El Nacimiento del Cristianismo y su Origen

EL NACIMIENTO DEL CRISTIANISMO

El cristianismo se refiere a Jesús de Nazareth. Pero no empezó con él. Jesús fue judío. Nació como judío, vivió como judío y murió como judío. Si se lo define como fundador del cristianismo, entonces fue un fundador que perteneció durante toda su vida a una religión diferente de la que se supone que fundó. Su muerte en la cruz, con la inscripción “Rey de los judíos” como causa de su ejecución, muestra que el poder romano, en la persona del prefecto Poncio Pilato, lo ajustició como agitador judío. Esto es un hecho, aunque los romanos no hayan entendido su actuación. Los Evangelios representan a Jesús como un judío que vivió en un contexto judío y pocas veces tuvo contacto con no judíos. Lo muestran a veces en conflicto y a veces en consenso con otros grupos judíos. Quien interprete al Jesús que aparece en los Evangelios, fuera del judaísmo -o como si hubiera trascendido o superado al judaísmo, o hubiera roto con él- sólo podrá hacerlo si ignora, desprecia o malinterpreta las fuentes judías. Esto ya está ampliamente aceptado: Jesús era judío.

El cristianismo comenzó, como un movimiento religioso dentro del judaísmo, y así lo consideraron las autoridades romanas durante muchas décadas. Aunque la tradición afirma que uno de los discípulos de Cristo, Pedro, fundó la iglesia cristiana en Roma, el personaje más importante de los primeros tiempos del cristianismo, después de Jesús, fue Pablo de Tarso (c. 5-c. 67). Pablo se acercó a los no judíos y transformó el cristianismo de una secta judía en un movimiento religioso más amplio. Llamado el “segundo fundador del cristianismo”, Pablo fue un judío, ciudadano romano, muy influido por la cultura griega helenística. Creía que el mensaje de Cristo debería ser predicado no sólo a los judíos, sino a los gentiles, los no judíos. Pablo fue pionero en la fundación de comunidades cristianas a todo lo largo de Asia Menor y en las costas del mar Egeo.

 

Fue Pablo quien proveyó un fundamento universal para la difusión de las ideas de Cristo. Enseñó que Cristo era, en efecto, un Dios redentor, el hijo de Dios, que había venido a la Tierra para salvar a todos los seres humanos, pecadores, de hecho, a causa del pecado original cometido por Adán al desobedecer a Dios. Con su muerte, Cristo había expiado los pecados de la humanidad y había hecho posible que todos los hombres y mujeres experimentaran un nuevo comienzo con la posibilidad de la salvación personal. Aceptando a Cristo como salvador, ellos también podrían ser salvados. Al principio, el cristianismo se diseminó con lentitud. Aunque las enseñanzas del primitivo cristianismo se difundían mayormente por la prédica de los cristianos proselitistas, también hicieron su aparición materiales escritos. Pablo escribió una serie de cartas, o epístolas, que delineaban las creencias cristianas en diferentes comunidades. Asimismo, algunos de los discípulos de Cristo bien pudieron conservar algunos de los dichos del maestro en forma escrita, y los transmitieron como memorias personales, que más tarde llegaron a constituir las bases de los evangelios escritos, la buena nueva respecto a Cristo, los cuales trataron de formular un registro de la vida y de las enseñanzas de Cristo, y establecieron el núcleo del Nuevo Testamento. Aunque Jerusalén fue el primer centro del cristianismo, su destrucción por los romanos en el año 70 de nuestra era dejó a las iglesias cristianas con una considerable independencia. Alrededor del año 100 se hablan fundado iglesias cristianas en muchas de las ciudades principales del oriente, así como en algunos lugares de la parte occidental del imperio. Muchos de los primeros cristianos provenían de las filas de los judíos helenizados y de las poblaciones del oriente de habla griega. Pero en los siglos III y IV, un creciente número de seguidores hablaban latín. Una traducción latina del Nuevo Testamento, escrito originalmente en griego, aparecida poco después del año 200, ayudó a este proceso.

 

Los grupos de primeros cristianos se reunían al atardecer en casas privadas para compartir una comida comunal, llamada ágape, o banquete de amor, y para celebrar lo que llegó a conocerse como el sacramento de la eucaristía, o cena del Señor, celebración comunal de la última cena de Cristo: Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo.  Luego tomó una copa, dio gracias y la ofreció, diciendo: bebed todos de esta copa, esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados. Al formarse las primeras comunidades cristianas tenían una organización flexible, en la que hombres y mujeres desempeñaban funciones importantes. Algunas mujeres ejercían posiciones relevantes y, a menudo, como predicadoras. Las iglesias locales se congregaban bajo el gobierno de consejos de ancianos, o presbíteros, pero, a principios del segundo siglo, ciertos funcionarios conocidos como obispos llegaron a ejercer considerable autoridad sobre los presbíteros. Estos obispos basaban su posición de superioridad en la sucesión apostólica: como sucesores de los doce primigenios apóstoles de Jesús, eran los delegados vivientes del poder de Cristo. Tal y como Ignacio de Antioquía escribió en el año 107: “Es obvio que debemos mirar a un obispo como al Señor en persona … Sus clérigos… están en armonía con su obispo como las cuerdas de un arpa, y el resultado es un himno de alabanza a Jesucristo de mentes que sienten al unísono” Los obispos solamente eran varones, indicio claro de que en el siglo u de nuestra era la mayor parte de las comunidades cristianas coincidían con el punto de vista de Pablo, respecto a que las mujeres cristianas deberían estar sujetas a la autoridad de los varones cristianos.

A pesar de que algunos de los valores fundamentales del cristianismo diferían marcadamente de los del mundo greco-romano, al principio los romanos no prestaron mucha atención a los cristianos, a quienes consideraban simplemente una secta más del judaísmo. La propia estructura del Imperio Romano ayudó al crecimiento del cristianismo. Los misioneros cristianos, incluyendo algunos de los doce apóstoles o discípulos originales de Cristo, utilizaron los caminos romanos para trasladarse por todo el imperio difundiendo la “buena nueva”.  Sin embargo, conforme transcurrió el tiempo, la actitud de los romanos hacia el cristianismo comenzó a cambiar. Como hemos visto, los romanos fueron tolerantes con otras religiones, salvo cuando amenazaban el orden o la moral públicos. Muchos romanos llegaron a considerar el cristianismo peligroso para el orden del estado romano. Estas opiniones a menudo se basaron en interpretaciones erróneas. Por ejemplo, la práctica de la cena del Señor dio origen a rumores de que los cristianos practicaban crímenes horrendos, como el asesinato ritual de niños. Si bien sabemos que esos rumores eran falsos, ciertos romanos los creyeron y los manipularon en tiempos de crisis para incitar al pueblo contra los cristianos. Es más, como los cristianos llevaban a cabo sus reuniones en secreto y parecían estar en comunicación con cristianos localizados en otras áreas, el gobierno podía juzgarlos potencialmente peligrosos para el estado. Algunos romanos pensaron que los cristianos eran excluyentes en exceso y, por lo tanto, nocivos para la comunidad y el orden público. Los cristianos no aceptaban a otros dioses y, en consecuencia, se abstenían de asistir a los festivales públicos que honraban a esas deidades. Por último, los cristianos se rehusaban a participar en la adoración de los dioses del estado y en el culto imperial. Dado que los romanos consideraban estas ceremonias importantes para el estado, el rechazo de los cristianos ponía en peligro la seguridad del estado y en consecuencia, constituía un acto de traición, punible con la muerte. También constituía una prueba de ateísmo no creer en los dioses, y estaba sujeto a castigo bajo estos cargos. Sin embargo, para los cristianos, quienes creían que únicamente había un solo y verdadero dios adoración de los dioses del estado y de los emperadores era idolatría, lo cual pondría en peligro su propia salvación.

 

La persecución romana de los cristianos durante el primer y segundo siglo de nuestra era nunca fue sistemática, sino sólo esporádica y local. La persecución comenzó durante el reinado de Nerón. Habiendo destruido el fuego gran parte de Roma, el emperador utilizó a los cristianos como chivos expiatorios, los acusó de incendio premeditado y de odio a la raza humana, y los sometió a atroces muertes en Roma. En el segundo siglo, en gran medida los cristianos fueron ignorados y considerados inofensivos. Al final de los reinados de los cinco buenos emperadores, los cristianos todavía representaban una pequeña minoría, pero con una fe considerable. Esta fuerza se basaba en la certeza de la moralidad de su conducta, convicción reforzada por la disponibilidad de los primeros cristianos a convertirse en mártires en aras de su fe. La persecución esporádica de los cristianos por los romanos en los siglos primero y segundo no pudieron detener en absoluto el crecimiento del cristianismo. De hecho, sirvió para fortalecer el cristianismo como institución en el siglo tercero y cuarto, causa de que cambiara su débil estructura del primer siglo, y avanzara hacia una más centralizada organización de sus diversas comunidades eclesiales. Un elemento crucial para este cambio fue el visible papel de los obispos. Si bien eran aún elegidos por la comunidad, los obispos comenzaron a asumir mayor control, constituyéndose el obispo como jefe y los presbíteros como clérigos sujetos a la autoridad del obispo. Alrededor del siglo tercero los obispos eran nominados por los clérigos, simplemente aprobados por la congregación y luego oficialmente consagrados para el cargo. La iglesia cristiana iba creando una bien definida estructura jerárquica, en la que los obispos y los clérigos eran funcionarios asalariados, separados de los laicos, o miembros regulares de la iglesia. El cristianismo creció poco a poco en el primer siglo, se arraigó en el segundo y se difundió ampliamente en el tercero. ¿Por qué fue el cristianismo capaz de atraer a tantos seguidores? Los historiadores no están del todo seguros, pero han ofrecido varias respuestas a esta pregunta. Ciertamente, el mensaje cristiano tuvo mucho que ofrecer al mundo romano. La promesa de la salvación, posible por la muerte y resurrección de Cristo, ejerció un inmenso atractivo en un mundo lleno de sufrimiento e injusticia. El cristianismo parecía imbuir la vida con un significado y un propósito que estaban más allá de las simples cosas materiales de la realidad cotidiana. En segundo lugar, el cristianismo no era del todo desconocido. Podía simplemente ser considerada como otra religión mistérica occidental que prometía la inmortalidad como efecto de la muerte sacrificial de un Dios salvador. Al mismo tiempo, brindaba ventajas de las que carecían otras religiones misteriosas. Cristo había sido un ser humano, y no una figura mitológica, como Isis o Mitra. Es más, el cristianismo tuvo un atractivo universal. A diferencia del mitraísmo, no era exclusiva para varones. Además, no exigía un rito de iniciación complejo o caro, como sucedía con otras religiones mistéricas. La iniciación culminaba simplemente con el bautismo, purificación por el agua, mediante el cual se entraba en una relación personal con Cristo. Asimismo, el cristianismo dotó de un nuevo significado a la vida, y brindó lo que las religiones oficiales de Roma jamás pudieron como fue una relación personal con Dios, así como un eslabón con un mundo superior.

 

Por último, el cristianismo satisfizo la necesidad humana de pertenencia. Los cristianos integraron comunidades unidas unas con otras en las que las personas podían expresar su amor ayudándose mutuamente y ofreciendo auxilio a pobres, enfermos, viudas y huérfanos. El cristianismo satisfizo la necesidad de pertenencia en una forma en la que el enorme, impersonal y remoto Imperio Romano jamás pudo. El cristianismo resultó atractivo para todas las clases. La promesa de la vida eterna se ofrecía a todos: ricos, pobres, aristócratas, esclavos, hombres y mujeres. Como Pablo enunció en su Epístola a los colosenses: “Deben revestirse del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto a imagen de su Creador, donde no existen el griego o el judío, el circunciso o el incircunciso, el bárbaro, el escita, el esclavo o el hombre libre, sino que Cristo es todo y está en todo”. Aunque no hizo un llamado a la revolución o a la revuelta social, el cristianismo puso énfasis en un sentido de igualdad espiritual para todos los pueblos. Muchas mujeres se dieron cuenta de que el cristianismo ofrecía nuevas actividades y otras formas de compañía con otras mujeres. Las mujeres cristianas practicaban la nueva religión en su propia casa y predicaban sus convicciones ante otras personas en sus aldeas. Muchas otras murieron por su fe. Perpetua (m. 203) fue una mujer aristócrata que se convirtió al cristianismo. Su familia pagana le suplicó que renunciara a su nueva fe, a lo que ella se rehusó. Las autoridades la apresaron, pero ella eligió morir por su fe y fue una de las que formaban el grupo de cristianos masacrados por las bestias salvajes en la arena de Cartago el 7 de marzo de 203. Una vez que la iglesia cristiana estuvo mejor organizada, dos emperadores del siglo tercero respondieron con más persecuciones sistemáticas. El emperador Decio (249-251) culpó a los cristianos de los desastres que asolaron a Roma en el aciago siglo III ya que fueron ellos quienes no reconocieron a los dioses del estado y, en consecuencia, éstos se vengaron contra los romanos. Es más, conforme la organización administrativa de la iglesia crecía, Decio juzgaba que el cristianismo se asemejaba más y más a un estado dentro del estado que iba socavando el imperio.

 

En consecuencia, inició la primera persecución sistemática de cristianos. Se requirió a todos los ciudadanos presentarse ante sus magistrados locales y ofrecer sacrificios a los dioses romanos. Por supuesto, los cristianos se negaron. Sin embargo, los planes de Decio fallaron. Los funcionarios locales no cooperaron y además, el reinado de Decio no fue tan largo. La última gran persecución la ordenó Diocleciano, al comienzo del siglo cuarto, pero era ya demasiado tarde. El cristianismo se había fortalecido mucho, como para ser erradicado por la fuerza. La mayoría de los paganos había aceptado la existencia del cristianismo. En el siglo IV, el cristianismo prosperó como nunca antes. El Constantino desempeño una función importante en el cristianismo, al que apoyo aparentemente desde el 312, cuando su ejército debía librar una batalla crucial contra Majencio en el puente Milvio, que cruzaba el río Tiber al norte de Roma. De acuerdo con una historia tradicional, al entrar en una batalla decisiva tuvo la visión de una cruz cristiana con la leyenda: “Con este signo, vencerás”. La tradición prosigue que habiendo ganado la batalla, Constantino se convenció del poder del dios cristiano. A pesar de que no fue bautizado sino hasta el final de su vida, en el año 313 promulgó el famoso Edicto de Milán, por el que oficialmente se toleraba la existencia del cristianismo. Después de Constantino, los emperadores fueron cristianos, con excepción de Juliano (360-363), quien trató brevemente de restaurar la religión politeísta grecoromana tradicional. Sin embargo, él murió en una batalla y su gobierno fue demasiado corto Como para causar algún efecto. Bajo Teodosio “el Grande” (378-395), el cristianismo fue declarado la religión oficial del Imperio Romano. Una vez en poder del control, los líderes cristianos utilizaron su influencia para proscribir las prácticas religiosas paganas. El cristianismo había triunfado…[1]