En mi carro, manejo yo

Ilustración de sermón: «Los limpiaparabrisas recorrían el cristal, pero me costaba mucho trabajo visualizar el panorama. ¿Debía pasarle el control a mi papá? ¡No! Era mi auto. ¿Quién, sino yo, sabía a dónde ir y por qué…?»
El tránsito ligero de la tarde me animaba a acelerar y no desaproveché la invitación. Noté la tensión de mi padre, pues se sujetó del asiento y verificó que su cinturón de seguridad se hallara bien afianzado.

El deportivo, recién salido de la agencia, volaba por el pavimento. ¡Qué suavidad al cambio de velocidades! Esto era vida. Por fin un auto nuevo, y como rezaba mi lema: «En mi auto, yo manejo».

—Papi, sé que te mueres por manejar, pero no se te olvide que tú me lo regalaste. Ya sé que cuando me diste mi primer auto no era muy buena conductora. Por tomar atajos, terminé dando vueltas sin llegar a ningún lado. También reconozco que me he perdido más de una vez por no sacar un mapa de la guantera. Y sufrí dos accidentes, pero ocurrieron por culpa de los otros conductores. Esta vez será diferente, lo prometo. Tengo todo bajo control.

Kilómetros más adelante, esquivé un bache con algo de dificultad. Ahora mi padre pensaría que no era tan ágil. Pero si lo dejaba al volante, él tomaría aquellas complicadas rutas que tanto le gustaban. ¡Para eso existían las súper carreteras! ¡Todo mundo las prefería!
De repente, un rayo de luz permitió que observara el camión que descendía a toda velocidad sobre el mismo carril. Ni siquiera la bocina le advertiría al chofer de la presencia de mi auto.Comenzamos a ascender una empinada cuesta. El carro se sacudió produciendo un ruido extraño. Mi padre mantuvo la vista al frente, aunque de reojo, percibí unas gotas de sudor en su frente. «Todo está bien» —me repetí. «Yo tengo el control».

La oscuridad cayó sin previo aviso. Las nubes cargadas de lluvia amenazaron la tarde con truenos y relámpagos y encendí los faros al caer las primeras gotas. Ahora sí sentía miedo.

—¿Estás bien? —me preguntó mi padre.

Le mentí. Los limpiaparabrisas recorrían el cristal, pero me costaba mucho trabajo visualizar el panorama. ¿Debía pasarle el control a mi papá? ¡No! Era mi auto. ¿Quién, sino yo, sabía a dónde ir y por qué? Durante mi niñez, él siempre había elegido correctamente. Jamás me llevó por senderos perjudiciales, aunque debo aclarar que tampoco fueron sencillos o poco dolorosos. Pero ahora yo tenía mi propio auto. ¡Había madurado!

De repente, un rayo de luz permitió que observara el camión que descendía a toda velocidad sobre el mismo carril. Ni siquiera la bocina le advertiría al chofer de la presencia de mi auto. El freno estaba atorado. A mi izquierda se hallaba un profundo precipicio, a mi derecha un muro de piedra.

—¡Ayúdame, papá!
—Pero tú estás al volante.
—¡Haz algo!
—Dame el control —me ordenó.

Me aferré al plástico y mis dedos emblanquecieron de la presión. El camión se acercaba.
—No puedo. ¡No quiero! Tú me lo regalaste. ¿Qué puedes hacer diferente?

Mi padre me encaró: —Olvidas que yo inventé el auto.

Entonces suspiré: —Maneja tú.

Y desde entonces, él conduce el auto de mi vida.

Por Kayla Ochoa Harris.

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