Texto bíblico, Nehemías 4:1-7. El corazón de los judíos estaba lleno de alegría y de entusiasmo cuando Nehemías les propuso reconstruir las murallas de Jerusalén. La ciudad hacía años que estaba en ruinas, destruida por tantas guerras y por tantos años de abandono y dejadez.
Pero, ahora Dios mismo los había llamado a la tarea de reconstruir la ciudad, y ellos se sentían orgullosos y felices porque volvían a sentirse útiles, porque la vida empezaba a brotar otra vez, porque se asomaba un poquito de esperanza. Desaparecerían las ruinas y con ellas el horror de lo pasado y podrían comenzar a construir un tiempo nuevo. La ciudad nueva sería el símbolo de un nuevo comienzo, de un nuevo empezar en paz y en armonía.
La construcción se inició con mucha energía, con cantos de alegría. Los hombres y las mujeres y hasta los niños ponían manos a la obra y cada quien ofrecía lo que podía para que la ciudad saliera de la vergüenza de las ruinas y fuera, una vez más, una ciudad en la que pudiera vivir un pueblo feliz.
Es comprensible la alegría de los habitantes de la ciudad, ¿no? Porque ¿a quién le gusta vivir entre las ruinas, en medio de las evidencias del fracaso, de la destrucción, del odio, de un pasado lleno de errores y de maldad? ¿Y a quién no le gusta, por el contrario, vivir en un lugar construido con el esfuerzo de sus propias manos, con coraje y con amor…?
Así estaba el pueblo judío: feliz, en medio de la tarea, con la esperanza puesta en un nuevo tiempo, en una nueva etapa para todos.
Y es entonces que, en medio de la algarabía popular, un grupo de desmoralizadores, con Sanbalat y Tobías a la cabeza (ya es su segundo intento, ver 2:19-20), inician una campaña para desmoralizar a quienes con muchas ganas habían empezado el trabajo. “Ustedes son unos muertos de hambre. Ustedes no van a poder hacer nada. Están trabajando en vano. La tarea que comenzaron es imposible…”. Quién sabe cuántas cosas más habrán dicho. Pero se salieron con la suya y finalmente lograron su cometido: las obras de reconstrucción se paralizaron.
Por el libro de Esdras (contemporáneo de Nehemías) sabemos que los trabajadores, tan llenos de energía como estaban, tan llenos de vitalidad, con tanto fervor y voluntad, finalmente bajaron los brazos, se desalentaron, perdieron las fuerzas y las ganas de seguir trabajando.. Y la muralla y todas sus metas y todos sus proyectos y la ciudad feliz quedaron en nada… Ni siquiera se daban cuenta que habían levantado YA la mitad de la muralla. Son tan afectados por las voces del pesimismo que abandonan todo esfuerzo por seguir adelante.
La influencia externa había surtido efecto. Las palabras de los enemigos habían entrado en el corazón de los judíos, ocupando el lugar que antes ocupaban los ideales y los sueños. La desesperanza había ganado el lugar de la fe, el derrotismo el lugar de la certeza, la incertidumbre el lugar de la confianza. Y el pueblo volvió a conformarse con las ruinas… Y nadie quiso seguir construyendo.
¿Qué hacer en una situación así? ¿Cómo combatir esos sentimientos? ¿Cómo devolverle al corazón lo que otros tan hábilmente le habían robado? ¿Cómo tenía que actuar Nehemías para que ese pueblo difícil volviera a retomar su trabajo con la misma fuerza y convicción con que había empezado?
No sé ustedes, pero yo hubiese esperado de un líder algo verdaderamente grandioso. Hubiera esperado que Nehemías se parara en medio de la plaza de la ciudad y que desafiara con la autoridad de Dios a los que habían desanimado al pueblo. Hubiera esperado que los hiciera echar de la ciudad. O que hubiese juntado a los suyos en medio de las ruinas del templo para predicarles un sermón que los animara y que los pusiera nuevamente en pie. Hubiese esperado que él mismo dé el ejemplo y, desoyendo a los que se burlaban, siga adelante con la reconstrucción.
Pero no, Nehemías no hace nada de eso. ¿Qué hace el líder puesto por Dios ante esta situación? ¿Cómo se defiende él de los insultos, de las burlas, de la incomprensión de los pesimistas de siempre? ¿Qué hace él para levantar el ánimo de su gente?
“Entonces yo oré…” (vs. 4)
He ahí la respuesta de este gran hombre de fe. “Entonces yo oré…”.
Me costó entenderlo. ¿Cómo podía ponerse a orar justamente en medio de ese lío? ¿Cómo podía ponerse a orar cuando todas las miradas estaban puestas en él? ¿Cómo podía ponerse a orar cuando hacían falta hechos concretos y si eran grandiosos mejor?
Me costó entenderlo. Pero finalmente creo que esa es justamente la actitud más correcta para esos momentos de profundo desánimo y desaliento.. Detenerse, no para siempre, pero sí un momento, alzar las manos al cielo y orar. Orar con el dolor del alma, buscando la misericordia de Dios. Orar con toda la fuerza de la fe, esperando en el Señor, confiando en él. Orar… Porque es en e4sos momentos en los que mejor podemos percibir el rostro misericordioso de Dios.
En medio del trabajo cotidiano, incluso en la vida de la iglesia, cuando uno está ocupado en tantas cosas, cuando son tantas y tantas las preocupaciones (humanas y económicas), es difícil detenerse a sentir la presencia de Dios a nuestro lado. Es difícil hacerse un tiempo para la oración, es difícil ejercitarse en la devoción y en la búsqueda de una comunión íntima con el Señor.
Pero, cuando se toca fondo, como fue el caso de la gente de esta historia, que ya no quería seguir más, que ya se había resignado, bajando sus brazos, que ya lo daba todo por perdido, dándole la razón a los criticones, a los envidiosos, a los busca pleitos… Entonces, entonces, es el momento de orar.
“Entonces yo oré…”.
Cómo me gustaría que nos grabáramos estas tres palabras en la mente, para hacerlas una actitud de vida, un constante ejercicio de fe y de confianza en Dios, una forma concreta de luchar contra la adversidad y los problemas: “Entonces yo oré…”.
Es importante que la iglesia crezca en compromiso y en membresía. Es importante que la iglesia se desarrolle. Es importante que la iglesia tenga actividades. Y es importante que los cultos sean vivos y alegres, para que se sienta la presencia de Cristo resucitado en medio de su pueblo. Y ojalá aprendamos a ser una iglesia así: activa, viva, abierta, solidaria, con crecimiento.
Pero más importante que todo eso es que cada miembro aprenda la lección de Nehemías y que la ponga en práctica en su vida diaria: “Entonces yo oré…”.
Me falta el trabajo, no sé que hacer, no doy más, no veo horizontes…
“Entonces yo oré…”. (pedir que la gente repita cada vez la frase)
Las cosas no van bien en casa, los chicos se pelean, nos cuesta ponernos de acuerdo en el matrimonio…
“Entonces yo oré…”.
Estoy deprimido por tantas malas noticias. Tengo miedo. Tengo ansiedad…
“Entonces yo oré…”.
No encontramos maestras para que trabajen en la Escuela Dominical el semestre que viene…
“Entonces yo oré…”.
Tengo problemas con un hermano o con una hermana y no tengo ganas de venir a los cultos….
“Entonces yo oré…”.
Algunos dicen que somos pocos y que no vamos a poder hacer mucho…
“Entonces yo oré…”.
(se pueden cambiar o agregar motivos asociados al momento de la comunidad local)
“Entonces yo oré”, dice Nehemías. Y todo fue diferente.
El cansancio se hizo fuerza para seguir andando, siempre firmes y hacia adelante.
“Continuamos, pues, reconstruyendo la muralla… La gente trabajaba con entusiasmo” (vs. 7).
Allí está, el fruto de la oración: el miedo es derrotado y vuelve la esperanza.
Allí está el fruto de la búsqueda de la comunión íntima con Dios: la prueba es vencida y regresa el entusiasmo.
Allí está el fruto de la fe en el Señor: “siguieron construyendo…”.
En esas tres palabras, que yo les pido que recuerden siempre y que ejerciten siempre, está el secreto para sobreponernos a lo negativo, a lo que nos va en contra, a las dificultades, a las críticas que nos desinflan el ánimo y las ganas, a lo que nos frena en la marcha, a lo que nos desalienta… En estas tres palabras está el misterio del triunfo de los hombres y de las mujeres de fe: la íntima relación con Dios.
Nehemías podría haber hecho mil cosas para animar a su pueblo, para vencer los obstáculos, para combatir a sus adversarios (que eran los adversarios de los planes de Dios), pero él elige sólo una cosa y elige lo mejor. ORAR, buscar el rostro de Dios, compartir con él todo lo que le pasa, todo lo que siente, todo lo que le toca vivir. Decide ORAR y encontrar en esa comunión con el Señor la fuerza y la sabiduría para seguir adelante.
Y la oración ayuda a cambiar la perspectiva con la que nos enfrentamos a la vida y vemos lo que nos pasa. Recién después de orar, y sólo después de orar, la historia tiene otro color.
Cuántas cosas en nuestras vidas, en la vida de nuestras iglesias y en la vida de nuestros pueblos serían diferentes si recordáramos más esta lección de Nehemías y, en los momentos decisivos, antes de hacer cualquier cosa, antes de darnos por vencidos, antes de bajar los brazos, antes de resignarnos, y antes de elegir, antes de decidir, antes de actuar…, buscáramos el rostro de Dios en oración.
“Entonces yo oré…”.
¿Por qué no empezar por allí?
AMEN
Por: Gerardo Oberman
Red Latinoamericana de Liturgia CLAI