Por Charles Spurgeon.
«Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré» (Salmo 34:11).Es cosa singular que los hombres buenos frecuentemente descubran su deber cuando están situados en las más humillantes condiciones. Nunca en su vida estuvo David en peor apuro que el que le sugirió este Salmo. Es, como leemos al comienzo, «Salmo de David, cuando mudó su semblante delante de Abimelec, y él lo echó, y se fue.»
David fue llevado delante del Rey Aquís, el Abimelec de Filistea, y, a fin de lograr escapar, pretendió estar loco, acompañando esta pretensión con unos síntomas muy degradantes que bien podían confirmar su locura. Echado de palacio, y, como es normal cuando tales personas pasan por la calle, un número de niños se reunió en torno suyo. En días posteriores, al cantar cánticos de alabanza a Dios, y recordando cómo había llegado a ser el hazmerreír de niños pequeños, pareció decir: «¡Ah!, me he rebajado en la estima de. generaciones venideras, por mi insensatez en las calles delante de los niños. Ahora trataré de deshacer ese mal.» «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.»
Es muy posible que si David nunca se hubiese encontrado en esas circunstancias, nunca habría pensado en este deber; porque no encuentro ningún otro Salmo en el que David dijese: «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» Tenía el cuidado de sus ciudades, provincias y nación apremiándole, y pudo prestar poca atención a la educación de los jóvenes. Pero aquí, llevado a la más humilde posición que alguien pueda ocupar, habiendo llegado a ser como privado de razón, recuerda su deber. El cristiano exaltado o próspero no siempre se acuerda de los corderos; esta tarea generalmente recae sobre los Pedros, cuya confianza y soberbia han sido aplastadas, y que se regocijan en responder así de una manera práctica a la pregunta: «¿Me arpas?»
Pero, apartándonos de esta reflexión, me dirigiré al texto, «Veníd, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» Primero os daré una doctrina; en segundo lugar-, os daré dos alientos; tercero, tres instrucciones; cuarto, cuatro instrucciones; y en quinto lugar, os daré cinco temas para niños; todo ello tomado del texto.
I
Primero, UNA DOCTRINA. «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» La doctrina es que los niños son capaces de recibir la enseñanza del temor al Señor. Los hombres son por lo general tanto más sabios cuanto más insensatos han sido. David había sido sumamente insensato, y ahora se volvió extremadamente sabio. Y al serlo, no era probable que expresase sentimientos insensatos, ni que diese instrucciones que fuesen dictadas por una mente débil.
Hemos oído decir a algunos que los niños no pueden comprender los grandes misterios de la religión. Incluso sabemos de algunos maestros de Escuela Dominical que cautamente evitan mencionar las grandes doctrinas del evangelio, porque creen que los niños no están preparados para recibirlas. ¡Ay!, el mismo error se ha introducido en el púlpito, porque actualmente se cree, entre cierta clase de predicadores, que muchas de las doctrinas de la palabra de Dios, aunque ciertas, no son adecuadas para ser enseñadas al pueblo, porque los pervertirían para propia destrucción de ellos. ¡Fuera con ese sacerdotalismo! Todo lo que mi Dios haya revelado debería ser predicado. Todo lo que ha revelado, si no puedo comprenderlo, lo seguiré creyendo, y predicándolo. Mantengo que no hay ninguna doctrina de la palabra de Dios que un niño, si es capaz de salvación, no sea capaz de recibir. Querría que a los niños se les enseriasen todas las grandes doctrinas de la verdad sin una sola excepción, para que en sus tiempos posteriores puedan aferrarse a ellas. Puedo dar testimonio de que los niños pueden comprender las Escrituras, porque estoy seguro de que cuando era sólo un niño hubiese podido discutir acerca de muchos intrincados puntos de controversia teológica, habiendo oído ambos lados de la cuestión libremente expresados entre el círculo de amistades de mi padre. De hecho, los niños son capaces de comprender algunas cosas en las primeras etapas de la vida que difícilmente comprendemos posteriormente. Los niños tienen de manera eminente la simplicidad de la fe. La simplicidad es equivalente al más alto conocimiento; en realidad, no podemos decir que haya mucha distinción entre la simplicidad de un niño y el genio de la mente más profunda. El que recibe las cosas con simplicidad, como niño, tendrá a menudo ideas que el hombre propenso a hacer un silogismo con todas las cosas nunca llegará a alcanzar.
Si queréis saber si se les puede enseñar a los niños, os indicaré a muchos en nuestras iglesias, y en familias piadosas: no prodigios, sino de los niños que vemos con frecuencia: Timoteos y Samueles, y también niñas pequeñas, que han llegado pronto a conocer el amor del Salvador. Tan pronto como un niño es capaz de ser condenado es capaz de ser salvo. Tan pronto como un niño puede pecar, este niño puede, si le asiste la gracia de Dios, creer y recibir la palabra de Dios. Tened la certidumbre de que tan pronto como el niño puede conocer el mal es competente, bajo la conducción del Espíritu Santo, para aprender el bien. Nunca vayas a tu clase con el pensamiento de que los niños no te pueden comprender, porque si no les haces comprender es porque tú no comprendes tú mismo. Si no les enseñas a los idos lo que deseas, es porque no eres adecuado para la tarea; deberías hallar palabras más simples, más adecuadas para su capacidad, y luego descubrirías que no es culpa del niño, sino del adulto, que no aprendiese. Mantengo que los niños son capaces de salvación. El que en su soberanía divina rescata al encanecido pecador del error de sus pecados, puede hacer tornar a un niño de sus insensateces juveniles. El que en la hora undécima encuentra a algunos ociosos en la plaza del mercado, y los envía a su viña, puede llamar a hombres en el amanecer del día para que laboren para él. El que puede cambiar el curso de un río cuando ha ido abajo en su curso, y volverse en una gran crecida, puede controlar un riachuelo acabado de brotar, saltando desde su fuente madre, y hacer que corra por el canal que desea. Puede hacer todas las cosas. Puede obrar en el corazón de los niños como a él le place, porque todo está bajo su control.
No voy a demostrar la doctrina, porque no considero que haya ninguno entre vosotros tan insensato que la dude. Pero aunque la creáis, me temo que muchos de vosotros no esperáis oír acerca de niños que sean salvos. Por todas las iglesias me he dado cuenta de una especie de repugnancia contra cualquier piedad temprana, infantil. Nos asusta la idea de un niño que ame a Cristo; y si oímos de una niñita siguiendo al Salvador, decimos que es imaginación infantil, una temprana impresión que se desvanecerá. Queridos amigos, os lo ruego, nunca tratéis la piedad infantil con sospechas. Es una planta tierna, no la manoseéis demasiado. Oí algo hace un tiempo, que creo es una narración genuina. Una niñita de unos cinco o seis años, que amaba verdaderamente a Jesús, pidió a su madre poderse unir a la iglesia. La madre le dijo que era demasiado pequeña. La pequeñita se sintió muy dolida; un tiempo después su madre, que vio que había piedad en su corazón, le habló al ministro acerca de ello. El ministro habló con la niña, y le dijo a la madre: «Estoy totalmente convencido de su piedad, pero no puedo tomarla en la iglesia; es demasiado joven.» Cuando la niña oyó esto, una extraña sombra cubrió su cara; al día siguiente, cuando su madre fue a su camita, la encontró con una lágrima en cada ojo, muerta de dolor; su corazón se había partido, porque no la dejaban seguir a su Salvador y hacer como él la había invitado. ¡Yo no habría asesinado a aquella niña por todo un mundo! Tened cuidado de cómo tratáis la piedad juvenil. Sed tiernos con ella. Creed que los niños pueden ser salvos, tanto como vosotros. Cuando veáis un joven corazón traído al Señor, no os pongáis a un lado, hablando duro, y desconfiando de todo. Es mejor a veces ser engañados que ser el medio de destruir a alguien. Que Dios envíe a su pueblo una convicción más finase de que los pequeños brotes de la gracia son dignos de todo cuidado.
II
En segundo lugar, os daré DOS ALIENTOS, y ambos los encontraréis en el texto.
El primer aliento es el de el ejemplo piadoso. David dijo: «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» No te avergonzarás de seguir en los pasos de David, ¿verdad? No pondrás objeciones a seguir el ejemplo de uno que fue primero eminente en santidad, y luego eminente en grandeza. ¿Acaso el pastorcillo, el matador del gigante, el salmista de Israel y el monarca, habrían ido por pasos que tú tengas demasiado orgullo para seguir? ¡Ah, no!, estoy seguro de que te sentirás feliz de ser como era David. Pero si quieres un ejemplo más grande, incluso que el de David, escucha al Hijo de David mientras salen dulces palabras de su boca: «Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a mí; porque de los tales es el reino de los cielos.» Estoy seguro de que os animaría si pensaseis siempre en estos ejemplos. Vosotros enseñáis a niños, y eso no os deshonra. Algunos dicen de ti que eres meramente un maestro de Escuela Dominical, pero eres un personaje noble, con un honroso cargo, y tienes ilustres predecesores. Nos encanta ver a personas de una cierta posición en la sociedad tomando un interés en las Escuelas Dominicales. Un gran fallo en muchas de nuestras iglesias es que los niños son dejados a los jóvenes para que se cuiden de ellos, y que los miembros mayores, con mayor sabiduría, se preocupan pero que muy poco de ellos; y muy a menudo los miembros más acomodados de la iglesia se echan a un lado como si la enseñanza de los pobres no fuese (como desde luego lo es) la especial actividad de los ricos. Espero el día en que los fuertes de Israel sean hallados ayudando en esta gran batalla contra el enemigo. He oído que en los Estados Unidos hay presidentes, jueces, miembros del Congreso, y personas en las más altas posiciones, no condescendiendo, porque desdeño emplear esta palabra, sino honrándose en enseñar a niños pequeños en las Escuelas Dominicales. El que enseña una clase en la Escuela Dominical se ha ganado un buen título. Antes preferiría tener el título de M.E.D. que una licenciatura o un diploma o cualquier otro honor que se pueda conferir. Dejad que os ruegue que os animéis, porque vuestros deberes son así de honrosos. Que el regio ejemplo de David, que el noble y piadoso ejemplo de Jesucristo, os inspiren con una renovada diligencia y un creciente ardor, con una perseverancia confiada y permanente, para proseguir en vuestra poderosa obra, diciendo, como dijo David: «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.»
El segundo aliento que os daré es el aliento de un gran éxito. David dijo: «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» No dijo: «Quizá os instruiré en el temor de Jehová», sino «os instruiré». Tuvo éxito, y si él no lo tuvo, otros lo han tenido. ¡El éxito de las Escuelas Dominicales! Si comienzo a hablar de esto, tendré un teína inagotable, y por ello no comenzaré. Se podrían escribir muchos volúmenes acerca de eso, y cuando todos fuesen escritos, podríamos decir: «Pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir.» Allí donde las huestes estelares cantan perpetuamente su gran alabanza, allí donde las multitudes en vestiduras blancas permanentemente echan sus coronas a los pies del Redentor, podremos contemplar el éxito de las Escuelas Dominicales. Allí, también, donde millones de niños se reúnen domingo tras domingo para cantar las alabanzas al Señor Jesús, vemos con gozo el éxito de las Escuelas Dominicales. Y aquí arriba, en casi cada púlpito de nuestra tierra, y allí en los bancos donde se sientan los diáconos, y donde los piadosos miembros se unen en el culto, tenemos el éxito de las Escuelas Dominicales. Y lejos, al otro lado del océano, en las islas de los mares del sur, en tierras donde moran los que antes se postraban ante trozos de madera y piedra, tenemos misioneros salvados en las Escuelas Dominicales, donde miles, redimidos por medio de sus labores, contribuyen tanto a la poderosa corriente de un inmenso, incalculable éxito, casi diría que infinito, y en todo caso sin parangón, de la instrucción de las Escuelas Dominicales. ¡Proseguid!, ¡proseguid! Mucho es lo que se ha hecho; más se hará aún. Que todas vuestras victorias del pasado os inflamen con ardor; que el recuerdo de campañas de triunfo y de campos de batalla ganados para vuestro Salvador en los reinos de la salvación y de la paz, sean vuestro aliento para un renovado *****plimiento del deber.
III
Ahora, en tercer lugar, os daré TRES AMONESTACIONES.
La primera es: recodad a Quien estáis enseñando. Se trata de niños. «Venid, hijos.» Creo que deberíamos tener siempre respeto para con nuestra audiencia, no en el sentido de que tengamos que tener cuidado de que le estamos predicando al señor Fulano de Tal, a Sir William Eso, o a Milord Aquello, porque delante de Dios esto es una vanidad. Pero sí debemos recordar que estamos predicando a hombres y mujeres que tienen almas, de manera que no deberíamos ocupar su tiempo con cosas que no vale la pena que escuchen. Ahora bien, cuando enseñáis en la Escuela Dominical, estáis, si ello es posible, en una situación más responsable aun que la de un ministro. Éste predica a personas adultas, a hombres con juicio que, si no les gusta lo que predica, tienen la opción de ir a alguna otra parte. Vosotros enseñáis a niños que no tienen la opción de ir a ninguna otra parte. Si enseñáis mal a los niños, ellos os creerán; si les enseñáis herejías, las-recibirán. Lo que les enseñéis ahora, nunca lo olvidarán. No estáis sembrando sobre tierra virgen, como algunos dicen, porque ha estado mucho tiempo ocupada por el diablo; pero estáis sembrando sobre una tierra más fértil ahora que jamás lo será, que producirá ahora el fruto de mejor manera que en tiempos futuros; estáis sembrando en un corazón joven, y lo que sembréis es bastante seguro que permanecerá allí, especialmente si enseñáis el mal, porque esto nunca será olvidado. Estáis comenzando con el niño. Cuidaos de lo que le hacéis. No lo estropeéis. Muchos niños son tratados como los niños de la India, a los que se les pone platos de cobre sobre sus frentes para que nunca crezcan. Hay muchos que ahora saben que son simples, porque aquellos que estuvieron a su cuidado cuando eran pequeños nunca les dieron oportunidad para conseguir conocimiento, de modo que cuando se hicieron adultos ya no les importaba nada. Tened cuidado acerca de vuestros objetivos; estáis enseñando a niños; vigilad lo que hacéis. Si ponéis veneno en el manantial, impregnará toda la corriente. ¡Ten cuidado con lo que haces! Estás torciendo un arbolito, y el viejo roble quedará por ello torcido. ¡Ten cuidado! Es el alma de un niño la que manipulas, si la estás manipulando. Es el alma de un niño lo que preparas para la eternidad, si Dios está contigo. Te hago una solemne amonestación en nombre de cada niño. Ciertamente, si es traición administrar veneno a los moribundos, tiene que ser mucho más criminal administrar veneno a la vida joven. Si es malo extraviar a los de cabellos encanecidos, tiene que ser mucho peor apartar al corazón joven a un camino de error en el que pueda caminar para siempre. ¡Ah, es una solemne amonestación: Estáis enseñando a niños!
La segunda es, recordad que estáis enseñando para Dios. «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» Si vosotros, como maestro, acudierais sólo a enseñar geografía, estoy seguro de que no interferiría si fueseis a decirles a los niños que el polo norte está cerca del ecuador; y si fueseis a decirles que el extremo de América del Sur está contiguo a las costas de Europa me sonreiría ante vuestro error, y quizá me acordaría, a modo de chiste, si os oyese decir que Inglaterra está en medio de África. Pero no estáis enseñando geografía ni astronomía, ni estáis enseñando una profesión de este mundo; estáis enseñando, en lo mejor de vuestra capacidad, para Dios. Les decís: «Niños, venís aquí para que se os enseñe la palabra de Dios; venís aquí, si es posible, para que seamos el medio de que salvéis vuestras almas.» Tened cuidado de cuál es vuestro objetivo cuando pretendáis estar enseñándoles para Dios. Atadles las manos si queréis, pero, por amor a Dios, no ataquéis sus corazones. Decid lo que queráis de las cosas temporales, pero os lo ruego, en cuestiones espirituales, tened cuidado acerca de cómo los conducís. ¡Oh, tened cuidado de que les inculcáis la verdad, y sólo la verdad! ¡Y ahora, cuán solemne se torna vuestro trabajo! El que está haciendo un trabajo para sí mismo, que lo haga como quiera, pero el que está trabajando para otro, que tenga cuidado acerca de cómo hace su trabajo. El que está ahora al servicio de un monarca, que tenga cuidado acerca de cómo lleva a cabo sus deberes; pero el que trabaja para Dios ¡que tiemble, si hace mal su trabajo! Recordad que estáis trabajando para Dios. Lo digo, porque profesáis hacerlo. ¡Ay, me temo muchos, incluso entre vosotros, estáis lejos de tener esta perspectiva!
La tercera amonestación es: recordad que vuestros niños necesitan enseñanza. El texto implica eso, cuando dice, «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» Esto hace que vuestra labor sea tanto más solemne. Si los niños no necesitasen enseñanza, no me sentiría tan extremadamente inquieto por que les enseñéis de manera correcta, porque las obras de supererogación, las obras no necesarias, pueden hacerlas los hombres como les plazca. Pero esta obra sí es necesaria. ¡Tu hijo necesita enseñanza! Nació en iniquidad; en pecado lo concibió su madre. Tiene un corazón malo. No conoce a Dios, y jamás lo conocerá si no es enseñado. No es como alguna tierra de la que he oído, que tiene buena semilla oculta en sus mismas entrañas. Al contrario, tiene mala semilla en su corazón. Dios puede poner buena semilla allí. Vosotros profesáis ser sus instrumentos para esparcir la semilla en el corazón del niño; recordad: si esta semilla no se siembra, quedará perdida para siempre; su vida será una vida de alienación de Dios, y, a su muerte, su parte habrá de ser el fuego eterno. Ten cuidado, entonces, de cómo enseñas, recordando la apremiante necesidad del caso. Ésta no es una casa incendiada necesitando de tu ayuda en la bomba de agua, ni un barco naufragado en el mar, que necesita de -tu remo en el bote salvavidas, sino un espíritu inmortal que dama a ti: «Pasa aquí, y ayúdanos.» Te lo ruego, enseña «en el temor del Señor» y sólo eso; ten anhelo por decir, y dilo con verdad, «En el temor de Jehová os instruiré.»
IV
Esto me lleva, en cuarto lugar, a CUATRO INSTRUCCIONES, y éstas están todas en el texto.
La primera es: haz que los niños acudan a tu escuela. «Venid, hijos.» La gran queja de parte de muchos hoy es que no pueden conseguir niños. Ve y búscalos. En Londres estamos yendo casa por casa; ésta es una buena idea, y se debería ir casa por casa por todos los pueblos y todas las ciudades, y conseguir a todos los niños que se pueda; porque David dice, «Venid, hijos.» Así, mi consejo es que consigáis que vengan los niños, y que hagáis cualquier cosa por llevarlo a cabo. No los sobornéis: esto es a lo único que objetamos; esto sólo lo hacen las escuelas de lo más bajo; escuelas de una clase tan mezquina que incluso los padres y las madres de los niños tienen demasiado sentido común para enviarlos allí; pero luego el granjero Brown no les dará trabajo, o el marqués los echará de su empleo; o, si los niños no van a la escuela los domingos, no les dejarán ir a la escuela los días entre semana. ¡Oh, el miserable truco del soborno! Desearía que se pusiese fin a ello; sólo demuestra la debilidad y la degradación y abominación de una secta que no puede triunfar sin emplear un sistema tan mezquino. Pero, exceptuando esto, no tengáis demasiados problemas acerca de cómo conseguir que los niños acudan a la escuela. Bueno, si no pudiese conseguir gente para que viniese a mi lugar predicando en una toga negra, mañana me vestiría de uniforme militar. De una u otra manera conseguiría una congregación. Mejor hacer cosas raras que encontrarse con una capilla o una aula vacías. Cuando estaba en Escocia, enviábamos al pregonero por el pueblo para conseguir una audiencia, y este medio fue muy eficaz. No os ahorréis ningún medio. Salid y conseguid que vengan los niños. He sabido de ministros que han salido a las calles el domingo por la tarde, y han hablado con los niños que estaban jugando por la calle, para inducirlos a que acudiesen a la escuela. Esto es lo que hará un maestro fervoroso. «Hola, Juan», dirá, «ven a nuestra escuela; no te imaginas lo agradable que es esta escuela.» Entonces consigue atraer a los niños, y, de esta manera atractiva y amable, les cuenta algunas historias y anécdotas acerca de muchachas y muchachos, y así. Y de esta manera se llena la escuela. Ve y recógelos de alguna manera. No hay ley alguna contra esto. En una batalla puedes hacer lo que te plazca. Todo está bien contra el diablo. Mi primera instrucción es, conseguid niños, y conseguidlos de cualquier manera.
Lo siguiente es, conseguid que los sitios os quieran, si podéis. Esto también está en el texto. «Venid, hijos, oídme.» Sabéis cómo solíamos ser enseñados en la escuela antigua, cómo estábamos de pie con las manos detrás para repetir nuestras lecciones. No era éste el plan de David. «Venid, hijos, venid; sentaos sobre mi rodilla.» «Oh», dice el niño, «¡qué agradable tener un maestro así! Un maestro que me deja acercar a él, un maestro que no dice "vete", sino "ven".» La culpa de muchos maestros es que no se allegan a los niños, sino que tratan de fomentar una especie de terrible respeto. Antes que puedas enseñar a niños tienes que conseguir la llave de plata de la bondad para abrir sus corazones y conseguir su atención. Di, «Venid, hijos.» Sabemos de algunos buenos hombres que son objetos de odio por parte de los niños. Recordaréis la historia de dos niños pequeños a los que un día les preguntaron si les gustaría ir al cielo, y que para asombro de sus profesores, dijeron que de veras preferirían no ir. Cuándo les preguntaron «¿Por qué no?», uno de ellos dijo: «No me gustaría ir al cielo, porque mi abuelo estaría allí, y seguro que diría: "portaos bien, chicos, portaos bien". No me gustaría estar con mi abuelo.» Si un chico tiene un maestro con una mirada siempre sombría, pero que le habla de Jesús, ¿qué pensará el chico? «Me pregunto si Jesús era como tú; si lo era, no me gustaría demasiado.» Luego hay otro maestro que, si se le provoca tan sólo un poco, le da unos cachetes al niño; y que al mismo tiempo le dice que debería perdonar a los demás, y que debería ser bondadoso. «Bueno», dice el niño, «esto desde luego suena muy bien, pero mi maestro no me muestra cómo hacerlo.» Si repeles a un niño de ti, tu poder ha desaparecido, porque no podrás enseñarle nada. De nada te valdrá intentar enseñara los que no te quieren. Busca que te amen, y entonces aprenderán cualquier cosa de ti.
Lo siguiente es, consigne la atención del nido. Esto lo tenemos en el texto: «Venid, hijos, oídme.» Si no escuchan, puedes hablar, pero de nada te servirá. Si no escuchan, estás llevando a cabo una actividad de afán sin sentido para ti y para tus estudiantes. No puedes hacer nada sin captar su atención. «Esto es precisamente lo que no consigo», dice uno. Bueno, pues depende de ti. Si les das algo que valga la pena escuchar, seguro que escucharán. Dales algo que valga la pena escuchar, y seguro que pondrán atención. Esta regla puede que no sea universal, pero casi. No olvidéis explicarles algunas anécdotas. Los críticos de los sermones objetan mucho a las anécdotas, diciendo que no deberían ser empleadas en el púlpito. Pero algunos tenernos más conocimiento. Sabemos que despiertan a la congregación. Podemos decir por experiencia que unas cuantas anécdotas aquí y allá son cosas de primera clase para atraer la atención de personas que no son capaces de escuchar doctrina a secas. Trata de aprender tantas anécdotas como puedas durante la semana. Allí donde vayas, si realmente eres un buen maestro, siempre encontrarás algo que transformar en una anécdota para contar a vuestros niños. Luego, cuando la clase parezca aburrida, y no consigas atraer su atención, diles: «¿Conocéis las Cinco Campanas?», y entonces todos abren los ojos de par en par, si hay en el pueblo algún lugar con este nombre. O, «¿Sabéis la curva delante de Red Lion?», y entonces les contáis algo que podáis haber leído u oído, sólo para atraer su atención. Un querido asirio dijo una vez: «Papá, me gusta escuchar predicar a Don Fulano de Tal, porque en sus sermones pone algunos "como", —como eso, y como aquello".» Sí, a los niños siempre les encantan estos «cornos». Haced parábolas, imágenes, figuras para ellos, y siempre avanzaréis. Estoy seguro que si yo fuese un niño enseñándoos a algunos de vosotros, a no ser que me contaseis una historia de vez en cuando, me veríais tan a menudo mirando atrás como adelante; y sólo sé que si me sentase en una aula cálida, se me cerrarían los ojos, y descansaría la cabeza sobre el pupitre, o estaría jugando con Tom a mi izquierda, y haciendo tantas cosas raras como el resto, si tú no te esforzases en interesarme. Recuerda que debes hacerles escuchar.
La cuarta amonestación es, ten cuidado en lo que les enseñáis a los niños. «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» Pero para no cansaros, sólo os lo indico y prosigo adelante.
V
En quinto lugar, quiero duros CINCO LECCIONES DE ESCUELA DOMINICAL, cinco temas que enseñar a vuestros niños, y éstos los encontraréis en los versículos que siguen al texto: «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» Lo primero que se debe enseñar es moralidad. «¿Quién es el hombre que desea vida, que busca muchos días para ver el bien? Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño. Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y corre tras ella.» Lo segundo es la piedad, y una constante creencia en la vigilancia de DIOS. «LOS OJOS de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos.» Lo tercero es la maldad del pecado: «La ira de Jehová está contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la memoria de ellos. Claman los justos, y Jehová oye, y los libra de todas sus angustias.» Lo cuarto es la necesidad de un corazón quebrantado: «Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.» Lo quinto es la inestimable bendición de ser un hijo de Díos: «Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová. Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado.» «Jehová redime el alma de sus siervos, y no serán condenados cuantos en él confían.»
Os he dado estas divisiones, y ahora dejad que las trate una por una. Aquí, pues, tenemos una lección modelo para vosotros: «Venid, hijos, oídme; en el temor de Jehová os instruiré.» David comienza con una pregunta: «¿Quién es el hombre que desea vida, que busca muchos días para ver el bien?» A los niños les gusta este pensamiento; les gustaría vivir hasta viejos. Con este prefacio comienza él y les enseña moralidad: «Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño. Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y corre tras ella.» Ahora bien, nunca enseñamos moralidad como el camino de la salvación. No quiera Dios que jamás mezclemos las obras del hombre de ninguna manera con el camino al cielo, porque «por gracia habéis sido salvados por medio de la fe; y esto no proviene de vosotros, pues es don de Dios». Pero con todo enseñamos moralidad, mientras enseñamos espiritualidad; y siempre he encontrado que el evangelio produce la mejor moralidad del mundo. Me gustaría que el maestro de Escuela Dominical se cuidase de la moralidad de los chicos y de las chicas, hablándoles de manera muy particular acerca de aquellos pecados que son más comunes entre la juventud. Puede hablarles con honradez y oportunidad muchas cosas a sus chicos que nadie más les podrá decir, especialmente cuando les recuerde acerca del pecado de la mentira, tan común en los niños; el pecado de los hurtos pequeños; de la desobediencia a los padres; de quebrantar el día del Señor. Me gustaría que el maestro fuese muy concreto al mencionar estas cosas, una por una; porque de poco sirve hablarles de pecados en general; se tienen que tomar de uno en uno, como David lo hizo. Primero cuidemos de la lengua: «Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño.» Luego cuídate de toda la conducta: «Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y corre tras ella.» Si el alma del niño no es salvada por otras partes de la enseñanza, esta parte puede tener un efecto beneficioso sobre su vida, y hasta ahí tanto de bueno. Sin embargo, la moralidad es, relativamente hablando, una cosa pequeña.
Lo mejor de lo que se enseña es la piedad, una constante creencia en Dios. He dicho, no religión, sino piedad. Muchas personas son religiosas sin ser piadosas. Muchos tienen todo lo externo de la religión, todo el aparato de una aparente piedad; a esas personas las llamamos religiosas, pero no piensan en Dios. Piensan acerca de su lugar de culto, de su domingo, de sus libros, pero nada acerca de Dios; y quien no reverencia a Dios, ora a Dios y ama a Dios es un impío a pesar de toda su religión externa, por muy buena que sea. Trabaja por enseñar al niño a tener siempre la mirada puesta en Dios; escribe sobre él: «Tú me ves, oh Dios»; que sobre sus libros esté estampado: «Tú me ves, oh Dios.» Ruégale que recuerde que
«Dentro de los brazos amantes de Dios
Para siempre morará.»
Que los brazos de Jehová le rodean mientras que cada una de sus acciones y pensamientos está bajo la mirada de Dios. Ningún maestro de Escuela Dominical *****ple con su deber si no pone constantemente el acento sobre la realidad de que hay un Dios que todo lo observa. ¡Ah, si nosotros mismos fuésemos más piadosos, que hablásemos más de lo perteneciente a Dios, y que lo amásemos más!
La tercera lección es la maldad del pecado. Si el niño no aprende esto, nunca aprenderá el camino al cielo. Ninguno de nosotros jamás supo qué Salvador era Cristo hasta que supimos qué cosa mala era el pecado. Si el Espíritu Santo no nos enseña «la extrema pecaminosidad del pecado», nunca conoceremos la bienaventuranza de la salvación. Pidamos entonces esta gracia, que cuando enseñemos, podamos siempre destacar lo abominable de la naturaleza del pecado. «La ira de Jehová está contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la memoria de ellos.» No estropees a tu niño; hazle ver a dónde conduce el pecado; no temas, como algunos, exponer las consecuencias del pecado de manera llana y extensa. He oído de un padre, uno de cuyos hijos, un joven muy impío, murió muy de repente. No dijo a su familia, como otros hubiesen hecho, «esperamos que vuestro hermano haya ido al cielo.» No, sino que venciendo sus sentimientos naturales, fue capacitado por la gracia divina para reunir a sus hijos, y decirles: «Hijos e hijas mías, vuestro hermano ha muerto. Me temo que está en el infierno; conocéis su vida y conducta, visteis cómo se comportaba: Dios lo ha cortado.» Entonces les advirtió solemnemente acerca del lugar al que temía que había ido, con casi seguridad, rogándoles que se apartasen de tal camino; y así fue el medio de conducirlos a una seria reflexión. Pero si hubiese actuado, como algunos lo hubiesen hecho, con ternura de corazón, y no con honradez de propósito, y hubiese dicho que esperaba que su hijo hubiese ido al cielo, ¿qué hubiesen dicho los otros? «Si él se ha ido al cielo, no tenemos por qué temer: podemos vivir como queramos.» No, no; no creo que sea anticristiano decir de algunos hombres que se han ido al infierno, cuando hemos visto que sus vidas han sido vidas infernales. Pero, se nos dice, «¿Puedes juzgar a tus semejantes?» No, pero puedo conocerlos por sus frutos; ni los juzgo ru los condeno; ellos se juzgan a sí mismos. He visto sus pecados ir de antemano a juicio, y no tengo duda alguna de que ellos seguirán después. «Pero, ¿no se pueden salvar en la hora undécima?» Pues no sé que vayan a salvarse así. He oído de uno que sí lo fue, pero no he oído de ningún otro, y no puedo decir que vaya a haberlo jamás. Seamos honrados, por tanto, con nuestros hijos, y enseñémosles, con la ayuda de Dios, que el mal matará a los malvados.
Pero no habrás hecho ni la mitad a no ser que enseñes cuidadosamente el cuarto punto: la absoluta necesidad de un cambio de corazón. ¡Ah!, que Dios nos capacite para mantener esto de manera constante delante de las mentes de los enseñados: que debe haber un corazón quebrantado y un espíritu contrito, que las buenas obras no servirán de nada a no ser que haya una nueva naturaleza, que los deberes más arduos y las oraciones más fervientes no servirán de nada, excepto si hay un arrepentimiento genuino y total del pecado, y un total abandono del mismo por la misericordia de Dios. ¡Ah, aseguraos; dejéis a un lado lo que dejéis, que les enseñáis las tres Erres: Ruina, Regeneración y Redención. Enseñadles que están arruinados por la Caída, y que si son redimidos por Cristo nunca lo podrán saber hasta que sean regenerados por el Espíritu. Mantened estas cosas delante de sus ojos; luego tendréis la placentera tarea de contárselo.
En quinto lugar, el gozo y la dicha de ser cristiano. Bueno, no me será necesario hablar acerca de esto, porque si sabéis qué es ser un cristiano, nunca careceréis de materia. ¡Ah, amados!, cuando entramos en este tema, nuestra mente no se cuida de hablar, porque se entregaría a sus gozos y se daría a su gloria. Verdaderamente se ha dicho: «Bienaventurado aquél a quien es perdonada su trasgresión, y cubierto su pecado.» Con verdad se ha dicho: «Bendito el varón que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová.» Poned siempre el acento sobre este punto, que los justos son una gente dichosa; que la familia escogida de Dios, redimida por la sangre y salvada por poder, son una gente bendita aquí abajo, y serán un pueblo bendito arriba. Que vuestros niños vean que sois benditos. Si saben que tenéis algún problema, venid con una cara sonriente, si es posible, para que puedan decir: «E1 maestro es un hombre dichoso, aunque esté agobiado por sus aflicciones.» Tratad siempre de mantener un rostro dichoso, para que sepan que la religión es una cosa bendita; y que éste sea un punto principal de vuestra enseñanza, que: «Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová. Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado.» «Jehová redime el alma de sus siervos, y no serán condenados cuantos en él confían.»
Así, os he dado cinco lecciones; y ahora, para concluir, dejad que os diga solemnemente que con toda la instrucción que les podáis dar a vuestros hijos, debéis ante todo ser profundamente conscientes de que no sois capaces de hacer nada en cuanto a la salvación del niño, sino que es el mismo Dios quien, de principio a fin, tiene que hacerlo todo. Tú eres una pluma. Dios puede escribir contigo, pero tú no puedes escribir por ti mismo. Tú eres una espada; contigo Dios puede dar muerte a los pecados del niño, pero no puedes matarlos tú mismo. Por ello, recuerda esto siempre, que primero debes ser enseñado por Dios, y luego debes pedir a Dios que enseñe, porque, si el niño no es enseñado por un maestro mayor que tú, este niño perecerá. No es en absoluto tu instrucción la que puede salvar su alma: es la bendición de Dios reposando sobre ella.
¡Que Dios bendiga tus labores! Él lo hará por ti si eres insistente en oración, constante en súplicas; porque nunca un predicador o maestro ferviente ha trabajado en vano, y nunca se ha visto que el pan echado sobre las aguas se haya perdido.