¿Por qué hoy día las mujeres no pueden ejercer posiciones de liderazgo si tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se ven ejemplos de mujeres que fueron puestas en esa posición por Dios mismo?
Los exegetas que defienden que la subordinación de la mujer fue establecida en la Creación, mantienen que las Escrituras enseñan que el gobierno, el liderazgo, la responsabilidad y la iniciativa recaen sobre los hombres y que la mujer debe seguir, obedecer y depender de él en sus decisiones y actuaciones para no caer en el error de Eva. Según estos exegetas, Eva fue engañada y en su decepción asumió el liderazgo sobre Adán. Tan catastrófico fue el efecto de ese acto que nunca más, por determinación divina, se le permitiría asumir ninguna posición de liderazgo sobre el hombre. Vayamos a las Escrituras para comprobar si esto es así.
El liderazgo de la mujer en el Antiguo Testamento
Cuando leemos el Antiguo Testamento observamos que hubo mujeres que asumieron posiciones de liderazgo, tanto en la vida religiosa, como en la civil, como en la familiar. El ministerio profético era la más alta función religiosa en el Antiguo Pacto. El pueblo hablaba a Dios a través del sacerdote, pero Dios hablaba al pueblo a través del profeta. Entre estos profetas se cita a María, que había sido nombrada por Dios como líder sobre Israel, junto con Moisés y Aarón, según leemos en Miqueas 6.4.
También se menciona a Hulda, profetisa que ejerció su ministerio durante el reinado de Josías (2 Crónicas 34). Esta mujer fue usada por Dios para enseñar su voluntad a un rey, a un Sumo Sacerdote y a todo un pueblo, promoviendo una reforma religiosa de gran alcance.
El Antiguo Testamento relata, además, la vida de varias mujeres que alteraron el curso de la historia: entre ellas, Ester y, especialmente, Débora a quien se nos presentó en su doble condición de profetisa y juez. El pueblo estaba haciendo frente a tres clases de dificultades: desintegración religiosa, derrota militar y falta de liderazgo político adecuado para resolver los problemas del pueblo. La respuesta de Dios a su clamor, en una sociedad patriarcal, fue una mujer. Como profetisa ella asumió el liderazgo espiritual y como juez ejerció poder político y judicial. Bajo su mandato el pueblo de Israel gozó de 40 años de paz.
El Antiguo Testamento también muestra ejemplos de esposas que ejercieron el liderazgo en el gobierno de su familia. En el primer caso, vemos nada menos que a Dios diciéndole a Abraham que, en contra de lo que era su opinión, hiciera caso de lo que Sara le decía en cuanto a su hijo Ismael (Génesis 21.9–12). Otro ejemplo lo tenemos en el caso de los padres de Sansón. Cuando el Ángel del Señor se aparece para anunciar el nacimiento de un niño que liberará al pueblo de Israel, no lo hace al padre, sino a la madre. ¿Por qué Dios no transmitió un mensaje tan importante al que se suponía que era el líder espiritual de la familia? A lo largo del diálogo se aprecia que Manoa era el menos preparado de los dos, tanto a nivel de conocimiento, como de madurez espiritual y es por eso que Dios se dirige a ella, que es la mejor preparada para asumir dicho mensaje.
Encontramos también el caso de una mujer que se negó a aceptar la decisión de su marido y tomó otra opuesta a la de él, con la bendición de Dios. Se trata de Abigail. En el relato no se presenta como algo reprobable la actuación de Abigail, contraviniendo las órdenes de su marido. Por el contrario, David vio en ello la mano de Dios.
Estos ejemplos arrojan serias dudas sobre la teoría de que la mujer no puede asumir el liderazgo, por imperativo divino. En las Escrituras no encontramos la desaprobación de Dios, ni su condena, a la actuación de mujeres que ejercieron posiciones de liderazgo, ya fuera en la familia, en la vida civil o en la esfera religiosa.
El liderazgo de la mujer en el Nuevo Testamento
Pasemos ahora al Nuevo Testamento, donde una lectura centrada en el varón y una exégesis, en muchos casos incorrecta, ha dejado en el anonimato a muchas mujeres que ejercieron labores de liderazgo.
Uno de los ejemplos más llamativos quizá sea el de Junia, a quien Pablo menciona en Romanos 167, donde la saluda junto a Andrónico, diciendo que «son muy estimados entre los apóstoles». A lo largo de los siglos se ha pretendido convertir a Junia en varón, por considerar que una persona que hubiera ejercido tal autoridad en la iglesia primitiva no podía ser mujer. Sin embargo, tanto Orígenes, que vivió al final del siglo II, como Jerónimo y Juan Crisóstomo, que vivieron en el siglo IV, en sus comentarios la consideran como una mujer. El primer comentarista que la consideró como hombre fue Aegidus de Roma, hacia finales del siglo XIII.
Por otra parte, Junia es un nombre latino de mujer, por lo que aquellos que la convirtieron en hombre le añadieron una s al final y concluyeron que era un diminutivo de Junianus. El único problema es que en latín los diminutivos se hacen alargando el nombre y no reduciéndolo. Además, si tal fuera el caso, se encontrarían en fuentes extrabíblicas varones con este nombre, cosa que no ocurre. Lo que sí se encuentran son casos de mujeres que llevaban el nombre de Junia.
Afortunadamente, en la actualidad son pocos los exegetas que siguen manteniendo que Junia fuera un hombre, aunque la mayoría de ellos no llegan a asumir las implicaciones practicas que tal afirmación tiene, por ejemplo, en el tema del liderazgo de la mujer en la iglesia, convirtiendo tal descubrimiento en un puro ejercicio de erudición bíblica, en vez de aceptar esa realidad pasada como cuestionadora de la realidad presente.
Otro ejemplo de cómo se ha querido ensombrecer el papel que las mujeres tuvieron en la iglesia primitiva, en este caso negando la importancia de su liderazgo, es el de Febe, la portadora de la carta de Pablo a la iglesia de Roma. Pablo usa dos palabras para describirla: diakonos y protatis.
La primera palabra, diakonos, que aparece en masculino, cuando Pablo la usa para referirse a sí mismo o a otros como Timoteo, Epafras o Apolos, la mayoría de los intérpretes traducen la palabra como «ministros» dedicados a la obra de predicación y enseñanza de la Palabra. Sin embargo, para algunos, simplemente porque Febe es una mujer, no puede ser llamada «ministro», aunque no hay ningún argumento lingüístico para hacer distinciones entre ella y otros ministros varones.
El concepto de diácono o diaconisa como persona que hace un trabajo principalmente de carácter social y administrativo, formando una orden menor dentro de la jerarquía ministerial, no existía en aquel momento. Fue a partir del siglo II, cuando aparece lo que se llama el episcopado monárquico, es decir, el gobierno de una iglesia por un solo obispo, que escogía al clero subordinado, formado por presbíteros y diáconos. Tanto Ignacio de Antioquía, a principios del siglo, como Hipólito, al final del mismo, no justificaban sus ideas por mandamientos del Señor o por autoridad bíblica, lo mismo que Jerónimo, para quien el episcopado jerárquico es el resultado de la costumbre, pero no de la revelación.
Por tanto, pensar en Febe como diaconisa encargada de asuntos de carácter social, como visitar a los enfermos, o ayudar en la distribución de alimentos, es minimizar su ministerio. Esta interpretación s proyecta, de manera inconsciente, al siglo primero las tareas ejercidas por las diaconisas en siglos posteriores.
Es interesante, además, analizar otro de los términos aplicados por Pablo a Febe: prostates. Esta palabra significa «alguien que se pone al frente, alguien que preside». Tanto en la literatura extrabíblica como en todo el Nuevo Testamento, esta palabra se usa para hacer referencia a alguien que está ejerciendo una posición de autoridad, y no labores secundarias. Pablo usa la forma verbal de esta palabra para describir a los que dirigen y presiden la congregación (1 Tesalonicenses 5.12; Romanos 12.8; 1 Timoteo 5.17). Los Padres de la Iglesia usaban la forma masculina de prostates para describir a aquellos que presidían en la comunión. Josefo la usa para referirse al líder de una nación, una tribu o una región.
Por otra parte, cuando en 1 de Timoteo se mencionan los requisitos de los diáconos, llama la atención que sean prácticamente los mismos que los de los ancianos, por lo que se puede concluir que sus funciones estaban muy relacionadas. De estos requisitos hay dos que indican función. El primero es el don de guiar («gobiernen bien sus hijos y sus casas»). El segundo, se descuida generalmente. Tiene que «guardar el misterio de la fe». La palabra guardar es la traducción de la palabra griega exeinti, que se usaba para designar a una persona a quien se le encargaba algo, a quien le incumbía el llevarlo, observarlo, ejecutarlo y cumplirlo. Es decir, el diácono no sólo tenía que conocer y comprender el evangelio y el plan de salvación, sino que también tenía una parte importante en su proclamación al mundo. Esto se hace más claro en la última característica mencionada: «gran confianza en la fe». La palabra parrusia que la Reina-Valera traduce como «confianza» significa «facilidad de palabra». También puede significar «hablar en público» (Juan 18:20), características que son más apropiadas para aquellos que se dedican al ministerio de la predicación y enseñanza, que a tareas sociales o administrativas.
Por tanto, en la iglesia primitiva el/la diakonos no era una persona dedicada a dichas tareas. La jerarquización que hoy conocemos por la que el diácono o la diaconisa en la práctica es menor, por ejemplo, que el anciano, no existe ni tiene fundamento en el Nuevo Testamento. Es interesante que Pablo usa indistintamente el término anciano y obispo. Esta última palabra significa literalmente «el que preside o supervisa» y para referirse a Febe usa la palabra prostates, que significa «el que está al frente, preside o dirige», y diakonos, que significa «ministro». Es evidente que todos estos términos estaban relacionados. Si el hecho de que Pablo use algunos de estos términos para referirse a una mujer choca con otros textos del mismo apóstol que parecen restringir el ministerio de la mujer en la iglesia, esto nos obliga a comprobar si la exégesis de dichos textos es correcta puesto que la Palabra no puede contradecirse.
En realidad, no hay ningún argumento lingüístico para hacer distinciones entre Febe y otros «ministros» varones, por lo que los traductores y exegetas que le niegan tal derecho, están imponiendo una interpretación teológica al texto, que por ser más deductiva que inductiva tiene el peligro de alejarse de la verdad. Tal reflexión siempre debe hacerse con posterioridad al análisis lingüístico, al del contexto, al de los pasajes paralelos y al del fondo histórico, y no con anterioridad.
El caso de Febe, como mujer que ejercía funciones ministeriales relacionadas con la predicación de la Palabra y la enseñanza, no era una excepción. Veamos en primer lugar el caso de Priscila. Pablo usa la palabra sunergon para referirse a ella y a Aquila, su marido. Esta palabra, que se suele traducir como «colaborador» la usa también para referirse a Timoteo, Silas, Apolos, Tito, Epafrodito, etcétera.
La palabra sunergon puede significar simplemente «ayudante» si se usa en el caso dativo. Pero en el caso genitivo, que Pablo siempre usa para referirse a estas personas, significa «alguien del mismo oficio». Por tanto, para Pablo el colaborador es más que un ayudante, es alguien que él considera un colega situado en una posición de autoridad similar a la suya propia. Y Pablo llama a Priscila sunergon, con lo cual podemos decir que la está considerando una colega, alguien en su misma posición.
En 1 Corintios 16.16 Pablo dice algo más sobre estas personas: «Os ruego que os sujetéis a todos los que ayudan (sunergonti) y trabajan». Por tanto, Priscila, que es una sunergon, es alguien a quien otros deben someterse. Es lo que hizo Apolos cuando Priscila lo instruyó en las cuestiones doctrinales que desconocía, a pesar de ser un varón elocuente y poderoso en las Escrituras.
La sujeción que Pablo demanda no es la obediencia debida a un superior jerárquico, derivada de la misma naturaleza desigual de dicha relación, sino que es la aceptación voluntaria de los criterios de aquellos que «ayudan y trabajan», independientemente de si son hombres o mujeres, porque no es la propia naturaleza del hecho, es decir, el ser líder o el ser varón, que determina el que otros se sujeten a ellos, sino el deseo voluntario de proponerse a la consideración de otra persona, puesta allí por Dios para su perfeccionamiento. Así lo entendió Apolos.
Pablo menciona también a cuatro mujeres que trabajaban en la obra del Señor: María, Trifena, Trifos y Pérsida (Romanos 16.6 y 12). El verbo que usa Pablo para referirse a estas mujeres es kopiao. Pablo recomienda a los Corintios, como hemos visto anteriormente, que se sujeten a personas como ellos, es decir, a los que ayudan y trabajan (kopiounti).
En 1 Tesalonicenses 5.12 vuelve a insistir en la misma idea: «Os ruego, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan (kopiountas) entre vosotros y os presiden en el Señor y os amonestan». Es decir, los que «trabajan» son los que están dedicados al ministerio, son los que presiden y amonestan, y son personas a quienes hay que sujetarse y reconocer. Entre estas personas Pablo menciona a estas cuatro mujeres.
El primer mensaje del cristianismo fue encomendado a mujeres directamente por Jesús. En la iglesia primitiva las mujeres podían profetizar, lo mismo que en el Antiguo Pacto. Estaban al frente de iglesias. El apóstol Pablo las consideraba sus colegas en el ministerio. Fuente a estas realidades, ¿por qué, entonces, las mujeres hoy día no pueden predicar? ¿Por qué hoy día no pueden ejercer posiciones de liderazgo si tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento vemos ejemplos de mujeres que fueron puestas en esa posición por Dios mismo, al concederle los dones necesarios?
por Margarita Muñiz. Tomado de Aletehia, Número 12.
Usado con permiso.