Un reconocido escritor del mundo de las empresas expone el valor de trabajar en la vida interior más que en las técnicas.
Muchos escritores han concentrado sus esfuerzos en identificar las cualidades de la personalidad que mejor se «venden» en el mercado público. El fruto de sus investigaciones muestran que los líderes se sienten tentados a «cultivar» estas características cuando están en público, con la ambición de garantizar el éxito de sus proyectos.
Prioridades claras
Enfocarse en la personalidad en lugar del carácter, sin embargo, es pretender que las hojas de una planta crezcan sin poseer la raíz que las nutre. Las manifestaciones de la personalidad se refieren a atributos de grandeza secundaria. Si insistimos en enfocarnos en las habilidades y características que debe poseer un líder, acabaremos socavando el fundamento que provee el carácter. El éxito en el ámbito privado siempre antecede a la victoria en público. La autodisciplina siempre es una condición para desarrollar relaciones sanas con otros.
Cuando utilizamos estrategias y tácticas para lograr que las personas tomen las acciones que queremos, alcanzaremos nuestros objetivos a corto plazo. A largo plazo, sin embargo, nuestra falsedad y manipulación acabará sembrando desconfianza en las mismas personas con las que trabajamos. Bien podemos contar con todas las habilidades para llevar adelante el proyecto, pero si no existe confianza no aseguraremos el éxito que perdura en el tiempo.
Estar enfocado en las técnicas de las buenas relaciones se compara con el hábito de estudiar, con desesperación, toda la noche anterior a un examen por haber sido negligentes a lo largo del semestre. Quizás aseguremos la nota que estamos buscando, pero ese estilo de estudio habrá dejado muy pocos frutos en nuestra vida. Del mismo modo, muchas veces llevamos adelante los proyectos armados con un arsenal de métodos y tácticas, pero sin la esencia de una vida correctamente trabajada. Obtendremos alguno que otro resultado, pero el impacto que ejerza nuestra vida será mínimo.
Muchas personas que poseen grandeza secundaria —es decir, estatus social, fama, posición, talento o riquezas— no gozan de la grandeza primaria resultante de un carácter bien desarrollado. Esta carencia no podrá ocultarse en las relaciones a largo plazo, ya sea en el ámbito del trabajo o en las amistades personales. El carácter es el comunicador más eficaz de nuestro yo. Tal como señaló el ensayista y poeta americano, Emerson: «lo que tú eres grita tan fuerte a mi oído que no logro escuchar lo que estás diciendo». Lo que somos siempre comunica más fuerte que aquello que digamos o hagamos.
¿Cómo nos vemos?
La forma en que nos vemos afecta no solamente nuestras actitudes, sino también nuestra perspectiva de los demás. Si la visión que poseemos de nosotros mismos procede del espejo social (las opiniones que los demás se han creado de nosotros), nuestra perspectiva será como la que proyectan esos espejos en los parques de diversiones: distorsionada y confusa. Cuando nuestra definición procede de un espejo, la imagen reflejada comienza a confundirnos en cuanto a lo que nosotros somos.
Las opiniones de los que nos rodean con frecuencia son el fruto de lo que ellos proyectan sobre nuestra vida. Atribuyen a nuestra persona sus propias debilidades, errores y fracasos. Lentamente nosotros comenzamos a convencernos de sus perspectivas acerca de lo que somos y, con el paso del tiempo, incluso podemos rechazar nuestro verdadero yo.
El antídoto contra una imagen distorsionada es la afirmación del valor y potencial que poseemos como personas. Observamos cómo, en el Quijote de la Mancha, don Quijote gradualmente consigue cambiar la percepción que se ha formado de sí misma una prostituta. El amor generoso y la afirmación continua por parte del hidalgo eventualmente la convierte en la Dulcinea que él se imagina.
Para afirmar el valor y potencial de una persona debemos verla con una cuota de fe. El famoso autor alemán Goethe advertía: «si tratas a un hombre tal cual es, permanecerá tal cual es. Pero si lo tratas según lo que puede y debe ser, se convertirá en lo que debe y puede ser».
Algunos debemos amarnos antes de que podamos amar a otros. Pero la verdad es que si no logramos cierta disciplina sobre nuestra vida, cierto grado de control sobre nuestro propio comportamiento, resultará muy difícil que nos amemos. El verdadero respeto por uno mismo procede de haber logrado dominio sobre la vida que poseemos. Si nuestras motivaciones, acciones y palabras simplemente proceden de las técnicas desarrolladas para manejar las relaciones con otros, en lugar de un corazón trabajado, otros percibirán en nosotros nuestra falsedad. El lugar donde comenzamos a trabajar para desarrollar las relaciones con otros es nuestro propio carácter.
La efectividad en el ámbito personal es el fundamento para relaciones sanas. La conquista personal es necesaria para la conquista pública.
Conclusión
El carácter que goza de riquezas de integridad, madurez y generosidad (ver recuadro) posee una cualidad genuina que jamás podrá alcanzar por las técnicas de relacionamiento. Su carácter continuamente irradia un mensaje, comunica un aspecto de su yo. Según lo que otros perciban será el grado de confianza o desconfianza que ellos desplieguen en la relación. Si su vida muestra contrastes, a veces es frío, otras, calido, a veces es amable, otras, agresivo, la gente no se sentirá segura en su presencia. Si su vida privada no cuadra con lo que usted es en público, los que le rodean no se sentirán motivados a abrirle el corazón para compartir sus pensamientos y sensaciones más íntimas.
Tres rasgos del carácter
Los siguientes rasgos son esenciales para alcanzar la grandeza primaria.
Integridad
Yo defino la integridad como el valor que le damos a nuestra propia persona. Elaboramos cuidadosamente objetivos y prioridades para la vida y luego asumimos compromisos en torno de las mismas. La integridad resulta cuando logramos ser fieles al compromiso que hemos asumido. Cuando no logramos mantenernos firmes en nuestros compromisos, estos pierden completamente el valor. Lo sabemos nosotros y otros también lo descubren. Nuestra duplicidad acabará quebrando la confianza que han construido en nosotros.
Madurez
Al hablar de la madurez me refiero a la emocional. La mejor definición de madurez que yo he escuchado es la que me proveyó un profesor en Harvard, allá por 1955. El la definía como «el justo equilibrio entre el coraje y la consideración». Cuando una persona carece de madurez interior y fortaleza emocional, intentará tomar prestado fuerza de su posición, poder, credenciales, antigüedad o relaciones.
El coraje es necesario para alcanzar objetivos a largo plazo, pero la consideración asegura que los intereses de los demás en el proyecto también sean respetados. De hecho, el objetivo principal de un liderazgo maduro es asegurar el bienestar de todas las personas representadas por el proyecto.
Generosidad
Cuando me refiero a generosidad pienso en una mentalidad de abundancia. Esta perspectiva cree que existen suficientes recursos para que todos queden satisfechos. Se afianza en un fuerte sentido de bienestar y valoración personal y permite que un líder comparta con sus seguidores sus logros, reconocimientos y responsabilidades. Abre las puertas para relaciones creativas y productivas.
La mayoría de los líderes, sin embargo, han cultivado profundas raíces de una mentalidad de escasez. Miran la vida como si fuera una torta, pues creen que si alguno se sirve un pedazo demasiado grande no habrá suficiente para los demás. Esta clase de líderes son sumamente reticentes al compartir con otros lo que han podido lograr para sí mismos, así custodian, con mucho celo, logros, reconocimientos y beneficios de su trabajo.
A la misma vez este punto de vista impide un genuino regocijo en las conquistas y los logros de otros. La sensación de recursos limitados les lleva a pensar que si otros reciben honra, no quedará honra para ellos.
Por Stephen Covey. (Principle Centered Leadership)