¿Ha tenido la sensación de que cuando responde a preguntas a personas que no son creyentes estas simplemente se encogen de hombros o que su respuesta cayó en oídos sordos o peor, que lo consideran un bobalicón? Esta sensación no ha estado ausente en la experiencia de Randy Newman, Director de investigación y desarrollo de la Cruzada Estudiantil para Cristo.
Por ese sentimiento de frustración él descubrió la forma de convertir las preguntas hostiles en la mejor oportunidad para despertar en un interlocutor escéptico un interés genuino por el mensaje del Evangelio. El presente artículo, además de ofrecer argumentos sólidos sobre dicha herramienta, orienta en la aplicación de la misma.
Me gusta responder a una pregunta con otra pregunta. Tal vez es porque soy judío y crecí escuchando diálogos como estos:
Yo: ¿Cómo está el clima por ahí?
Mi abuela: ¿Cómo más podría estar el clima en Florida a mediados de julio?
Yo: ¿Cómo has estado?
Mi tío: ¿Por qué preguntas?
Yo: ¿Cómo está tu familia?
Mi tía: ¿Compara con la de quién?
Me gustaría creer que respondo a una pregunta con otra pregunta porque intento seguir el ejemplo de Jesús. ¿No es extraño cómo nuestro Señor respondió en tantas ocasiones una pregunta con otra pregunta?
Cuando un hombre rico le preguntó a Jesús, «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le preguntó: «¿Por qué me llamas bueno?» (Marcos 10.17–18). Cuando los líderes religiosos le preguntaron si era correcto pagar los impuestos, él preguntó de quién era el rostro que aparecía en las monedas (Mateo 22.17–20). Cuando los fariseos «para poder acusar le preguntaron: ¿Es lícito sanar en el día de reposo?» La respuesta de Jesús fue una pregunta: «¿Qué hombre habrá de nosotros que teniendo una sola oveja, si esta se le cae en un hoyo en el día de reposo, no le echa mano y la saca?» (Mateo 12.9–12).
Pero creo que la razón más probable por la cual uso preguntas en lugar de declaraciones es porque estoy cansado. Después de años de responder preguntas que me han hecho personas que no son creyentes, simplemente estoy cansado de ver que una declaración como respuesta no es realmente lo que ellos quieren. Ha habido momentos (y me temo que muchos) en que he respondido a una pregunta con lo que yo suponía era una respuesta bíblica y lógica, pero que provocó que mi interrogador se encogiera de hombros. Era como si esa persona ahora estuviera más segura de que los cristianos realmente somos bobalicones. En lugar de que mi respuesta lo acercara a la salvación, lo alejó. En lugar de atraer su atención o instarlo a considerar una perspectiva alterna, mi respuesta le dio las municiones para que en el futuro pudiera atacar al evangelio. Así que he empezado a responder preguntas con preguntas y he obtenido mejores resultados.
Rol invertido
Como miembro del equipo de la Cruzada Estudiantil para Cristo en Washington, D.C., he tenido muchas oportunidades para practicar lo que enseño en este artículo.
En una ocasión, un grupo de escépticos me confrontó en un grupo estudiantil. Teníamos un estudio bíblico semanal con muchachos de primer ingreso. El anfitrión del estudio, en cuyo dormitorio nos reuníamos, nos había comentado por semanas acerca de las preguntas hostiles de su compañero de dormitorio. Esta semana, el compañero apareció —con un puñado de amigos con la misma tendencia. La inevitable pregunta surgió más como un ataque que como una inquietud sincera:
«Así que supongo que crees que las personas que no concuerdan contigo, como todos esos seguidores sinceros de otras religiones, van a ir ¡al infierno!».
«¿Crees en el infierno?» —le pregunté.
Mi oponente probablemente nunca antes había considerado seriamente la posibilidad del infierno. Me miró desconcertado, tal vez porque estaba siendo retado en lugar de él estar retándome. Finalmente, después de una larga pausa, dijo:
«No, no creo en el infierno. Creo que es una idea ridícula.» Decidí hacer eco de sus propias palabras: «Entonces ¿por qué me haces una pregunta tan ridícula?» No intentaba ser un chico sabio. Lo único que quería era enfrentar sinceramente las conjeturas detrás de su propia pregunta. Su expresión parecía indicar que yo había hecho un buen punto.
Otro interrogador rompió el silencio:
«Bueno, yo sí creo en el infierno. ¿Crees que todos aquellos que no concuerden contigo terminarán ahí?»
Una vez más pregunté. «¿Crees que cualquier persona va ahí? ¿Está Hitler en el infierno?» (Hitler ha resultado ser un útil aliado, a pesar de quién fue, en este tipo de discusiones.)
«Por supuesto que Hitler está en el infierno.»
«¿Cómo crees que Dios decide quién va al cielo y quién va al infierno? ¿Crees que tiene una tabla para calificar a las personas?»
En ese momento, la discusión se volvió civilizada por primera vez, y tuvimos una interacción seria acerca de la santidad de Dios, la pecaminosidad de la humanidad, y la obra expiatoria de Jesús.
Responder con preguntas resultó ser una forma eficaz, aunque indirecta, de compartir el evangelio. En otra ocasión en que las preguntas funcionaron mejor que las respuestas fue en un almuerzo que tuve con un profesor de filosofía quien era ateo. Para ese entonces, él era el consejero del club de filosofía de la facultad; y yo un ministro del campus para la Cruzada Estudiantil para Cristo. Habíamos co-patrocinado un debate acerca del problema de la maldad y ese día nos reunimos para evaluar el evento. Después de discutir cómo pudimos haber hecho una mejor publicidad para el debate y qué temas podíamos abordar en futuras mesas redondas, le pedí su opinión acerca del contenido del debate. Me dijo que todavía creía que los cristianos habían fallado al presentar una respuesta decente al problema de la maldad. Así que le pregunté:
«Muy bien, ¿cuál es tu explicación?»
Hizo una pausa y luego dijo:
«No tengo ninguna».
Le pregunté si había una forma atea para explicar la masacre nazi de seis millones de personas inocentes. Una vez más no me pudo responder. Le dije que la respuesta cristiana al problema de la maldad podría tener sus fallas, pero mi respuesta incompleta era mejor que no tener una respuesta del todo. El resto de nuestro almuerzo fue una conversación bastante buena y respetuosa que nos unió el uno al otro y —espero— que esto lo haya ayudado a ver algunos de los defectos de su perspectiva mundial.
Buenas preguntas
Responder a una pregunta con otra pregunta tiene más ventajas significativas que responder directamente. Saca a la superficie las conjeturas del interrogador. También lo libera a usted —la persona interrogada— de la presión para ponerla sobre el que está haciendo la pregunta. Esto es importante porque cuando nos ponemos a la defensiva, nuestros interrogadores no están luchando con sus problemas, sino sencillamente están observando lo incómodo que nos sentimos. Por ejemplo, los principales sacerdotes y los maestros de la ley desafiaron a Jesús con esta pregunta: «Dinos, ¿con qué autoridad haces estas cosas, o quién te dio esta autoridad?». Su respuesta fue una pregunta: «Decidme el bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres?» Después de un corto periodo para tratar de decir algo, le dijeron que no sabían la respuesta. Jesús les mostró que su pregunta deshonesta no merecía una pregunta al declararles: «Tampoco yo os diré con qué autoridad hago estas cosas.» (Lucas 20.1–8). En realidad, la pregunta de los maestros fue simplemente un ataque expuesto como pregunta.
Responder a estos ataques con preguntas no solo le quita la presión y la desvía hacia la otra persona, sino también disminuye la hostilidad. A las personas generalmente no les agrada dichos cambios y se ajustarán a la situación. Responder una pregunta con otra pregunta también ayuda a que la persona acepte una respuesta que de otra forma no aceptaría. La conversación de Jesús con la mujer samaritana se ajusta a este patrón (Juan 4.1–26). Las nociones que esta mujer tenía sobre la justicia, el pecado, y la adoración necesitaban ser desafiadas antes de que pudiera aceptar la forma en que Jesús veía estos temas. Sin sus preguntas, es poco probable que hubiera llegado al punto de la fe salvadora.
Para estar seguros, hay momentos cuando una respuesta directa es mejor, particularmente cuando el interrogador es sincero y sabemos que se beneficiaría de una declaración concisa y clara de lo que la Biblia dice.
Hubo ocasiones cuando Jesús no se andaba por las ramas. Un ejemplo es su respuesta directa para el maestro de la ley que quería saber cuál era el mandamiento más importante (Marcos 12.28–31). Sin embargo a menudo necesitamos abstenernos de responder e iniciar un diálogo genuino con una pregunta. Cuando su compañero de trabajo le pregunte —con un tono acusatorio— por qué todavía cree en Dios a pesar de todas las personas que mueren de sida, pregúntele cómo explica él tan terrible tragedia. Cuando su vecino le pregunte por qué usted no cree que Jesús era tan solo un maestro moral, pregúntele por qué piensa él que Jesús era un buen maestro. ¿Ha leído él mucho sobre las enseñanzas de Jesús? ¿Cuál cree él era el mensaje principal que enseñaba Jesús? Nuestro mensaje es demasiado importante para que permitamos que siga cayendo en oídos sordos. Nuestras respuestas realmente son las que las personas necesitan oír si podemos lograr que tan solo las escuchen.
El apóstol Pedro seguramente estaba en lo correcto cuando nos pidió que estuviéramos «siempre preparados para presentar defensa ante todo el que os demande razón» (1 Pedro 3.15). Pero podemos seguir el método de Jesús de responder a una pregunta con otra pregunta.
Por Randy Newman. Discipleship Journal