El Don de Hablar Espontáneamente

Por Charles Spurgeon
No vamos a tratar la cuestión de sí los sermones deberán ser escritos y leídos, o escritos, aprendidos de memoria y reproducidos; O Si fuese mejor prescindir por completo de apuntes. No nos ocuparemos de ninguno de estos asuntos, si no es de un modo incidental, y pasaremos a considerar el don de hablar espontáneamente, en su forma verdadera y pura, es decir, el habla improvisada, lo que se profiere sin preparación especial, sin notas o pensamientos sugeridos, momentos antes, de predicar.



Mi primera observación es que no recomendaría a nadie que comenzara a predicar de esta manera, por regla general. Si así lo hiciera, mi opinión es que tendría el mejor éxito en la empresa de dejar vacío su templo: se pondría de manifiesto de ese modo, con toda claridad, su don de ahuyentar a la gente. Los pensamientos repentinos que proceden de la mente sin previo estudio, sin haberse investigado los asuntos tratados, deben ser muy inferiores, aun cuando los hombres más inteligentes los profieran; y puesto que ninguno de nosotros se atrevería a glorificarse a si mismo como hombre de genio, o como una maravilla de erudición, mucho me temo que nuestros pensamientos impremeditados sobre la mayoría de asuntos, no fuesen dignos de una atención muy fiel. Sólo un ministerio instructivo puede retener a una congregación en pleno número; el mero hecho de emplear el tiempo en la oratoria, no bastará. En todas partes los hombres nos exigen que les demos alimentos, alimentos verdaderos. Los religiosos modernos cuyo culto público consiste en la palabrería de cualquier hermano que tenga a bien pararse y hablar, van ya disminuyendo, y acabarán por dejar de existir y esto, a pesar de los atractivos halagadores que presentan a los ignorantes y locuaces, porque aun los hombres más violentos y extravagantes en sus opiniones, y cuya idea de la intención del Espíritu es que cada miembro del cuerpo debe ser una boca, se fastidian muy pronto de oír los disparates de otros, por más que les guste mucho proferir los suyos. La mayoría de la gente buena se cansa bien pronto de una ignorancia tan insulsa, y vuelven a las iglesias de las cuales se separaron, o mejor dicho, volverían si pudieran hallar en ellas buena predicación. Aun el Cuaquerismo, con todas sus excelencias, apenas ha podido sobrevivir a la pobreza de pensamiento y de doctrina manifestada en muchas de sus asambleas por oradores improvisados. El método de hablar sin previa preparación, ha salido completamente malo en la práctica, y es esencialmente defectuoso. El Espíritu Santo nunca ha prometido suministrar alimento espiritual a los santos por medio de ministros que improvisan. El nunca hará por nosotros lo que podemos hacer por nuestras propias fuerzas. Si podemos estudiar y no lo hacemos; si la Iglesia puede tener ministros estudiosos y no los tiene, no nos asiste el derecho de esperar que un agente divino supla las faltas que dimanan de nuestra ociosidad o extravagancia. El Dios próvido ha prometido dar de comer a su pueblo alimento material; pero si nos reuniéramos a un banquete sin haber dispuesto algún platillo, confiando todos en el Señor que ofreció dar alimento en tiempo oportuno, el convite no seria de lo más satisfactorio, sino que nuestra necedad seria castigada dejándonos con hambre; y una cosa análoga pasa con los banquetes espirituales que dependen de sermones improvisados, con la diferencia de que los receptáculos espirituales de los hombres, no tienen tanta influencia oratoria como sus estómagos. Hermanos, no intentéis, por regla general, conformaros a un sistema de cosas que se ha manifestado tan generalmente infructuoso, que las pocas excepciones que en él pueda haber, sirven sólo para probar lo defectuoso que es. Toda clase de sermones deben ser considerados y preparados bien por el predicador; y cada ministro, pidiendo luces al cielo, debe entrar plenamente en su asunto, empleando todas sus facultades mentales, hasta donde le sea posible, en pensar con originalidad, después de haber recogido cuantos Informes se hallen a su alcance. Considerando el asunto de que quiera tratar bajo todos sus aspectos, el predicador debe elaborarlo, rumiándolo, digámoslo así, y dirigiéndolo. Habiéndose alimentado primero a sí mismo con la Palabra, debe preparar un nutrimento semejante para los demás. Nuestros sermones deben ser como la sangre de nuestra vida mental, la comunicación de nuestro vigor Intelectual y espiritual; o cambiando de figura, deben ser diamantes bien cortados y engastados, es decir preciosos intrínsecamente, y llevando además las marcas del trabajo artístico mejor. Dios nos libre de ofrecer al Señor lo que no nos cueste nada. Os recomiendo a todos vosotros que evitéis la costumbre de leer vuestros sermones; pero os aconsejo que como un ejercicio muy provechoso, y como un gran auxilio para conseguir el don de improvisar, escribáis muchos de ellos. No se exige este ejercicio tanto a los que escribimos mucho para la prensa, etcétera; pero si no hacéis uso de la pluma de otra manera, debéis escribir a lo menos, algunos de vuestros sermones, y revisarlos con mucho cuidado. Dejadlos en la casa después, pero siempre escribidlos para que así no contraigáis la costumbre de usar un estilo desaliñado. El Sr. Bautain, en su admirable obra sobre el hablar espontáneamente dice: «Nunca seréis capaces de hablar con propiedad en público, a no ser que adquiráis tal dominio sobre vuestros propios pensamientos, que podáis descomponerlos en sus varías partes y analizarlos en sus elementos, y después, cuando os sea necesario, recomponerlos, reunirlos y consagrarlos de nuevo siguiendo un método sintético. Bien, este análisis de la idea que la muestra por decirlo así, a los ojos de la mente, se efectúa bien sólo escribiéndola. La pluma es el escalpelo que diseca los pensamientos, y nunca podréis discernir con toda claridad, todo lo que se contiene en un concepto, ni lograr entender su verdadera extensión, si no escribís lo que veis mentalmente. Sólo haciéndolo así, podréis entenderos a vosotros mismos y lograr ser entendidos por vuestro auditorio.»

No recomiendo la costumbre de aprender sermones de memoria y de reproducirlos, porque este es un ejercicio fastidioso de una facultad inferior de la mente, y un descuido de otras virtudes superiores. El plan más útil y recomendable, es que proveáis vuestra mente de pensamientos relativos al asunto del discurso, y que después los expreséis con las palabras propias que se os sugieran en el momento de predicar. Esta clase de predicación no es extemporánea: las palabras, si, y en mi concepto ellas deben serlo; pero los pensamientos son el resultado de mucho escudriñamiento y estudio. Sólo las personas irreflexivas piensan que esto es fácil, pues lejos de ahí, es el modo más laborioso y eficiente de predicar y tiene sus propias excelencias de que ahora no puedo tratar especialmente, porque eso nos desviaría del punto principal de nuestra discusión.

Nuestro asunto es la facultad pura, no mezclada, de hablar espontáneamente, y a ésta volvamos ahora. Este talento es útil en extremo, y se puede adquirir por casi todos los ministros con un poco de trabajo. Hay algunos que lo poseen, pero se puede decir sin equivocarse, que tal don es raro. Los Italianos que improvisaban en otro tiempo, poseían en tal grado el don de hablar espontáneamente, que sus versos improvisados sobre asuntos sugeridos al momento por los espectadores, muchas veces llegaban a centenares y aun a miles de líneas. Producían tragedias enteras tan espontáneamente, como los manantiales emiten agua; y versificaban media hora o aun una entera de seguida, sin preparación alguna, estimulados sin duda, muchas veces, por un poco de vino italiano. Sus obras impuras no pasan por regla general, de ser mediocres, y sin embargo, uno de ellos, Perfetti, ganó la corona de laurel que antes se había adjudicado solamente a Petrarca y a Tasso. Muchos de ellos producen en nuestros tiempos versos improvisados que están al nivel de las capacidades de sus oyentes, y que son escuchados con la mayor atención. Es probable que no podamos nosotros producir versos, ni es preciso que aspiremos a la facultad de hacerlo. Muchos de vosotros, a no dudarlo, habéis versificado algo: (y ¿quién de nosotros en momentos de debilidad, no lo ha hecho?) pero después dejamos lo que era propio de niños, a causa de que la prosa seria en que se trata de la vida y de la muerte, del cielo y del infierno, y de pecadores que perecen, nos exige todo nuestro pensamiento. El Sr. Wesley solía decir a sus compañeros: «No cantéis himnos compuestos por vosotros mismos.» La costumbre de enunciar rimas de su propia composición, era muy común entre los teólogos de su tiempo. Es de esperar que ésta se haya extinguido ya por completo.

Muchos abogados poseen en alto grado el don de improvisar ¡Deben tener algunas virtudes! Hace pocas semanas que un hombre desgraciado fue acusado del horrible crimen de haber calumniado a un abogado. Fue fortuna para él que no hubiera sido yo su juez, puesto que si una falta tan estupenda y atroz se le hubiera probado, yo lo habría condenado a que fuese repreguntado por su acusador durante el periodo todo de su vida natural, esperando misericordiosamente que ésta fuese corta. Pero muchos de los señores del foro hablan con mucha facilidad, como podréis ver con toda claridad, tienen que improvisar hasta cierto grado, pues a veces no pueden prever el curso del argumento cuya evidencia se les exige, ni la disposición en que se halle el juez, ni los alegatos de la parte contraria. Por buena que hubiera sido la preparación de un asunto, deben surgir, y surgirán, algunos puntos cuya discusión necesitará un entendimiento muy vivo y una lengua muy fluida. A la verdad, he quedado sorprendido muchas veces observando las réplicas ingeniosas, perspicaces y del todo a propósito que los abogados han improvisado en nuestros jurados. Lo que un Licenciado puede hacer abogando por la causa de su cliente, debemos nosotros hacerlo al abogar por la causa de Dios. No debemos permitir que el foro sobresalga al pulpito. Con la ayuda de Dios seremos tan expertos en el uso de las armas intelectuales como cualquiera clase de hombres, sean éstos quienes fueren.

Ciertos miembros de la Cámara de los Comunes han ejercido con el mejor éxito el talento de hablar espontáneamente. Por lo general, entre las tareas de escuchar detenidamente, la más fastidiosa es la de atender a uno de los oradores de la clase común que se encuentran en la Cámara de los Pares, o en la de los Comunes.

Cuando se haya abolido la pena capital, deberá proponerse que aquellos que sean culpables de homicidio, sean compelidos a escuchar a algunos de esos fastidiosos oradores parlamentarios. ¡Qué no lo permitan los miembros de la Real Sociedad Humanitaria! Sin embargo, algunos de los miembros de la Cámara pueden hablar espontáneamente y hacerlo muy bien. Me parece que algunos de los mejores discursos pronunciados por Juan Bright, Gladstone y Disraeli, eran lo que Southey llamaría chorros del gran Geyser, cuando aquel manantial se encuentra en plena actividad. Por supuesto que sus largas oraciones sobre el Presupuesto, o los proyectos de Reforma u otros asuntos, fueron elaborados lo más posible, por medio de una detenida reflexión; pero muchos de sus discursos más breves, han sido improvisados sin duda alguna, y sin embargo, han ejercido una influencia poderosa. ¿Lograrán los representantes de la nación, una destreza en hablar superior a la de los representantes de la corte del cielo? Hermanos, procurad este buen don, y esforzaos de todos modos en conseguirlo. Todos vosotros estáis convencidos de que esta habilidad debe ser un don inapreciable para un ministro. ¿Dice acaso alguno en voz baja: «¡Ojalá que yo poseyera este don, porque en tal caso no me seria necesario estudiar tan arduamente!» ¡Ah! entonces no debéis recibirlo: no sois dignos de tener tal facultad, ni aptos para apreciarla debidamente. Si buscáis este don como una almohada para una cabeza ociosa, caeréis en un gran equívoco, puesto que la posesión de este noble talento os exigirá mucho trabajo para aumentarlo, y aun para retenerlo. Es como la lámpara mágica de la fábula, que no brillaba si no se había limpiado bien, y que se hizo un mero globo oscuro luego que se dejó de limpiarla. Lo que el haragán desea movido por su ociosidad, es lo mismo que nosotros codiciamos movidos por las mejores razones.

Ocasionalmente se oye decir, o se lee, que algunos hombres se han comprometido por bravata, a predicar de improviso sobre cualquier texto que les sea sugerido al subir al pulpito. Una ostentación tan vanidosa, no deja de ser necia y casi profana. Sería tan propio el tener exhibiciones de truhanería en el día de descanso, como el permitir este charlatanismo. Se nos dieron nuestros talentos para otros usos mucho más elevados. Espero que nunca seréis culpables de semejante prostitución de vuestras facultades. Ciertas hazañas de elocuencia convienen bien a una sociedad de debates, pero en el ministerio cristiano son abominables, aun cuando sean practicadas por un hombre tan célebre como lo es Bossuet.

El don de improvisar es inapreciable, porque en caso urgente, pone al que lo posee en aptitud de hacerlo con propiedad bajo los impulsos del momento, y nada tiene de raro que se presenten tales exigencias. Suelen ocurrir aun en las asambleas mejor arregladas. Bien pueden algunos sucesos inesperados, cambiar por completo la dirección premeditada de nuestros pensamientos. Quizá veréis con toda claridad que el asunto escogido seria enteramente inoportuno, y en tal caso obraríais sabiamente tomando otro tema sin vacilar. Cuando se cierra un camino viejo, y no os queda otro remedio que el de preparar otro nuevo para vuestro carro, seréis lanzados fuera del pescante, y los pasajeros sufrirán grandes molestias, a no ser que sepáis llevar vuestros caballos por un terreno arado con tanta facilidad, como por una calzada empedrada a la macádam. Es una gran ventaja en una asamblea pública, después de haber oído los discursos de nuestros hermanos, que os parezcan demasiado frívolos, o tal vez pesados, poder sin hacer referencia alguna a ellos, contrariar con suavidad, el daño hecho, y sugerir al auditorio otros pensamientos más provechosos. Bien puede ser de la mayor importancia este don, en las juntas de la iglesia, cuando se suscitan asuntos que es difícil prever. No han muerto todavía todos los alborotadores de Israel. Fueron apedreados Acán, su esposa y sus hijos, pero deben haber escapado algunos de su familia, puesto que se ha perpetuado, a no dudarlo, su raza, y es necesario tratarla prudente a la vez que vigorosamente. En algunas iglesias, ciertos hombres díscolos se levantarán y hablarán. y cuando lo haya hecho, será conveniente que el pastor replique pronta y convincentemente para que no queden malas impresiones. Un pastor que va a la junta de la iglesia animado del espíritu de su Maestro, confiado en que podrá, con la ayuda del Espíritu Santo, contestar a cualquier espíritu indócil, estará tranquilo, conservará su serenidad, crecerá constantemente la estimación de sus feligreses, y tendrá en paz a su congregación; pero un ministro desprevenido, se verá perplejo, probablemente se encolerizará, se comprometerá, y heredará un mundo de disgustos. A más de esto, bien puede suceder que sin previo aviso se le exija a un ministro que predique, ya por que no llegue el predicador esperado, o por que éste se enferme; o en una asamblea publica, bien puede uno también recibir el impulso de hablar, por más que hubiera resuelto permanecer en silencio: en fin, es fácil que se presenten exigencias por el estilo en cualquier forma de ejercicios religiosos, las cuales hagan el don de improvisar tan precioso como lo es el oro de Ophir.

Que es pues de valor, tal don, nadie lo puede negar; mas ¿cómo puede obtenerse? Esta pregunta me sugiere la observación de que algunos nunca lo conseguirán. Debe tenerse una aptitud natural para hacer una improvisación, así como para el arte patético. Un poeta nace; no se hace.

«El arte puede desarrollar y perfeccionar el talento de un orador, pero no puede producirlo.» Todas las reglas de la retórica, y todos los artificios de la oratoria son insuficientes para hacer a un hombre elocuente: la elocuencia es un don que nos viene del Cielo, y aquel a quien ésta se niega, nunca podrá obtenerla. Este «don de improvisar,» como puede llamársele, nace con algunas gentes, heredado probablemente de la madre. A otros les ha sido negado semejante don: la mala conformación de sus órganos vocales, y lo que es más, la mala conformación de su cerebro, nunca les permitirá hablar con fluidez y facilidad. Podrán quizá no distinguirse por su tartamudeo, y no exagerar su lentitud al hablar sobre verdades obvias, pero nunca serán improvisadores a menos que rivalicen con Matusalén en edad, y quizá entonces, a ser ciertas las teorías de Darwin que hacen descender de una ostra al arzobispo de Canterbury, podrían progresar en términos que al fin fueran oradores. Si algún hermano carece de ese don natural de la oratoria, quizá pudiera elevarse en cualquier otro sentido, hay hombres organizados para hablar bien, así como hay pájaros que lo están para cantar bien; abejas para elaborar miel, y castores para edificar bien. Como decía M. Bautain.

Si un hombre quisiere hablar sin tener que estudiar en el momento de hacerlo, debe por costumbre ser asiduo en el estudio. Quizá esto parezca una paradoja, pero nada hay más sencillo que su explicación. Si yo soy molinero y me traen un costal a mi casa pidiéndome que lo llene de buena harina a los cinco minutos, del único modo que podría yo hacerlo, seria teniendo mi harinero siempre lleno, a fin de poder en el acto abrir la boca del costal, llenarlo y entregarlo. No me pondría a moler en ese instante, pues si así lo hiciera, me seria difícil hacer la entrega con oportunidad, sino que habría estado moliendo antes para tener así lista la harina con que obsequiar el pedido de mi parroquiano. Así, hermanos, debéis emplearos constantemente en moler, o nunca tendréis harina. Jamás podréis expresar de improviso buenos pensamientos, a menos que hayáis adquirido la costumbre de pensar y nutrir vuestro espíritu con alimentos sanos y abundantes. Trabajad afanosamente en todos los momentos de que podáis disponer. Atesorad en vuestros espíritus copiosas provisiones, y entonces, a modo de los comerciantes que poseen almacenes bien surtidos, tendréis efectos listos para vuestros parroquianos; y una vez arreglados en los estantes de vuestro entendimiento, podréis disponer de ellos a cualquiera hora sin imponeros el engorroso trabajo de ir al mercado, arreglarlos, doblarlos y prepararlos. No creo que haya nadie que pueda tener buen éxito en conservar siempre listo el don de hablar de improviso, si no es imponiéndose un trabajo mayor del que ordinariamente se echan a cuestas los que escriben y aprenden de memoria, sus discursos. Tened como regla sin excepción, de que para que una cosa pueda desbordarse, necesita antes rebosar.

La reunión de un caudal de ideas y de expresiones, es cosa útil en extremo.-Hay riqueza y pobreza en las unas y en las otras. El que ha adquirido vastos conocimientos, los tiene bien arreglados, perfectamente comprendidos, y está íntimamente familiarizado con ellos, podía a semejanza de algún príncipe de riquezas fabulosas, regar el oro a diestra y a siniestra entre la multitud. A vosotros, señores, os será indispensable relacionaros estrechamente con la Palabra de Dios, con la vida interior espiritual, y con los grandes problemas del tiempo y la eternidad. De la abundancia del corazón habla la boca. Acostumbraos a meditaciones celestes; escudriñad las Escrituras; deleitaos en la ley del Señor, y no temáis al hablar de cosas que habéis saboreado y con las cuales habéis estado en contacto, es decir, de las buenas nuevas que da Dios. Bien puede suceder que algunos sean tardos en el hablar, al discutir asuntos que se hallen fuera de su experiencia; pero vosotros, movidos por un ardiente amor hacia el Rey, y viviendo en tierna intimidad con él, hallaréis que vuestro corazón os dicta con elocuencia, y que vuestra lengua será como la pluma de los diestros amanuenses. Llegaos a las raíces de las verdades espirituales por medio de un conocimiento experimental de las mismas, y de ese modo podréis exponerlas con facilidad a los demás. La ignorancia de la teología no es cosa rara en nuestros púlpitos, y deberla sorprendernos no el hecho de que haya tan pocos que puedan hacer una buena improvisación, sino el que hubiera muchos capaces de ello, siendo así que los teólogos se hallan tan escasos. Nunca tendremos grandes predicadores, sino hasta que tengamos grandes teólogos. Así como no puede construirse un buque de guerra de un pobre arbusto, tampoco podrán formarse predicadores idóneos de estudiantes superficiales. Si queréis ser fluentes, es decir, desbordaros, llenaos de toda clase de conocimientos, y con especialidad, del conocimiento de Cristo vuestro Señor.

Hicimos antes notar que un caudal de expresiones seria también cosa muy útil a un improvisador; y en efecto, un rico vocabulario es inferior sólo a un buen acopio de ideas. Las bellezas del lenguaje, las elegancias del discurso, y sobre todo, un buen acopio de frases correctas y persuasivas, son cosas que deben escogerse, recordarse y ser imitada en su oportunidad. No os quiero decir con esto que andéis cargando un lapicero de oro y apuntéis todas las palabras sonoras que halléis en vuestras lecturas, para usarlas en vuestro próximo sermón; sino que os hagáis cargo del significado de las palabras para que podáis estimar la fuerza de un sinónimo, juzgar del ritmo de una frase, y apreciar el valor de un expletivo. Debéis dominar el lenguaje, es decir, enseñorearos de las palabras, a fin de que éstas sean vuestros rayos o vuestras gotas de miel. Los meros recogedores de palabras, no son otra cosa que meros acaparadores de conchas de ostras, de vainas de frijol y cáscaras de manzana; pero para el hombre de sólida instrucción y profundos pensamientos, las palabras son canastillas de plata en que ofrecen sus manzanas de oro. Tened esto presente, y procuraos un buen tiro de palabras con que hacer andar el carro de vuestros pensamientos.

Yo creo Igualmente que un hombre que desee hablar bien de improviso, debe cuidar de elegir un asunto que le sea bien conocido. Este es el punto principal. Desde que estoy en Londres, llevando la mira de adquirir la costumbre de hablar de improviso, nunca he estudiado o preparado algo para decirlo en nuestras juntas de oración que se efectúan los lunes en las noches. No he hecho más que aprovechar la oportunidad que en ellas se me presenta, para exhortar del modo más conveniente a mi auditorio; pero habréis podido observar que en semejantes ocasiones nunca escojo asuntos de difícil oposición, o temas que con dificultad se puedan entender, sino que sencillamente limito a pláticas familiares, por decirlo así, basadas en los elementos de nuestra fe. Una vez ya de pie en reuniones de esa clase, el entendimiento de uno hace una revista preguntándose a sí mismo: «¿Qué asunto ha ocupado de preferencia mi pensamiento durante el día? ¿Qué de notable he encontrado en mis lecturas durante la semana que acaba de pasar? ¿Qué impresiona más mi corazón en este momento? ¿Qué se sugiere por los himnos y las oraciones?» Seria inútil pararse ante una congregación con la esperanza de ser inspirado acerca de asuntos que completamente se ignoran: si os halláis tan desprevenidos, el resultado será que como nada sabéis, tendréis probablemente que acabar por confesarlo, y el auditorio no será edificado. Pero no veo qué razón haya para que un hombre no pueda hablar sin previa preparación sobre un asunto que le sea familiar cualquier comerciante bien versado en los negocios propios de su giro, podría explicárselos sin necesidad de ponerse a meditar sobre ellos y es indudable, por lo que a nosotros hace, que debemos estar igualmente familiarizados con el uso esencial de principios de nuestra santa fe. Seria ridículo que nos sintiéramos perplejos al ser invitados a hablar sobre asuntos que constituyen el pan cotidiano de nuestras almas. No veo tampoco qué resultaría en tal caso, de ponerse a escribir antes de hablar, pues que al proceder así, se tendría que improvisar lo que se escribe, y una escritura improvisada es probablemente más débil aun que un discurso pronunciado de igual manera. La ventaja de la escritura consiste en que se presta para una cuidadosa revisión; pero como los buenos escritos pueden expresar sus pensamientos correctamente desde un principio, se infiere que también pueden ser buenos oradores. El pensamiento de un hombre que se halla en pie, hablando sobre un tema que le sea familiar, puede alejarse mucho de su punto de partida, pero será siempre la crema de sus meditaciones puestas en efervescencia por el calor de su corazón. Este, habiendo estudiado antes bien el asunto, aunque no en ese momento, puede desarrollarlo con mucha propiedad; mientras que otro sentándose a escribir, podrá sólo estampar en el papel sus primeras ideas que quizá sean insípidas y vagas.

No esperéis hallaros expeditos para efectuar lo que intentáis, a menos que previamente hayáis estudiado el tema: esta paradoja es un consejo sugerido por la prudencia. Recuerdo haberme visto sujeto a una prueba difícil en una ocasión, y no sé como habría salido del aprieto en que me vi, si no hubiera estado medianamente práctico en la improvisación. Fue el caso que se me esperaba para que predicara en cierto templo, en donde se había reunido una numerosa congregación; y no habiendo podido llegar a tiempo con motivo de haber encontrado algún tropiezo el tren en que yo caminaba, fue otro ministro a ocupar el lugar que me correspondía, y cuando al fin llegué, sin aliento de tanto correr, él estaba ya predicando un sermón. Viéndome aparecer en la puerta y penetrar en la nave, se detuvo y dijo: «Hélo ahí;» y mirándome agregó: «os cedo este lugar, venid y terminad el sermón.» Le pregunté como era natural, cuál era el texto y hasta dónde había hablado sobre él, y me contestó cual era, advirtiéndome que había desarrollado su primera parte. Sin titubear yo en lo más mínimo, proseguí el discurso partiendo del punto en que había quedado y terminé el sermón. Debo decir que me avergonzaría de alguno de los que aquí se hallan presentes, que no hubiera podido hacer lo mismo, en vista de que las circunstancias especiales del caso hicieron esa tarea fácil en extremo. En primer lugar, el ministro era mi abuelo; y enseguida, el texto era: «Por gracia sois salvos, por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.» Tendría que haber sido un animal más estúpido que aquel en que cabalgaba Balaam, el que colocado en semejante situación no hubiera podido hablar. «Por gracia sois salvos:» Se había hablado ya sobre esto indicando cual era el origen de la salvación; pues bien, ¿quién no habría podido seguir, describiendo la cláusula siguiente, por la fe, como el canal. No se necesita estudiar mucho para patentizar que recibimos la salvación por la fe. Recuerdo también que en esa vez, tuve que sufrir otra prueba, que consistió en que cuando yo había avanzado un poco y me sentía entusiasmado con mi trabajo, una mano me dio golpecitos en la espalda en señal de aprobación, y una voz me dijo: «muy bien; muy bien: repetidles lo que acabáis de decir, para que no lo olviden.» No me quedó otro recurso que repetir la verdad que había desarrollado, y al poco rato, cuando más engolfado me hallaba en lo que decía, sentí que me jalaban suavemente del faldón de la levita, vi al anciano caballero parado frente a mi, y oí que decía: «Mi nieto puede hablaros de esto como de una teoría, pero aquí estoy yo para dar testimonio de ello como asunto de experiencia práctica. Tengo muchos más años que él, y debo daros mi testimonio, como anciano que soy.» Y entonces, después de darnos a conocer cuál era su experiencia personal, agregó: «Ahora bien, mi nieto puede predicar el Evangelio mucho mejor que yo, pero no puede predicar un evangelio mejor: ¿no es verdad?» Yo, señores, fácilmente me imagino que si en esa ocasión no hubiera tenido cierta práctica en el arte de improvisar, me habría visto no poco embarazado; pero me vinieron las ideas de un modo tan natural, como si con anticipación las hubiera coordinado.

La adquisición de otro idioma nos proporciona un buen instrumento para ayudarnos en la práctica de improvisar. Puesto uno en relación con las raíces de las palabras y las reglas del lenguaje, y obligado a fijarse en las diferencias de los dos idiomas, se va familiarizando gradualmente con las partes de la oración y sus accidentes, y los modos y tiempos de los verbos que son el alma de la locución; y a semejanza de un obrero, conoce perfectamente su herramienta y la maneja como su constante compañero. No conozco yo mejor ejercicio que traducir con cuanta rapidez sea posible algún trozo de Virgilio o dc Tácito, y después, ya con calma, corregir los errores en que se hubiere incurrido. Hay quienes ligeramente juzguen que es tiempo perdido el que se emplea en el estudio de los clásicos; pero aun cuando no fuera más que por la utilidad que presta a los oradores sagrados, debe conservarse, en mi concepto, en todos nuestros seminarios. ¿Quién no ve que la constante comparación de los términos y modismos propios de cada idioma, facilita el modo de expresarse? ¿Quién no ve, además, que por medio de este ejercicio se pone la mente en aptitud de apreciar el refinamiento y la sutileza de las expresiones, y adquiere así la facultad de distinguir entre cosas que difieren? Y esta facultad le es esencial a un expositor de la Palabra de Dios, y al que de improviso tenga que declarar Su verdad. Aprended, señores, a tener junta y arreglada y lista para usarse, toda la maquinaria del lenguaje: marcad cada diente, cada rueda, cada gozne, cada varilla, y os hallaréis en aptitud de hacer andar la máquina en cualquier momento dado en que circunstancias inesperadas así lo requirieren.

Todo aquel que desee adquirir este arte, es fuerza que lo practique.-Dice Burke que fue poco a poco como llegó Carlos Fox a ser el mas brillante y poderoso controversista que haya podido existir. El atribuía su buen éxito a la resolución que formó desde que era muy joven, de hablar bien o mal, por lo menos una vez cada noche. «Durante cinco estaciones enteras,» decía Fox, «hablé todas las noches con excepción de una sola, y lo único que me pesa, es no haber hablado en ella también.» Al principio puede hacerlo sin más auditorio, si así puede llamarse, que las sillas y los libros de su estudio, imitando el ejemplo de un individuo que con la mira de solicitar su admisión a este colegio, se había ejercitado durante dos años, según me aseguró, en predicar de improviso en su propio cuarto. Los estudiantes que viven juntos podrían ayudarse mutuamente de un modo eficaz, fungiendo alternativamente de oyentes y de oradores, y atendiendo a una crítica moderada y amistosa que se le hiciera al fin de cada ensayo. La conversación también puede ser sumamente útil, si versa sobre algún asunto que la haga edificante y provechosa. El pensamiento debe estar ligado a la expresión: he ahí el problema; y puede ayudar a uno a su solución, el que procure en sus meditaciones privadas, pensar en alta voz. Se ha hecho esto una cosa tan habitual en ml, que me parece muy útil poder en mis oraciones privadas, orar en mi voz natural. Leer en voz alta me es más agradable que hacerlo en silencio; y cuando mentalmente estoy preparando un sermón, me es provechoso hablarme a mí mismo, porque me parece que los pensamientos me vienen más fácilmente. Por supuesto que esto es vencer sólo una parte de la dificultad, pues es preciso que practiquéis en público para sobreponeros al estremecimiento ocasionado por la vista del público; pero andar la mitad del camino, es adelantar una buena parte en nuestro viaje.

Un buen discurso improvisado, no es otra cosa que la expresión de los pensamientos de un hombre práctico, de buena instrucción, que medita concienzudamente, y deja que sus ideas salgan por medio de su boca al aire libre. Pensad en voz alta cuantas veces podáis al encontraros solos, y pronto estaréis en el camino real que lleva al buen suceso en este asunto. Las discusiones y debates en la escuela, son de vital importancia para progresar en este sentido y por eso aconsejaría yo a los hermanos más retraídos, que tomaran parte en ellas. La práctica de que se os visite para invitaros a que habléis sobre un asunto que la suerte designe de entre varios bien escogidos, ha sido introducida entre vosotros, y seria conveniente que recurriéramos a ella con mayor frecuencia. Lo que antes condené como una parte del culto religioso, bien podemos hacerlo como un ejercicio escolástico entre nosotros mismos. Tiene eso por objeto poner a prueba la expedición de un hombre y su dominio sobre si, y aun los que no salen airosos, sacan probablemente tanto provecho como los que quedan bien, pues lo que lo hace a uno conocerse a sí mismo, le es tan útil, como a otro le es la práctica. Si el descubrimiento de que estáis todavía poco diestros en la oratoria, os indujese a estudiar con mayor asiduidad, esa seria la manera de que al fin os salierais con la vuestra.

En adición a la práctica recomendada debo encareceros la necesidad de tener sangre fría y confianza en lo que hacéis. El Sr. Sydney Smith dice y con razón, que «hay talentos superiores que no brillan en el mundo por falta de valor;» y éste no se adquiere fácilmente por un joven orador. ¿No tenéis simpatías por Blondin, cuando hace éste equilibrios en la cuerda? ¿No sentís algunas veces cuando estáis predicando, como si estuviereis andando sobre una cuerda muy alta, y no tembláis y teméis no poder llegar al otro extremo con toda seguridad? ¿Algunas veces cuando habéis estado poniendo en juego la hermosa pértiga del balanceo, y luciendo las metafóricas lentejuelas que vierten la poesía en vuestro auditorio, no os habéis sentido algo pesarosos de haberos expuesto al riesgo de una caída repentina? O, haciendo a un lado esta figura, ¿no os ha sobrecogido el temor de no poder concluir un periodo, o de no hallar un verbo para un nominativo, o un acusativo para el verbo. Todo depende de que conservando vuestra sangre fría no os desconcertéis. El presentimiento de un fracaso y el temor al público os arruinarán. Seguid siempre adelante, confiando en Dios, y todo os saldrá bien. Si habéis incurrido en alguna falta gramatical, y os sentís inclinado a volver atrás para corregirla, incurriréis pronto en otra, y vuestra indecisión os envolverá como una red. Dejadme deciros en secreto, para que lo oigáis vosotros solamente, que es siempre cosa mala el retroceder. Si proferís un disparate verbal, adelante, y no os fijéis en él. Mí padre me dio una regla muy buena cuando estaba yo aprendiendo a escribir, y creo que la misma es igualmente útil tratándose de aprender a hablar. Recuerdo que me decía «Cuando estés escribiendo, sí pones un disparate alterando las letras de una palabra, o empleándola impropiamente, no la taches ni te fijes sólo en ella, sino busca el medio más fácil de cambiar lo que ibas a decir en lo que tienes escrito, a fin de que no queden trazas ningunas de error.» Y así al hablar, si la frase empezada no puede terminar de la mejor manera, concluidla cambiándola de giro. De muy poco serviría volver atrás para hacer una enmienda, porque de esa manera llamaríais la atención sobre una incorrección quizá notada por pocos, y haríais que el auditorio en vez de fijarse en vuestro asunto lo hiciera en vuestro lenguaje, cosa que es lo que menos debe pretender el orador. Ahora, si vuestro Lapsus língua hubiese sido notado, todas las personas sensatas excusarán a un joven principiante, y lejos de criticaros más bien os admirarán por haber dado poca importancia a tales resbalones y esforzaros de todo corazón en dar feliz cima a vuestro fin principal. Un novicio cuando habla en público, se asemeja a un jinete poco acostumbrado a cabalgar: si su caballo tropieza, teme que lo tire o lo eche por la cabeza; o si es asustadizo, le parece que se le va a desbocar. Y sí lo ve un amigo, o le hace una observación algún muchacho, se amedrenta tanto como si fuera oprimiendo los lomos de un dragón. Pero cuando un hombre se halla habituado a cabalgar, no tiene ningún peligro, ni se le presenta ninguno, porque su valor los evita. Cuando un orador siente que domina la situación, generalmente lo hace así. Su confianza aleja los desastres que la timidez casi siempre se acarrea.

Hermanos míos, si al Señor le ha placido llamaros al ministerio, os asisten las mejores razones para manifestar valor y estar tranquilos, porque ¿a quién tenéis que temer? Os *****ple desempeñar la comisión que el Señor os confiere, de la mejor manera que podáis; y si así lo hacéis, no tenéis que dar cuentas a nadie más que a vuestro Amo celestial, quien no es, a la verdad, un juez severo. No subís al palpito para luciros como oradores. o para halagar los gustos del auditorio: sois los mensajeros del cielo y no los criados de los hombres. Recordad las palabras del Señor a Jeremías, y tened miedo de dar abrigo al temor. «Tú pues ciñe tus lomos, y te levantaras, y les hablarás todo lo que yo te mandaré. No temas delante de ellos, porque no te haga quebrantar delante de ellos.» Jer. 1:17. Confiad en el auxilio inmediato del Espíritu Santo. y el temor del hombre que le sirve de lazo, se apartará de vosotros. Cuando podáis sentiros en el púlpito como si estuvierais en vuestro propio hogar, y podáis tender la vista a vuestro derredor y hablar al publico como un hermano habla a sus hermanos, entonces, y sólo entonces podréis improvisar. La cortedad y timidez, cualidades tan herniosas en nuestros jóvenes hermanos, cederán su lugar a esa verdadera modestia que hace a uno olvidarse de sí mismo y no cuidar de su propia reputación mientras tenga la conciencia de predicar a Cristo del modo más persuasivo siempre que esto se haga menester.

Al emprender el santo y útil ejercicio de discurrir de improviso, el ministro cristiano debe cultivar una infantil confianza en el auxilio inmediato de Espíritu Santo. «Creo en el Espíritu Santo,» reza el credo. Es de temerse que muchos no hagan a este un real articulo de fe. Andar de aquí para allá toda la semana malgastando el tiempo, y atenernos después ayuda del Espíritu Santo, es una necia presunción que acusa el atentado de que el Señor solape, vuestra pereza y punible apatía; pero al tratarse dc una emergencia, es ya muy diferente la cuestión. Cuando un hombre se ve ineludiblemente compelido a hablar sin ninguna previa preparación, es cuando debe lleno de confianza, entregarse al Espíritu de Dios, el cual sin duda ninguna, se pone en contacto con la inteligencia humana, la levanta de su debilidad y confusión, la eleva y fortalece, y la pone en aptitud tanto de entender como de expresar la verdad divina, de un modo muy superior al que lo hacia si se atuviera sólo a sus esfuerzos propios. Interposiciones semejantes, lo mismo que cualquier otro milagro. de ningún modo nos autoriza a dejar de esforzarnos o de corrernos luchas para adquirir suficiente idoneidad; debemos sólo verlas como auxilio dcl Señor con el cual podemos contar llegada una emergencia. Su espíritu estará siempre con nosotros, pero especialmente cuando no omitamos diligencia ninguna por servirle. Encarecidamente os aconsejo que no aventuréis haciendo improvisaciones, más de lo que os veáis compelidos a ello, hasta que hayáis adquirido madurez en vuestro ministerio, y a la vez os exhorto a que habléis de esa manera siempre que no podáis racionalmente evitarlo, con la creencia firme de que en esa misma hora, se os sugerirá lo que debéis decir.

Si tenéis la fortuna de haber adquirido la facultad de hablar sin preparación, os ruego que recordéis que podéis muy fácilmente perderla. Esta es una cosa que a mí mismo me ha acaecido, y os lo digo, porque es la mayor evidencia que puedo daros sobre ese particular. Si por dos domingos sucesivos hago mis notas un poco más extensas y detalladas que de costumbre, hallo en la tercera ocasión que las necesito más largas todavía; y observo también que si a veces confío un poco mas en el recuerdo de mis pensamientos, y no tengo la prontitud de expresión a que estoy acostumbrado, es porque hay una cierta exigencia y una necesidad mayor de previa composición. Si un hombre comienza a andar con un bastón en la mano, simplemente por antojo, pronto llegará a ser eso para él una servidumbre o necesidad. SI por algún motivo usáis con frecuencia anteojos, no podréis después pasárosla sin ellos; y si tuvierais que andar con muletas por un mes, al fin de ese tiempo os serian casi necesarias para moveros, por más que vuestros miembros estuviesen tan buenos y sanos como los de otro cualquiera. Los malos usos forman una mala naturaleza. Continuamente debéis ejercitaros en hablar de improviso; y si para proporcionaros oportunidades de hacerlo, tu-vieseis que hacer uso de la palabra frecuentemente en las más cortas aldeas, en las escuelas de nuestros villorrios, o dirigiéndose a dos o tres personas que se hallen a vuestro lado, el provecho que saquéis será notado por todos.

Puede ahorraros sorpresas y disgustos, el saber de antemano que sufrirá grandes cambios vuestro modo de expresaros. Hoy vuestra lengua puede ser la pluma de un diestro escritor; mañana vuestros pensamientos y palabras estarán como en prisión Las cosas vivas son sensibles y están afectadas por diversas fuerzas: sólo con las meramente mecánicas puede contarse con absoluta certeza. No extrañéis que a menudo tengáis que persuadiros de que habéis fracasado, ni os cause admiración saber después que entonces precisamente es cuando habéis tenido un éxito mejor. No debéis esperar adquirir competencia por vosotros mismos, que ni la costumbre ni el ejercicio podrán nunca independeros del auxilio divino. Y si habéis predicado cuarenta y nueve veces consecutivas sin previa preparación, esto no os servirá de excusa para que confiéis en vosotros mismos al ir a hacerlo por la quincuagésima ocasión, pues si el Señor os dejare de su mano, no sabríais qué hacer. Vuestras alternativas de fluidez y dificultad, tenderán por la gracia de Dios a hacer que con humildad acudáis al Fuerte pidiéndole fortaleza.

Sobre todo, cuidad de que vuestra lengua no exprese nunca lo que no pensáis. Guardaos contra una débil fluidez, contra una insustancial palabrería, contra una facilidad de hablar mucho sobre nada. Que gusto da oír decir que perdió de repente el habla un hermano que atenido a sus propias facultades quería seguir perorando, aunque realmente no tenía nada que decir. Ojalá y pase lo mismo a todos los que traten de imitarlo. Hermanos míos, es poseer un don horrible, poseer el de decir mucho sobre nada. Necedades por mayor, amontonamiento de paráfrasis, textos sagrados citados a troche y moche, son cosas bastante comunes que deberían llenar de vergüenza a los malos improvisadores. Y aun cuando los pensamientos fútiles se expresen por medio de una florida fraseología, ¿qué provecho resulta de escuchar su enunciación? Nunca de nada puede venir algo. Un discurso Improvisado cuando se carece de instrucción, es una nube sin lluvia, un pozo sin agua, un don fatal perjudicial tanto al que lo posee como a su rebaño. Han acudido a ml algunos a quienes he negado su admisión a este colegio, porque estando completamente destituidos tanto de educación, como del conocimiento de su propia ignorancia, su ilimitada presunción y exagerada volubilidad, los anclan sujetos peligrosos para la enseñanza. Algunos me han hecho recordar la serpiente del Apocalipsis que arrojaba agua por la boca en una abundancia tal, que la mujer tuvo a no dudarlo, que dejarse llevar por la corriente. Dados de cuerda como relojes suenan y suenan hasta que se paran, y ¡qué feliz será el que menos tenga que tratarlos! Los sermones de semejantes predicadores, son como el papel de león que tenía que desempeñar cierto individuo «Puedes improvisarlo,» le decían, «porque consiste sólo en rugir.» Es mejor perder o no poseer jamás el don de hablar de improviso, que degradarlo convirtiéndonos en unos armadores de ruido y vivas representaciones de las desapacibles notas que produce un címbalo de latón.

Podría haber dicho mucho más, si hubiera hecho de este asunto lo que comúnmente se llama predicación improvisada, es decir, el arte de dar a un sermón las dimensiones que tienen los pensamientos, dejando que las palabras para la exposición de ellos nos vengan por sí solas; pero esta es ya una cosa del todo diferente, y aunque considerada por algunos como un gran privilegio, es en mi concepto un requisito indispensable para el púlpito, y de ningún modo una ostentación de talento. Espero hablaros de esto en otra oportunidad.



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