No cabe duda de que las expectativas hacia los pastores han cambiado dramáticamente en los últimos años. Hace apenas uno o dos siglos se esperaba que el pastor fuera un expositor de la Palabra y que realizara las tareas ceremoniales de la iglesia, tales como bautismos, casamientos y funerales. Hoy se espera que el pastor también sepa cómo atraer a la gente a la congregación, sea un administrador eficiente, maneje el arte de aconsejar, sea diestro en la computadora y proyecte objetivos a mediano y largo plazo para la congregación.
También deben distinguirse por ser personas cálidas, que proyecten la sensación de intimidad con cada uno de los que asisten a los cultos. Las personas que son parte de la congregación desean sentirse valoradas y amadas por sus pastores.
¿Qué debe hacer el pastor? Es muy difícil siquiera identificar todas las expectativas que se proyectan sobre su persona. La mayoría de la gente nunca las expresa abiertamente, pero de alguna manera logran presionar al pastor para que responda a la imagen que ellos se han formado de él. El pastor, por su parte, se siente frustrado de que no siempre pueda llenar estas expectativas y cae en el desánimo o la indiferencia.
No todas las expectativas provienen de los miembros de la congregación. Muchas son auto impuestas. El pastor trabaja con una medida del éxito que muchas veces resulta imposible de alcanzar. El temor al fracaso lo lleva a que se comprometa con más proyectos y personas de los que es capaz de manejar, y con ello crea más tensión.
Examinemos algunas de las expectativas más comunes con las que debe convivir el pastor.
El líder efectivo
Una de las expectativas más atrincheradas en la iglesia contemporánea es la percepción de que el pastor es una persona que posee habilidad para reclutar, motivar y capacitar, que provee clara dirección a la congregación. Es sabio en manejar diferencias y se conduce con gracias ante las autoridades del gobierno. Entiende la forma más efectiva de organizar los múltiples departamentos de la congregación, como también la buena administración de los recursos que la iglesia posee.
La mayoría de pastores, sin embargo, llegaron al ministerio por su amor a la Palabra, el estudio y la enseñanza de la misma. Poseen habilidades para relacionarse con la gente, pero cuando descubren todas estas otras facetas del ministerio comienzan a dudar de su llamado.
Esto acaba por crear una tensión entre el llamado a la santidad y los aspectos prácticos del ministerio. Se sienten intimidados por los logros del pastor de la mega iglesia, porque su grupo no prospera de igual manera, y acaban por cuestionar su vocación.
Comezón de oídos
Otra expectativa, antigua pero más visible hoy, es que la gente espera del pastor que él les diga lo que quieren escuchar. El deseo de no ofender a las personas se junta con estas expectativas y el pastor acaba siempre predicando mensajes de éxito y prosperidad.
El Señor, sin embargo, no solamente nos llama a ser instrumentos de consuelo y ánimo, sino también la voz profética, aun cuando esto signifique hablar de temas que nadie quiere escuchar. Predicar un mensaje poco popular puede costar un alto precio. En ocasiones el cuerpo de ancianos puede responder de tal manera que censuran al pastor o, incluso, lo obligan a renunciar.
Armador de programas
La iglesia se ha dejado afectar en gran manera por el consumismo. Muchas personas llegan a una congregación esperando que la misma posea todos los programas que ellos requieren para el desarrollo de su familia. La vara con la que miden la congregación es «si cubre mis necesidades».
En esta situación el pastor es considerado el principal responsable de armar los programas que a la gente les gustaría. Muchas veces significa que el pastor mismo los lleve a cabo, porque no existen suficientes voluntarios para cubrir todos los puestos.
Proveedor de soluciones (preferentemente, sencillas)
En mi opinión, la expectativa más dura a la que se enfrenta el pastor es que para cada problema existe una solución. Es la responsabilidad de él proveer esas soluciones para quienes las requieren.
Las personas de la congregación no quieren escuchar que la vida es dura, que el dolor es parte de nuestra realidad cotidiana y que Dios no siempre nos indica por qué estamos envueltos en el problema que enfrentamos. Más bien esperan que el pastor encuentre la forma en la que ellos vivan sin sobresaltos.
Estas expectativas son primordialmente el resultado de la vida en una sociedad de consumo. Cada publicidad nos ofrece el producto o servicio que nos promete la felicidad y plenitud de vida. Comenzamos a creer que una vida sin angustias ni lágrimas es posible. La enorme industria del entretenimiento ofrece versiones románticas de la vida en la que los problemas se resuelven en el lapso de una hora.
La revolución industrial también generó el mito de que los avances tecnológicos aseguraban la felicidad del individuo. Estamos convencidos de que muchas de las dificultades que afrontamos se solucionarían si tuviéramos más recursos o accediéramos a mejores pertenencias de las que poseemos. A esto se le ha sumado, en años recientes, el evangelio de la prosperidad, que ha intentado espiritualizar este materialismo desenfrenado. En el fondo, terminamos creyendo que si practicamos bien nuestro cristianismo y oramos suficiente, Dios nos dará todo lo que queramos.
El pastor se encuentra atascado en medio de todas estas expectativas. El enfermo quiere sanidad. El desempleado necesita trabajo. El pobre busca riquezas. Al soltero le encantaría una esposa. Cada uno de estos pedidos son legítimos, pero la presión es insoportable para el pastor cuando se espera que él sea el que abra las puertas del cielo para que lleguen estas bendiciones.
En tiempos pasados las personas vivían en circunstancias de sufrimiento y penuria, muchas veces durante años. La perseverancia y el contentamiento que practicaban se consideraban verdaderas virtudes. Nadie cuestionaba la espiritualidad de sus vidas ni les señalaban que ese sufrimiento indicaba que seguramente vivían en pecado. Algunos de ellos, incluso, se convirtieron en los héroes y santos que inspiraron a generaciones de creyentes. Hoy, sin embargo, la gente exige al pastor soluciones, ¡y rápido!
Aquellos que insisten en que Dios debe intervenir en cada situación de dificultad no lo engrandecen. Al contrario, terminan por empobrecerlo. La gloria de un padre no es resolverle los problemas a sus hijos, sino darle las herramientas para que ellos mismos aprendan a resolverlos. Con frecuencia resolverlos significa que deben aceptar las limitaciones que poseen, para abrazarse a la Palabra que recibió el apóstol Pablo: «te basta mi gracia».
Convivir con las expectativas
La mayoría de nosotros experimentamos mucha presión por las expectativas presentes en nuestra vida. Quizás sea necesario hablar, con toda claridad, sobre algunas de las expectativas con las personas involucradas. La conversación puede ser el espacio en el que estas expectativas se podan, para que sean más realistas. Siempre es más sano que una expectativa sea visible y no permanezca escondida.
También resultará de mucha ayuda que usted identifique sus fortalezas y debilidades. En aquellas áreas donde usted no posee grandes capacidades, deberá reclutar a personas que lo acompañen y que le ayuden a alivianar la carga pastoral.
La realidad, sin embargo, es que nunca lograremos resolver por completo el tema de las expectativas. Debemos darnos cuenta de que el rol de pastor se presta para que la gente proyecte sobre nosotros sus sueños y ambiciones. Nuestro rol es ambiguo. En ocasiones nos tratan con injusticia. A veces nos acostamos a la noche sintiendo que no cumplimos tan bien nuestro trabajo como podríamos.
No obstante, Dios nos ha llamado a ser sus representantes, ministrando en estas condiciones. Aceptar esta realidad será, en últimas instancias, más productivo que pelearse con el sistema o llenarse de amargura. Cuando uno sale a caminar no es grato descubrir que el sendero está bloqueado por una enorme piedra. Dar la cabeza contra la piedra no producirá ningún cambio. Habrá que encontrar la forma de pasar por el costado, aunque resulte más trabajoso.
Podemos fijar nuestros ojos en la declaración de Pablo: «el que comenzó en ustedes la buena obra la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús» (Fil 1.6). Si él aún persevera, nosotros también debemos hacerlo, pues estamos trabajando por lo eterno y el trabajo requiere de paciencia y perseverancia. La última palabra en la vida de cada uno de nosotros la pronunciará el Señor.
Darle esperanza a la gente cuando no existe ninguna solución aparente a sus dificultades es una de las duras tareas que enfrenta cada pastor. Nadie nos prometió, sin embargo, que el ministerio sería fácil. Confrontados con expectativas exigentes en extremo, nuestra tarea es ser fieles a nuestro llamado y ayudar a las personas a no mirarnos a nosotros, sino a Dios.
Por Jay Kesler.
Usado con Permiso de Christianity Today.