de vidas?
Por Christopher Shaw