SALVACIÓN HASTA LO SUMO

«Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebreos 7:25).
La salvación es una doctrina peculiar de la revelación. La Biblia nos ofrece una historia completa de ella, sin que en ningún otro sitio podamos encontrar más indicios. Dios ha escrito muchos libros, pero sólo uno ha tenido como objeto la enseñanza del camino de la misericordia. Ha escrito el gran libro de la creación, cuya lectura es para nosotros un deber y un placer.

Es un volumen embellecido en sus cubiertas con brillantes piedras preciosas y con policromos tonos, conteniendo su interior maravillosas páginas, ante las cuales el sabio se extasía por siglos, y encuentra siempre en ellas nuevos termas para sus conjeturas. La naturaleza es la cartilla donde el hombre puede aprender el nombre de su Hacedor. Él ha adornado con bordados, oro y pedrería. Hay doctrinas de verdad en las poderosas estrellas, y lecciones escritas en verdes campos y en el brotar de las flores. Cuando contemplamos la tormenta y la tempestad, leemos en los libros de Dios, porque todas las cosas nos hablan de El, como si fuera mismo quien hablara; y si nuestros oídos están abiertos podemos oír su voz en el murmullo de cada arroyuelo, en el retumbar de cada trueno, en el resplandor de cada rayo, en el parpadeo de cada estrella, y en los tiernos capullos de las flores. Dios ha escrito el gran libro de la creación para enseñarnos cuán infinito y poderoso es; pero en él no encuentro nada sobre la salvación. Las rocas dicen: «La salvación no está en nosotras»; el viento sopla, pero su ulular no nos habla de salvación; las olas rompen en la playa, pero entre los restos de náufragos que nos traen no hallamos rastro de salvación; las profundas simas de los océanos encierran perlas en sus entrañas, pero no encierran la perla de la gracia; los cielos estrellados son recorridos por meteoros fulgurantes, pero no hay en sus estelas señales de salvación. Nada nos habla de salvación a no ser este libro escrito por la misericordia del Padre, donde encuentro su bendito amor revelado a la gran familia humana, para decirles que están perdidos, pero que El puede salvarlos, y que al salvarlos, Él es «el justo y el que justifica». La salvación, pues, tenemos que hallarla en las Escrituras y solamente en ellas; porque en ninguna otra parte podríamos encontrarla. Y puesto que ha de ser hallada en las Escrituras, sostengo que la doctrina principal de la revelación es la salvación. No creo, por lo tanto, que la Biblia me haya sido enviada para enseñarme historia, sino para hablarme de la gracia; tampoco para ofrecerme un sistema filosófico, sino para enseñarme teología; ni, mucho menos, para educarme. en la sabiduría humana, sino en la sabiduría del Espíritu. por consiguiente, es mi firme opinión que toda predicación sobre filosofía y ciencia debe ser apartada del púlpito. Con esto no pretendo poner coto a la libertad de nadie, porque Dios es el único juez de la conciencia del hombre; pero si profesamos ser cristianos, debemos predicar cristianismo; y si nos llamamos ministros de Cristo, perdemos el tiempo tontamente, engañamos a nuestros oyentes e insultamos a Dios, si en lugar de hablar de salvación nos dedicamos a disertar sobre botánica o geología. Todo aquel que no predique siempre el Evangelio, no debiera ser considerado como ministro de Dios.

Lógicamente, pues, es de la salvación de lo que quiero hablaros. Hemos de destacar en nuestro texto varios puntos importantes. En primer lugar, se nos dice quiénes son los que serán salvos: «los que se allegan a Dios por medio de Cristo»; a continuación, hasta dónde puede salvar el Salvador: «puede salvar eternamente»; y por último, la razón por la que puede salvar: «porque vive siempre para interceder por ellos».

1. Primeramente se nos dice QUIÉNES SON LOS QUE HAN DE SE SALVOS. Y éstos son «los que se allegan a Dios por Jesucristo». No encontramos aquí ninguna discriminación de secta o denominación. No dice, los bautistas, los independientes, o los episcopales que se acerquen a Dios por Jesucristo, sino simplemente «los que»; por lo que yo entiendo que son todos aquellos, sin distinción de credo, jerarquía o clase, que no hagan otra cosa que acercarse a Cristo. Éstos serán salvos cualquiera que sea su aparente posición ante los hombres o cualquiera que sea la denominación a que pertenezcan.

1. Ahora consideraremos a quién se allegan estas personas. «Se allegan a Dios.» Por acercarnos a Dios no debemos entender una mera devoción superficial, ya que esto puede no ser más que una manera solemne de pecar. Qué espléndida confesión encontramos en el Devocionario de la Iglesia Anglicana: «Todos nos hemos apartado y extraviado de tus caminos como ovejas perdidas; hemos hecho lo que no debíamos y dejado de hacer lo que debiéramos; no hay nada bueno en nosotros». No hay en toda la lengua inglesa una declaración más hermosa; y sin embargo, amigos, ¡cuán harto frecuente, hasta el más bueno de nosotros, nos hemos burlado de Dios al repetir estas palabras verbalmente, creyendo que hemos *****plido con nuestro deber! ¡Cuántos de vosotros venís a la capilla y, aunque dobláis vuestras rodillas en oración y cantáis himnos de alabanza, debéis confesar vuestra ausencia! Amigos míos, una cosa es ir a la capilla o a la iglesia y otra muy distinta es ir a Dios. Hay muchas personas que pueden orar elocuentemente y que así lo hacen, y quienes han aprendido una forma de orar de memoria o, quizá, emplean expresiones improvisadas de su propia invención, pero que en lugar de ir a Dios, se apartan de El en todo momento. Persuadios de que no debéis contentaros con simples formalidades. Habrá muchos condenados que, según ellos, no habrán profanado el domingo; pero que durante toda su vida estuvieron violándolo. Tan posible es quebrantar el domingo en la iglesia, como en el parque; tan fácil en esta solemne asamblea, como en vuestras propias casas. Realmente profanáis el día del Señor cuando os limitáis simplemente a *****plir con la obligación; y una vez *****plida, os volvéis a vuestros hogares muy contentos creyendo que ahí acabó todo -que habéis hecho el trabajo del día- mientras que en ningún momento os habéis acercado a Dios, sino a las ceremonias y ritos externos, lo cual no es, en modo alguno, acercarse a Dios.

Permitid que os repita de nuevo que acercarse a Dios no es lo que muchos de vosotros suponéis, es decir: realizar de cuando en cuando un acto de devoción y dedicar al mundo la mayor parte de vuestra vida. Creéis que si a veces sois sinceros, y de vez en vez eleváis al cielo una ferviente súplica, Dios os aceptará; y aunque vuestra vida sea aún mundana y vuestros deseos carnales, suponéis que gracias a esta devoción ocasional, Dios se contentará y en su infinita misericordia borrará vuestros pecados. Os digo, pecadores, que es imposible traer a Dios una mitad sin entregarle la otra. Si una persona entra aquí, supongo que habrá traído todo su ser; del mismo modo, si alguno va a Dios no puede llevarle sólo una mitad, negándole la otra. Todo nuestro ser debe ser entregado al servicio de nuestro Hacedor. Debemos acudir a El con una entrega total, dejando cuanto somos y cuanto podamos ser, para estar completamente consagrados a su servicio, o de otro modo nunca habremos ido a Dios como es debido. Me maravillo al ver cuanta gente, en estos días, intenta amar al mundo y a Cristo al mismo tiempo; como dice el viejo proverbio: «Ponen una vela a Dios y otra al diablo». A veces, cuando les conviene ser religiosos, son verdaderamente buenos cristianos; pero dejan de serlo cuando creen que la religión puede ocasionarles algún contratiempo. Os prevengo que no os ha de servir de nada el tratar de contemporizar de ese modo. «Si Jehová es Dios, seguidle; y si BaaI, id en pos de él.» Me gustan los hombres íntegros de la clase que sean. Dadme un hombre que sea pecador, que tengo esperanzas para él si veo que reconoce sus vicios y tiene conciencia de su propia condición; pero si me dais uno que sea indiferente, que no sea lo bastante osado para darse al demonio, ni lo suficientemente sincero para entregarse por entero a Cristo, os digo que desespero de él. Quien quiera pertenecer a ambos, es un caso completamente perdido. ¿Creéis, pecadores, que es posible servir a dos señores, cuando Cristo ha dicho que no? ¿Os

imagináis que podéis andar con Dios y con Mammón al mismo tiempo? ¿Podréis dar una mano a Dios y otra al diablo? ¿Suponéis que se os permitirá beber en la copa del Señor y en la de Satanás, a la par? Os digo que seréis apartados como malditos y miserables hipócritas, si acudís a Dios de esta manera. El quiere que vengáis totalmente, o, de otra forma, no os recibirá. El hombre, todo él, debe buscar a Dios y derramar toda su alma a Sus pies. No hay otra manera de acercarse a Dios. ¡Oh!, los que claudicáis entre dos pensamientos, recordad lo que os he dicho y temblad.

Me parece oír a alguno que dice: «Bien, díganos pues, que es acercarse a Dios». A este le contesto que acercarse a Dios implica dejar algo. El que se acerque a Dios ha de abandonar sus pecados, su propia justicia, sus malas y sus buenas obras; y acudir a Él dejándolo todo.

Además, acercarse a Dios presupone que no existe aversión hacia El; porque nadie se acercará a Dios mientras le odie; antes al contrario, procurará más bien alejarse de Él. Acercarse a Dios significa sentir amor hacia Él y desear estar a su lado. Pero sobre todo, es orar y tener fe en Él. Esto es acercarse a Dios, y los que así lo hacen se encuentran entre los salvos; sus espíritus anhelantes apresuran sus pasos.

2. Observemos a continuación de qué forma se allegan. «Se allegan a Dios por medio de Cristo.» Hemos conocido a muchos que dicen que su religión es la naturaleza, y que adoran a Dios en ella; los cuales creen que pueden acercarse a Él prescindiendo de Jesucristo y despreciando su mediación; estos, en caso de peligro, dirigen sus oraciones a Dios sin fe alguna en el Mediador. ¿Imagináis, acaso, que el Gran Dios, vuestro Creador, va a oíros y salvaros prescindiendo de los méritos de su Hijo? Solemnemente os aseguro en el santísimo nombre de Dios, que jamás, desde la caída de Adán, ha sido contestada por Dios el Creador oración alguna para salvación sin la mediación de Jesucristo. Nadie puede ir al Padre si no es por Jesucristo; y si alguno de vosotros niega su divinidad, si vuestras almas no se acercan a Dios por los méritos del Salvador, mi lealtad me obliga a deciros claramente que estáis condenados; porque por muy afables que seáis, no podéis tener razón a menos que creáis en El. Elevad cuantas oraciones queráis, que, a menos que las presentéis en el nombre de Cristo, seréis condenados. No os servirá de nada si las lleváis al trono vosotros mismos. «Vete de aquí, pecador, vete de aquí -dice Dios-; nunca te conocí. ¿Por qué no pusiste tus plegarias en las manos del Mediador? Ciertamente hubieran sido respondidas. Pero por presentármelas tu mismo, ¡mira lo que hago con ellas» Y leyendo tus peticiones, las esparcirá a los cuatro vientos del cielo; y tú te marcharas sin ser oído, y sin la salvación. El Padre no salvará a nadie fuera de Cristo; no hay en el cielo ni una sola alma que no haya sido salvada por Jesucristo; no hay ni siquiera uno que haya ido a Dios directamente, sin pasar por Jesús. Si queréis estar en paz con Dios, debéis acercaros a Él por los méritos de Cristo, porque Él es el camino, la verdad y la vida; presentando siempre su justicia, y solamente la suya.

3. Empero cuando éstos se allegan, ¿por qué lo hacen? Hay algunos que creen venir a Dios, pero no lo hacen movidos por el motivo que debieran. ¡Cuántos estudiantes acuden a Dios suplicando ayuda para sus estudios! ¡Cuántos comerciantes le piden que les resuelva sus problemas! Están acostumbrados, ante cualquier dificultad, a elevar tal tipo de oración que, si conocieran su valor, desistirían del intento; porque «el sacrificio de los impíos es abominación a Jehová». El pobre pecador sólo tiene un objetivo al ir a Cristo. Para él, si el mundo le fuese ofrecido, no merecería la pena aceptarlo si tuviese que perder a Cristo. Imaginaos a un hombre sentenciado a muerte, encerrado en la celda de los condenados; tañe la campana; pronto será sacado para morir en la horca. Toma, hombre, te he traído un hermoso vestido. ¡Qué! ¿No te alegras? ¡Mira, está recamado de plata! ¿No ves como brillan sus piedras preciosas? Un vestido como este cuesta cientos y cientos de libras; su confección es de la más delicada artesanía. ¡Se sonríe despectivamente! Escucha, voy a ofrecerte algo más. Toma; el titulo de propiedad de una gran posesión: grandes terrenos, suntuosas mansiones, parques y bellos jardines. Todo es tuyo. ¡Cómo! ¿Aun no te alegras? Si hubiese dado todas estas cosas a cualquiera que pasara por la calle, aún siendo más rico que tú, habría saltado de alegría. Y ¿no vas a esbozar ni tan siquiera una sonrisa cuando te estoy vistiendo de oro y haciéndote inmensamente rico? Probaré una vez más. También tengo la púrpura del Cesar para ti; ponía sobre tus hombros; cíñete su corona, que no se asentará en ninguna cabeza que no sea la tuya. Es la corona de los imperios que no conocen fronteras. Te haré rey; en tus dominios jamás se pondrá el sol; reinarás de polo a polo. ¡Levántate! ¡Que te llamen César! Eres emperador. Pero ¡cómo!, ¿aún no sonríes? ¿Qué es lo que quieres, pues? «Aparta de mí esa futilidad -dice quitándose la corona- Rompe esa escritura sin valor. Llévate ese vestido y deja que el viento lo arrastre. Entrega todo esto a los reyes de la tierra; a ellos, que tienen vida; porque yo he de morir, y, ¿de qué me servirán tus presentes? Tráeme el perdón, y no me importará no ser Cesar. Déjame vivir como un mendigo, y no morir como un príncipe.» Éste es el caso del pecador cuando se acerca a Dios. Acude buscando salvación y dice:

«Desdeño las riquezas y el honor,

Vanos son los placeres de este mundo;

Nunca satisfarán mi sed de amor.

Dame a Cristo, Señor, sin Él me hundo».

Solamente pide misericordia. ¡Oh, amigos míos!; si alguna vez habéis acudido a Dios clamando salvación, y sólo salvación, habéis pedido lo que El quiere. Estad seguros que no os defraudará. Si pidiereis pan, ¿os daría piedras? Si así fuera, podríais arrojármelas a mi. Si yo os ofreciera riquezas, poca cosa sería. Por eso debemos predicar al pecador que viene a Cristo, la dádiva que mendiga -el don de la salvación por Cristo Jesús, Señor nuestro- que puede ser suyo por la fe.

4. Un pensamiento más sobre este acercarse a Cristo. ¿De qué forma se allegan estas personas? Intentaré describiros cómo acuden algunos a la puerta de la misericordia, según su criterio, para pedir la salvación. He aquí el primero. ¡Un individuo distinguido que llega en carroza tirada por seis caballos! Observad cuán firmemente conduce. Es un hombre de posición que lleva criados con libren y los caballos ricamente enjaezados. Es rico, inmensamente rico. Llega a la puerta y dice: «Llamad por mí; soy lo suficientemente rico, pero, no obstante, me figuro que nunca estará de más que me asegure. Soy un caballero muy respetable. Tengo en mi haber tantas obras buenas y tantos méritos propios que creo, digo yo, que esta carroza me llevará a través del río de la muerte, dejándome sano y salvo en la otra orilla; pero a pesar de ello es elegante ser religioso; así pues me acercaré a la puerta. ¡Portero!, abre las puertas y déjame entrar. Ten presente que soy una persona honorable». Nunca encontraréis las puertas abiertas para este hombre, porque no se acerca a ellas como debiera. Veamos ahora a otro. Este no tiene tantos méritos, pero también tiene los suyos. Viene andando pausadamente y grita: «¡Angel!, ábreme la puerta; he aquí vengo a Cristo, y creo que me gustaría ser salvo; no creo que me hagan falta muchas cosas para salvarme. Siempre he sido un hombre recto, honrado y virtuoso; no me considero muy pecador; tengo prendas propias, pero no me importaría ponerme las de Cristo; no me ofendería por ello. Si es necesario ponerse traje de bodas, puedo traer el mío». Pero las puertas seguirán firmemente cerradas también para éste. Ahora, por último, atended, que se acerca un hombre justo. Desde lejos se oyen sus gemidos y suspiros; se acerca llorando y lamentándose; incluso trae una soga al cuello porque cree que merece ser condenado; viene al trono celestial cubierto de andrajos; y, al llegar a la puerta de la misericordia, le da miedo llamar. Levanta la vista y ve escrito en el dintel: «Llamad, y se os abrirá»; pero no se atreve: teme profanar la puerta con el pobre contacto de su mano. Se decide, y llama quedamente; si la puerta no se abriese seria la más desgraciada de las criaturas. Prueba de nuevo una y otra vez; llama, llama y llama sin cesar, pero nadie responde; aún es pecador, y comprende que es indigno de entrar allí; aún así, no desespera y prueba una vez más, hasta que al final aparece el buen ángel sonriente que le dice: «Pasa, que esta puerta ha sido hecha para los mendigos, y no para los príncipes; la puerta del cielo es para que entren los pobres en espíritu, y no para los ricos. Cristo murió por los pecadores, no por aquellos que son buenos y están sanos; El vino al mundo para salvar a lo abyecto.

«No al justo; pecadores

Jesús vino a llamar.»

¡Entra, pobre, entra!; ¡tres veces bienvenido!» Y los ángeles cantan: «¡Tres veces bienvenido!» ¿Cuántos de vosotros, queridos amigos, habéis venido a Dios por Jesucristo de esta manera? No con la pompa orgullosa del fariseo ni con la hipocresía del bueno que cree merecer la salvación, sino con el sincero lamento del penitente; con el ardiente deseo del alma sedienta por las aguas vivas; bramando como el ciervo que en el desierto busca las corrientes de las aguas; deseando a Cristo como los que esperan la mañana; más que los que esperan la mañana. Tan cierto como que mi Dios está sentado en los cielos, si no os habéis acercado a Él de esta forma, en manera alguna os habréis acercado; pero si así lo habéis hecho, he aquí para vosotros su maravillosa palabra puede salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios».

II. Ya que hemos considerado nuestro primer punto -el ir a Dios-, veremos en segundo lugar: ¿HASTA DONDE PUEDE SALVAR EL SALVADOR? Esta pregunta es tan importante que de su respuesta depende la vida o la muerte; se trata del poder de Cristo. ¿Hasta qué punto puede llegar la salvación? ¿Cuáles son sus confines y términos? Si Cristo es el Salvador, ¿hasta dónde puede salvar? Si Él es médico, ¿hasta dónde llegan sus conocimientos para curar las enfermedades? ¡Cuán excelente respuesta nos da el texto! «Él puede salvar eternamente.» Ahora bien, puedo afirmar con certeza, y ninguno de los que estáis aquí podéis negarlo, que no hay nadie que sepa hasta qué punto alcanza la eternidad. David dijo: «Si tomare las alas del alba, y habitare en el extremo de la mar, aún allí me guiará tu mano.» Pero, ¿quién sabe dónde está el extremo? Pedid restadas alas de ángeles y volad lejos, muy lejos, más allá de la estrella más lejana; id donde nunca ha llegado el batir de las alas, donde el reposado éter está tan tranquilo y sereno como el mismo seno de Dios, y no habréis llegado aún hasta el confín de lo eterno. Aun más; cabalgad en los rayos de la aurora y seguid vuestro viaje más allá de los términos de la creación, donde el espacio se acaba y el caos tiene su reino, que aún así no habréis llegado a la eternidad: está más allá del alcance de la razón o del pensamiento. Sin embargo, nuestro texto nos dice que Cristo «puede salvar eternamente».

1. Pecador, a ti me dirigiré primero, y después a los santos de Dios. Has oído que Cristo «puede salvar eternamente»; por lo cual, debemos entender que lo sumo del pecado, su mayor intensidad, no escapa al poder del Salvador. ¿Hay alguien que pueda decirnos hasta qué grado, hasta qué límite puede llegar el pecado del hombre? Muchos de nosotros creemos que Palmer ha llegado casi al límite concebible de la depravación humana; que ningún corazón podría ser tan perverso como el que proyectó un asesinato tan premeditado y estudió un crimen tan alevoso. Pero yo creo que aún puede haber hombres peores que él, y del mismo modo creo que si se le hubiese perdonado la vida y puesto en libertad, podría superarse a sí mismo en su maldad. Y es más, suponiendo que cometiera otro asesinato, y después otro y muchos más, ¿habría llegado hasta el límite? ¿No es posible que el hombre rebase su propia medida? Durante toda su vida, podrá ser cada día peor. Mas nuestro texto dice que Cristo «puede salvar eternamente», es decir hasta lo sumo. Quizá alguno de vosotros se ha arrastrado hasta aquí creyéndose el más aborrecible de todos los seres, la más perdida de todas las criaturas. «He llegado hasta el límite del pecado», dirá, «nadie podría aventajarme en depravación.» Mi querido amigo, suponiendo que hayas llegado hasta el límite, recuerda que aún así no habrás ido más lejos de lo que la divina misericordia puede alcanzar, porque «Él puede salvar eternamente»; puedes avanzar un poco más todavía, que tampoco habrás llegado al extremo. Por mucho que puedas apartarte, aunque hayas logrado llegar a las mismísimas regiones árticas del vicio, donde el sol de la gracia parece apenas llegar con sus oblicuos rayos, allá puede alcanzarte la luz de la salvación. Si yo viera a un pecador vacilante en su camino hacia el infierno, no le abandonaría aunque hubiese llegado hasta el último peldaño de la iniquidad. Aunque su pie colgara tembloroso sobre el mismo borde de la perdición, no dejaría de orar por él; y aunque, en su pobre embriaguez de maldad, se acercara tambaleándose hasta que uno de sus pies estuviera sobre el mismo averno, y en un segundo pudiera perecer, no desesperaría de él. Mientras el abismo no lo hubiese atrapado en sus fauces, yo creería que la gracia divina podría salvarlo. ¡Mirad! Está al mismo borde de la sima. En un momento caerá; pero antes que esto ocurra, la libre gracia ordena: «¡Sujetad a ese hombre!» La misericordia desciende, le pone sus anchas alas y lo salva, llevándolo como trofeo del amor redentor. Si en esta reunión hubiera alguno así paria de la sociedad, el más vil de lo vil, la escoria, el desecho de este pobre mundo-, ¡Oh, tú, el más grande de los pecadores!, Cristo «puede salvar eternamente». ¡Pregonad mensaje por doquier, en las buhardillas, en las cuevas, en los antros de perdición, en todo cubil de pecado!; ¡anunciadlo por todas partes! «¡Eternamente!» -¡Hasta lo sumo!- «¡Él puede salvar eternamente!»

2. Aun más: No solamente hasta el límite del delito, sino hasta lo sumo del rechazamiento. Os explicaré lo que quiero decir con esto. Muchos de vosotros habéis escuchado el Evangelio desde vuestra juventud. Conozco a varios que están aquí, quienes, como yo, fueron hijos de padres piadosos, y sobre cuyas frentes infantiles continuamente cayeron las más puras gotas del cielo en las lágrimas de su madre; hay muchos aquí que fuisteis criados por alguien cuyas rodillas siempre se doblaron para orar por vosotros. Ella nunca se marchó a la cama sin haber orado antes por ti, su primogénito. Tu madre tal vez se ha marchado al cielo y todas sus oraciones están aún sin responder. A veces lloras. Recuerdas muy bien cómo cogió tus manos y te dijo: «¡Ah!, Juan, destrozarás mi corazón con tu pecado si continuas por esos caminos de perdición; ¡Oh!, si supieras cómo suspira el corazón de tu madre por tu salvación, ciertamente tu alma se ablandaría y te allegarías a Cristo». ¿Recordáis aquel momento? Gruesas gotas de sudor perlaron vuestra frente, y dijisteis -porque no podíais romper su corazón-: «Madre, lo tendré en cuenta»; pero no lo hicisteis; encontrasteis a vuestros amigos y todo se acabó; os sacudisteis de encima la reconvención materna; como la delgada tela de araña soplada por el fuerte viento del norte, no quedó ni rastro de ella. Desde aquel día muchas veces habéis venido a oír al pastor. No hace mucho tiempo que oísteis un poderoso sermón; el predicador habló tan realmente como si hubiese regresado de la tumba; con tanta veracidad, como si él mismo hubiera sido un espíritu que volviera del reino de la desesperación, mostrándoos su propio horrible destino y avisándoos de ello. Recordáis cómo las lágrimas rodaron por vuestras mejillas mientras os hablaba del pecado, la justicia y el juicio que ha de venir; recordáis cómo os predicó a Jesús y la salvación por su cruz, y cómo vosotros os levantasteis de vuestros asientos diciendo: «Si Dios me concede otro día de vida, me volveré a Él con todo mi corazón». Pero, ahí estás, sin convertirte, quizás peor que antes. El ángel sabe dónde has pasado esta tarde del domingo, y el espíritu de tu madre también lo sabe, y si ella pudiese llorar, lo haría sobre ti que has menospreciado el día del Señor y pisoteado su santa Palabra. Pero, esta noche, ¿no sientes en tu corazón el tierno impulso del Espíritu Santo? ¿No oyes una voz que te dice: «¡Pecador!, ven a Cristo ahora»? ¿No oyes la conciencia que te susurra al oído, que te dice tus pasadas transgresiones? ¿No oyes el dulce canto del ángel que te invita diciendo: «Ven a Jesús, ven a Jesús; El quiere salvarte todavía»? Ten por cierto, pecador, que aunque hayas rechazado a Cristo hasta lo sumo, aún te puede salvar. Has pisoteado miles de oraciones; centenares de sermones han sido desaprovechados por ti, y has desperdiciado miles de domingos; has rechazado a Cristo, has despreciado su Espíritu; pero, a pesar de todo eso, El no cesa de llamarte: ¡Vuelve, vuelve, vuelve!’ «Cristo puede salvar eternamente» si vienes a Dios por El.

3. Hay otro aspecto que atrae particularmente mi atención esta noche. Es el del hombre que ha llegado al extremo de la desesperación. Hay personas en este mundo, pobres criaturas, que se han empedernido a causa de una vida de delitos; y cuando al fin han sido despertados por los remordimientos y el aguijón de la conciencia, ha habido un espíritu maligno que, cobijándolos bajo sus alas, les ha dicho que es imposible para los que son como ellos encontrar la salvación. Sabemos de algunos que han ido tan lejos que creen que aún los demonios podrían ser salvos antes que ellos. Se han tenido por perdidos y han firmado su propia sentencia de muerte; y en tal estado de ánimo, han tratado incluso de poner fin a su desdichada vida. La desesperación ha llevado a muchos hombres a una muerte prematura, ha afilado muchos cuchillos y ha preparado muchas copas de veneno. ¿Hay algún desesperado aquí? Lo conozco por su cara sombría y su mirada abatida. Desearía estar muerto, porque cree que la realidad del infierno no sería tan mala como el tormento de estar aquí. ¡Alma desesperada!, ten esperanza aún, porque Cristo «es poderoso para salvar eternamente», y aunque hayas sido encerrado en la mazmorra más profunda del castillo de la desesperación, aunque puerta tras puerta se cierre tras de ti, y el hierro de la reja de tu ventana te haga desistir de limarla y la altura de los muros de tu encierro sea tan enorme que no tengas esperanza de escapar, sabe que hay Uno a la puerta que puede romper todos los cerrojos y saltar todas las cerraduras; hay Uno que puede sacarte fuera al aire libre de Dios y salvarte, porque, por mal que se pongan las cosas para ti, «Él es poderoso para salvarte eternamente».

4. Y ahora, una palabra para los santos, para consolarlos; porque este texto es suyo también. ¡Amado hermano en el Evangelio!, Cristo puede salvarte eternamente. ¿Has caído muy bajo por la aflicción? ¿Has perdido casa y hogar, amigos y fortuna? Aun así, recuerda que no has llegado hasta el límite. Por muy mal que estés podrías estar peor. Y suponiendo que llegaras a no tener ni un harapo con que cubrirte, ni un mendrugo de pan que comer, ni una gota de agua, aún podría salvarte, porque «El es poderoso para salvar eternamente».

Lo mismo ocurre con la tentación. Si fuese asaltado por la más violenta tentación con que jamás persona alguna haya sido probada, Él puede salvarte. Y si hubieses caído en tal trance que el pie de Satanás pisara tu cuello, y el malvado dijera: «Ahora acabaré contigo», aún entonces podría Dios salvarte. Sí, y si vivieras por muchos años con los peores achaques hasta que anduvieses apoyado en un bastón, arrastrando vacilante tu pesada vida, y así sobrevivir a Matusalén, no vivirías más allá de la eternidad, y entonces Él podría salvarte. Y no sólo eso, sino que cuando tu barca sea botada por la muerte en el desconocido mar de la eternidad, El estará contigo; y aunque te cubran densos vapores de tenebrosa oscuridad y no puedas leer en el incierto futuro, aún cuando tus pensamientos te digan que serás destruido, Dios «podrá salvarte eternamente».

Así, pues, amigos, si Cristo puede salvar a los cristianos eternamente ¿creéis acaso que permitirá que alguno de ellos perezca? Esté donde esté y vaya donde vaya, espero poder elevar siempre mi más firme protesta contra la más perversa de las doctrinas: la de que los santos pueden apostatar y perderse. Hay ministros que predican que una persona puede ser un hijo de Dios (ahora, ¡ángeles!, no oigáis lo que voy a decir; oidme vosotros, los que estáis abajo en el infierno, que os puede interesar), que un hombre puede ser hijo de Dios hoy e hijo del demonio mañana; que Dios puede absolver a un hombre y más tarde condenarlo -salvarlo por gracia y luego dejarlo perecer-; que puede permitir que una persona sea arrebatada de la mano de Cristo, aunque El haya dicho que tal cosa jamás ocurrirá. ¿Cómo podéis explicaros esto? Si tal cosa sucediera no sería por falta de poder, sino de amor; y, ¿osaríais acusarle de ello? El está lleno de amor; y puesto que también es todopoderoso, nunca permitirá que ninguno de su pueblo perezca. La verdad es, y lo será siempre, que Él salvará eternamente.

III. Ahora, y por último, consideraremos: ¿POR QUÉ JE-SUCRISTO «ES PODEROSO PARA SALVAR ETERNAMENTE»? La respuesta es: «Porque El vive siempre para interceder por ellos». Esto implica que murió, lo cual es, verdaderamente, la maravillosa fuente de su poder salvador. ¡Oh, cuán dulce es meditar en la grande y admirable obra que Cristo ha hecho, por la que ha llegado a ser «el Pontífice de nuestra profesión», poderoso para salvarnos! Es consolador volver m la vista al Calvario, y contemplar sobre el árbol de la cruz aquella figura agonizante; es dulce, maravillosamente dulce, atisbar con los ojos del amor por entre aquellos apretados olivos, y oír los lamentos del Hombre que suda gruesas gotas de sangre. Pecador, si me preguntas cómo Cristo puede

salvarte, te diré que puede hacerlo porque no se salvó a sí mismo; El puede salvarte porque llevó tus pecados y sufrió tu castigo. No hay otro camino de salvación que no sea el de la satisfacción de la justicia divina. O debe morir el pecador, u otro en su lugar. Pecador, Cristo puede salvarte, porque si vienes a Dios por El, entonces murió por ti. Tenemos una deuda para con Dios, y El nunca la perdona: debe ser pagada. Cristo la pagó por nosotros, el pobre pecador queda en paz.

En este texto se nos da también otra razón por la que Él puede salvar: No solamente porque murió, sino porque vive para interceder por nosotros. Aquel Hombre que una vez murió en la cruz está vivo; aquel Jesús que fue sepultado en la tumba vive; y os diré qué es lo que está haciendo ahora. ¡Escuchad, si tenéis oídos! ¿No le has oído, pobre penitente pecador? ¿No oíste su voz, más dulce que el sonido del arpa? ¿No has oído una voz embelesadora? ¡Escucha!, ¿qué es lo que ha dicho? «¡Oh Padre mío, perdona a…. menciona tu propio nombre – ¡Oh, Padre mío, perdónale; no sabía lo que se hacia. Es cierto que pecó contra la luz, el saber y las amonestaciones; es verdad que pecó obstinada y miserablemente; pero, Padre, ¡perdónale!» Penitente, si puedes escuchar, lo oirás rogando por ti. Y es por esto que puede salvar.

Y para finalizar, permitidme una amonestación y una pregunta. Recordad que la misericordia de Dios tiene un límite. Hemos visto por las Escrituras que «Él puede salvar eternamente»; pero existe un límite a este propósito de salvación. Si leemos la Biblia correctamente, encontraremos en ella un pecado que jamás tendrá perdón. Es el pecado contra el Espíritu Santo. Tiembla, impenitente pecador, no sea que lo cometas. Este pecado no presenta las mismas características en cada persona; pero en la mayor parte de ellas consiste en sofocar su propio convencimiento de culpabilidad. Temblad, amigos que me oís, no sea que este sermón sea el último que oigáis. Marchaos y burlaos del predicador, si queréis; pero no olvidéis esta amonestación. Pudiera ser que la próxima vez que os riáis de un sermón, os burléis del predicador, o menospreciéis un texto, en el mismo momento que profiráis la blasfemia, Dios diga: «Se ha dado a los ídolos, dejadle solo; mi Espíritu nunca más disputará con ese hombre; nunca más le hablaré». Ésta es la amonestación.

Y con la pregunta acabo. Cristo ha hecho tanto por ti, ¿qué has hecho tú por Él? ¡Pobre pecador!, si sabes que Cristo murió por ti -yo sé que lo hizo si te arrepintieses-, y si tu supieras que un día puedes ser suyo, ¿le escupirías ahora? ¿Te burlarías del día del Señor si supieras que puede llegar a ser tu día? ¿Despreciarías a Cristo si supieras que El te ama ahora, y que te manifestará su amor un día? Muchos os aborreceréis a vosotros mismos cuando conozcáis a Cristo, porque no lo tratasteis mejor. Él vendrá a vosotros una de estas claras madrugadas, y os dirá: «Pobre pecador, yo te perdono»; levantaréis los ojos a su cara, y diréis: «¿Qué? ¿El Señor perdonarme a mí que acostumbro a maldecirle, y me burlo de los suyos y desprecio todo cuanto tiene que ver con la religión…? ¡Perdonarme?» «Sí», dice Cristo, «dame la mano; yo te amaba cuando tu me odiabas. ¡Ven conmigo!». Estoy seguro que nada romperá tanto vuestro corazón como el conocer el modo en que pecasteis contra Aquel que tanto os amó.

¡Oh!, amados, oíd el texto otra vez «Él puede salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios». Yo no soy orador ni tengo elocuencia; pero si fuera lo uno y tuviera la otra, os predicaría con toda mi alma. Ahora, todo lo que puedo hacer es seguir hablando y deciros lo que sé; sólo puedo deciros otra vez que:

«Él puede, Él quiere, no vuelvas a dudar.

El libre amor de Dios nos glorifica;

Venid, sedientos a la Gran Bondad.

Su gracia, que Él nos da, a Él nos acerca;

Creed y arrepentiros de verdad.

Sin nada de vosotros,

Venid a Jesús, venid y comprado».

Porque «Él puede salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios». ¡Oh, Señor, haz que los pecadores vengan! ¡Espíritu de Dios, hazlos venir! ¡Fuérzalos a venir a Cristo por tu dulce coacción, y no permitas que nuestra palabra sea vana o nuestro trabajo perdido! ¡Por amor de Jesucristo! Amén.

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