Dios ha trazado una línea y cada cristiano se para ante ella. Nuestro Dios es amoroso y muy paciente, pero no permitirá que su pueblo more en incredulidad.
“En cambio, los hijos de Israel fueron por en medio del mar, en seco, y las aguas eran como un muro a su derecha y a su izquierda. Al soplo de tu aliento se amontonaron las aguas, se juntaron las corrientes como en un montón, los abismos se cuajaron en medio del mar.” (Éxodo 14:29; 15:8).
¡Qué terrible testimonio tuvo Israel! Dios libertó a su pueblo escogido al levantar como muros las aguas del Mar Rojo por ambos lados. Los Israelitas atravesaron sin peligro, pero, el poderoso ejército egipcio fue destruido cuando las olas regresaron abajo estrepitosamente.
Se produjo en Israel el más grande regocijo por lo que el Señor había hecho. El pueblo danzó y cantó, exclamando: “…El Señor es (nuestra) fortaleza…El Señor es un guerrero…Con la grandeza de tu poder has derribado a los que se levantaron contra ti… ¿Quién como tú, Señor, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?… Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad…. El Señor reinará eternamente y para siempre.” (Vea Éxodo 15).
Sin embargo, vemos a estos israelitas tres días más tarde, refunfuñando contra el Señor que los había libertado. Cuando en el desierto “no encontraron agua” murmuraron: “Qué vamos a beber.” Un mero setenta y dos horas después del gran milagro, estuvieron cuestionando la misma presencia de Dios entre ellos.
El salmista escribe: “Nuestros padres, en Egipto, no entendieron tus maravillas; no se acordaron de la muchedumbre de tus misericordias, sino que se rebelaron junto al mar, el Mar Rojo” (Salmo 106:7). En esencia, él está diciendo: ¿Puede usted imaginar tamaña incredulidad? Cuestionaron a Dios en el mismo sitio de su liberación, el Mar Rojo. Habían sido testigos de uno de los más asombrosos milagros en toda la historia. Habían cantado alabanzas a Dios. No obstante, tres días más tarde, cuando fue probada su fe, clamaron: “¿Dónde está nuestro Dios? ¿Está él con nosotros o no?”
Cubrieron las aguas a tus enemigos; ¡no quedó ni uno de ellos! Entonces creyeron a sus palabras y cantaron su alabanza. Bien pronto olvidaron sus obras; no esperaron su consejo, se entregaron a un deseo desordenado en el desierto y tentaron a Dios en la soledad. El les dio lo que pidieron, pero envió mortandad sobre ellos” (Salmo 106:11-15).
A pesar de todas sus murmuraciones, el Señor, milagrosamente, les envió maná para comer. Les hizo llover codornices desde el cielo para proveerles de carne. Ahora los israelitas tenían tan abundante alimento qué no sabían qué hacer con él. A Escritura dice que comieron hasta que les salió por las narices.
Sin embargo, cuando llegaron a Rifidim, una vez más no había agua. Otra vez fueron a demandarle a Moisés: “Danos agua” y le amenazaron de apedrearlo. Entonces, Moisés golpeó una roca y Dios produjo un río de agua: “Abrió la peña y fluyeron aguas; corrieron por los sequedales como un río” (Salmo 105:41).
Note el siguiente versículo: “Porque (Dios) se acordó de su santa palabra dada a Abraham su siervo” (106:42). El Señor fue fiel a su Palabra. Él, una vez más, proveyó milagrosamente para su pueblo. Y esto fue allí, en Rifidim, donde Israel expresó su infame acusación: “¿Está Dios entre nosotros, o no?”
La Biblia deja en claro que todas estas pruebas fueron arregladas por Dios. Él fue quien permitió a los israelitas tener hambre y sed. Y él los introdujo en una horrenda prueba para un propósito específico: para prepararlos para que confiaran en su Palabra. ¿Por qué? Él estaba a punto de conducirlos a una tierra donde necesitarían absoluta confianza en sus promesas.
Cuando leo este pasaje, me pregunto cuantos cristianos han experimentado la liberación de Dios, solo para ser llevados rápidamente a un lugar de pruebas severas. El hecho es que toda fe verdadera, es nacida en aflicción. De ninguna otra manera surgirá de nosotros. Cuando estamos en medio de una prueba y nos volvemos a la Palabra de Dios–eligiendo vivir o morir por sus promesas a nosotros—el resultado es fe.
Ciertamente, así es como crece la fe: de prueba a prueba, hasta que el Señor tiene un pueblo cuyo testimonio es, “Nuestro Dios es fiel.” Pero, si perdemos nuestra fe en prueba tras prueba – si seguimos murmurando y quejándonos acerca de nuestras circunstancias – perdemos nuestro testimonio. Dejamos escapar el mismo propósito que Dios ha llamado y escogido para cambiarnos.
Mas tarde, cuando Israel vino a Cades, al Río del Jordán, estaba a las miras de la Tierra Prometida. Dios les dijo que era el momento de ir y poseer la tierra. Ellos escogieron enviar doce espías a Canaán, para verificar de antemano.
El pueblo no lo sabia, pero, la paciencia de Dios con ellos se estaba agotando. El ya les había prometido que iría delante de ellos. Les había declarado que ningún enemigo podría pararse frente a ellos y que el pelearía sus batallas. Les había asegurado que destruiría todas sus fortalezas, a objeto de introducirlos en la tierra y hacerlos victoriosos sobre todos sus enemigos.
En diez ocasiones el Señor había traído a Israel a un lugar de prueba. En las diez ocasiones les había sacado milagrosamente. No obstante, todas las veces, Israel falló en su fe. Ahora, estaban enfrentando a una prueba final.
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Dios sabia que el pueblo estaba atado en
incredulidad, despojados de fe.
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Diez de los doce espías regresaron con un mensaje descorazonador, que infectó a toda la congregación. Esos hombres informaron: “Sí, Canaán es un maravilloso lugar. Es todo lo que Dios dijo que seria. Pero la tierra está llena de gigantes capaces de destruirnos. Parecíamos langostas ante sus ojos; y las ciudades son impenetrables, como fortalezas. Sus murallas alcanzan al cielo. No somos suficientemente fuertes para enfrentar estos enemigos. Simplemente no podemos entrar.” (Vea Números 13).
Recuerde, ya Dios había dado la orden de ir adelante y poseer la tierra. Sin embargo, ¿cuál fue el efecto del informe de los espías? “Entonces toda la congregación gritó y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche” (Números 14:1). El pueblo hizo caso a los espías malos, en vez de confiar en la palabra que Dios había hablado. Y pasaron toda la noche retregandose las manos y deseando la muerte. Una vez más exclamaron: “¿Por qué debemos seguir? Dios nos ha engañado.”
Josué y Caleb habían estado entre esa tropa de espías y objetaron el informe. Ellos hablaron en fe: “El Señor dijo que nos había dado la tierra. No debemos caer en miedo ni rebelión contra su Palabra. ¡Podemos vencer! La protección de nuestros enemigos se ha ido. El Señor los ha desmantelado y su presencia está con nosotros. ¡Vamos adelante!”
¿Cuál fue la reacción del pueblo? “¡Vamos a apedrearlos!” A este límite Dios había tenido suficiente. “El Señor dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? (Números 14:11). Dios estaba preguntando: “¿Cuántos milagros más deberán efectuarse ante ellos para que crean en mí? ¿Qué tomará para que ellos acepten mi Palabra?”
Trágicamente, la misma cosa es verdad hoy de mucho pueblo de Dios. Vivimos en un tiempo en que la Palabra está al alcance de más personas, como nunca antes, cuando el evangelio puede ser oído a través de medios masivos a cualquiera hora. Sin embargo, ¿cuánta memoria de los cristianos queda en blanco, respecto de la Palabra de Dios, cuando están en medio de una crisis? ¿Cuán a menudo se vuelven a las armas de la carne, buscando libertarse a sí mismos de una crisis que Dios mismo les ha conducido?
La incredulidad de Israel abortó el propósito eterno de Dios para su futuro. Moisés dijo: “Ellos son…hijos infieles” (Deuteronomio 32:20). Ahora el Señor estaba dispuesto a desheredarlos y destruirlos. Cuando Moisés intercedió, Dios declaró: “Yo lo he perdonado, conforme a tu dicho… ninguno de los que vieron mi gloria y las señales que he hecho en Egipto y en el desierto,… y no han oído mi voz, verá la tierra que juré dar a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá.” (Números 14: 20, 22-23).
¿Puede ver lo que Dios está diciendo aquí? Cada israelita de veinte años de edad o más, debería morir en el desierto. “En este desierto caerán vuestros cuerpos,… Vuestros hijos andarán pastoreando en el desierto cuarenta años,… hasta que vuestros cuerpos sean consumidos en el desierto.” (14:29, 33).
Dios suspendió su propósito eterno para Israel, por otros treinta y ocho años. Y en esas cuatro décadas, la iglesia en el desierto consistió de dos generaciones distintas: aquellos sobre veinte años que no tuvieron visión y los más jóvenes que esperaron en el Señor.
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¡Que poderoso cuadro nos es dado sobre
el eminente peligro de la incredulidad!
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Piense en el terrible espanto y finalidad en las palabras de Dios, para esa generación incrédula. En efecto, él está diciendo: “No entrarán. No puedo usarlos más. Los he probado una y otra vez, y se han mostrado totalmente infieles en cada situación. Podría probarlos otras cien veces, aún así, en cada oportunidad todavía no creerían en mí.
“Me han traído al término de mi trato con ustedes. Son perdonados, pero ya no tienen futuro en mi obra y propósitos. Ahora vivirán solamente para morir. Todos los años que les quedan se consumirán.
Personalmente he sido testigo de esta clase de decaimiento en las vidas de creyentes que una vez fueron fieles. La preciosa esposa de un misionero en África, falleció mientras servía al Señor, dejando un afligido esposo y su hija siendo una bebe. El esposo no pudo manejar esta situación. Él dijo: “Dios, si esta es la manera como tratas a tus hijos, entonces yo no puedo servirte.” Ese hombre dejó su criatura en África con sus amigos, y volvió a su país de origen. Murió alcohólico.
Sin fe, es simplemente imposible agradar a Dios. Usted puede objetar: “Pero, de cada cosa que está hablando hasta ahora es del Antiguo Testamento. Vivimos en un día de gracia.”
Recuerde la Palabra de Dios en el libro de Hebreos: “¿Y a quienes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron? Y vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad. Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón tan malo e incrédulo que se aparte del Dios vivo.” (3:18-19, 12).
Hebreos advierte a la iglesia del Nuevo Testamento: “Presten atención al ejemplo de Israel. Si no lo consideran, pueden caer de la misma manera como ellos cayeron. Descenderán hasta llegar a tan maligna incredulidad. Y volverán sus vidas en un largo y continuo desierto.”
Considere lo que sucedió a la generación incrédula, quienes fueron devueltos al desierto. Dios les habló claramente, desde los líderes a los jueces a los Levitas para abajo, que su mano estaría contra ellos. Desde entonces, todo lo que ellos conocerían seria la depresión y amargura de alma. Ellos no verían su gloria. En cambio, empezarían a concentrarse en sus propios problemas y consumidos por sus propios deseos.
Eso es exactamente lo que sucede con toda la gente incrédula: terminan consumidos con su propio bienestar. No tienen visión, ni sentido de la presencia de Dios ni vida de oración. Ya no les importan sus vecinos o el mundo perdido, incluso aún, eventualmente, sus amigos. En cambio, el centro total de sus vidas está en sus problemas, sus situaciones, sus enfermedades. Van de una crisis a otra, encerrados en sus propios dolores y sufrimientos. Y sus días están llenos de confusión, contienda, rivalidad y división.
Por treinta y ocho años, Moisés observó como uno por uno de esa generación incrédula de israelita moría. Mientras el miraba atrás sobre aquellas vidas que decayeron en el desierto, el observó que cada cosa que Dios advirtió, sucedió. “La mano del Señor vino sobre ellos para exterminarlos, hasta hacerlos desaparecer del campamento” (Vea Deuteronomio 2).
Asimismo hoy, algunos cristianos están contentos con meramente existir hasta que mueren. No desean arriesgar nada, para creer a Dios, para crecer o madurar. Rechazan creer en su Palabra y se han obstinado en su incredulidad. Ahora sólo viven para morir.
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La incredulidad de Israel comenzó con
una pequeña vacilación, la cual aventó
una llama que envolvió una
congregación completa.
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Déjenme demostrarles donde la incredulidad de Israel entra con impetuosidad en un fuego furioso. Esto sucede precisamente después que aquellos diez espías infieles trajeron el informe maligno. El pueblo tuvo temor de culpar a Dios, por lo tanto, se culparon así mismos: “Somos débiles, desvalidos. No tenemos lo que esto demanda. Aquellos enemigos gigantes son demasiado poderosos para nosotros. Nos harán pedazos.”
Lloraron toda la noche. Al día siguiente, cuando salieron de sus tiendas, su actitud fue: “Nos damos por vencidos. Hasta aquí llegamos, no vamos más lejos de aquí. Dios no ha contestado nuestras oraciones. Debe haber algo malo en nosotros. El camino es demasiado duro.”
A veces todos somos culpables de esta misma incredulidad. A menudo, cuando enfrentamos alguna otra lucha, permitimos que el enemigo nos desanime. Somos dominados por una inexplicable soledad y experimentamos un sentido de insuficiencia. Empezamos a convencernos que el Señor no nos oye. E irrumpe un clamor en nuestros corazones: “¿Dios, dónde estás tú? Oro, ayuno y estudio tu Palabra. Todo lo que deseo es caminar en comunión contigo. ¿Por qué no me liberas de esto?”
Vamos a la cámara secreta de oración, pero no sentimos deseos de orar. Nuestras almas están secas, vacías, exhaustas por nuestras luchas. Pero, no nos atrevemos de acusar al Señor de abandonarnos en nuestra condición. Así que nos acercamos a él, cabizbajos, descorazonados y débiles. Oramos: “Señor, yo no te culpo. Tú eres bueno y bondadoso para conmigo. Yo sé que yo soy el problema. Te he fallado tanto.”
Todo lo que Dios oye de nosotros en tales ocasiones, es cuan lo improductivos e inútiles que somos ante sus ojos. Sin embargo, eso no es humildad. Muy por el contrario, esto es un inmerecido insulto al Padre quien nos adoptó con un pacto en el que promete amarnos y cuidarnos por toda nuestra vida. Cuando le decimos cuán malos somos – cuán débiles, vacíos e inútiles que somos para él – despreciamos todo lo que él ha logrado en nosotros.
En esencia, le estamos diciendo a Dios: “Padre, todos tus tratos pasados conmigo – todas las revelaciones que me has dado, toda la dulce comunión que hemos tenido, todo lo que me has dirigido para hablar y testificar a otros – ha sido en vano. Todas tus bendiciones y milagros en mi vida, no han tenido impacto en mí.” ¡Cuán doloroso para Dios! Y todo esto es porque no nos sentimos bien. Permitimos que nuestro desanimo nos convenza que todo el trabajo de amor de Dios, todas sus increíbles obras en nuestras vidas, han sido como nada para nosotros.
Recuerdo un tiempo de descorazonamiento como este en mi propia vida. Me sentí abatido acerca de mi predicación, debido a que pensé que había aplicado muy poco en mi propia vida. Oré: “Señor, he predicado miles de sermones, no obstante, no he retenido mucho de todos ellos. Me siento tan inadecuado. No te estoy acusando de nada, Señor. Sé que el problema soy yo.”
Pero, el Espíritu Santo me contestó en muy claros términos: “Basta de tenerse piedad a sí mismo. ¡Levántate¡ Tú eres amado, llamado y elegido. Y te he bendecido con mi Palabra. Ahora, anda y predícala. No has olvidado nada de lo que has predicado. Cuando necesites alguna cosa, te la voy a recordar.”
El Señor, literalmente, pero, con amor, me echo de mi cámara de oración. Y él lo hizo porque la incredulidad debe ser tratada rápidamente. Cada vez que nos desanimemos en nuestra fe, tenemos que disciplinarnos a recordar de donde Dios nos ha sacado. Tenemos que recordar los milagros que nos ha provisto en nuestros momentos duros. Y regocijarnos, sabiendo que él está agradado con lo que ha hecho en nosotros.
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Dos cosas estuvieron sucediendo
simultáneamente durante
los treinta y ocho años de Israel,
en el desierto.
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Mientras una generación de israelitas, estaba muriendo día a día, sin gozo y miserable, Dios estaba levantando una nueva “generación de fe.” Esta generación más joven, vio lo que le pasó con sus padres y madres, y decidieron: “No deseamos vivir de esa manera – gruñones, vacíos, centralizados en ellos mismos. Ellos no tienen fe ni visión. Han Perdido su mismo propósito para vivir.”
Considere lo que dijo Moisés de esta nueva generación: “Porque el Señor, tu Dios, te ha bendecido en todas las obras de tus manos; él sabe que andas por este gran desierto, y durante estos cuarenta años el Señor, tu Dios, ha estado contigo sin que nada te haya faltado.” (Deuteronomio 2:7).
Hay una razón por la cual le he dado a conocer todo este trasfondo. Es para traerle al corazón de mi mensaje. Esto es; creo que hoy la iglesia de Jesucristo está enfrentando su propio Jordán. De hecho, las aguas están desbordando las riberas aún, con más intensidad.
Vea usted, viene un tiempo en la vida de cada creyente – como también en la iglesia – cuando Dios nos pone en la última prueba de fe. Es la misma prueba que Israel enfrentó en el lado del Jordán hacia el desierto. ¿Cuál es esta prueba?
Esta es fijar nuestra atención en todos los peligros al frente – los asuntos gigantes que nos enfrentan, los altos muros de aflicción, los principados y potestades que buscan destruirnos – y lanzarnos totalmente sobre las promesas de Dios. La prueba es comprometernos a una vida de confianza en su Palabra. Es un compromiso a creer que Dios es más grande que todos nuestros problemas y enemigos.
Nuestro Padre celestial no está buscando una fe que trate con un problema a la vez. Él está buscando una vida de fe, un compromiso de toda la vida para creer en él por lo imposible. Esta clase de fe trae calma y descanso a nuestras almas, cualquiera que sea nuestra situación. Y tenemos esta calma debido a que hemos establecido una vez por todas: “Mi Dios es más grande. Él es capaz de sacarme de cualquiera y de todas las aflicciones.”
Dios ha trazado una línea y cada cristiano se para ante ella. Nuestro Dios es amoroso y muy paciente, pero no permitirá que su pueblo more en incredulidad. El no se quedará mirando como su iglesia pierde su testimonio, retorciéndose las manos y clamando: “¿Está Dios con nosotros o no? ¿Por qué no nos liberta de esta prueba?”
Usted puede haber sido probado una y otra vez. Ahora ha llegado el tiempo para que haga una decisión. Dios quiere fe que resista la última prueba. Esta es una fe que no permitirá que nada lo mueva de creer y confiar en su fidelidad.
Cuando el tiempo de Moisés con Israel termino, llegamos al libro de Josué. Ahora toda la generación vieja e incrédula se ha ido. Y la nueva generación de fe está parada en el mismo lugar de decisión en que estuvieron sus padres, el Jordán. ¿Qué sucedió? El río se abrió ante ellos, de la misma manera como había ocurrido con el Mar Rojo. Y ellos caminaron a través del río hasta el otro lado.
Aún así, inmediatamente que llegaron, esta nueva generación enfrentó un poderoso enemigo. Se encontraron contemplando una poderosa Jericó, una ciudad con muros macizos e impenetrables. Usted sabe el resto de la historia; ¡esos muros se desplomaron por la fe!
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¿Qué es fe, realmente?
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Hay tanta teología alrededor de este tópico de la fe. Simplemente, sabemos que no podemos invocarla. No podemos crear fe repitiendo: “Yo creo. Yo realmente creo….” No, fe es un compromiso que hacemos para obedecer a Dios. La obediencia refleja fe.
Como Israel enfrentó a Jericó, el pueblo fue advertido a no decir una palabra, sino simplemente marchar. Estos fieles creyentes no murmuraron ni susurraron: “Señor, ayúdame a creer. Yo deseo creer.” No, ellos se concentraron en la única cosa que Dios les pidió: obedecer su Palabra e ir adelante. “Así que le fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Oír la Palabra implica hacerla, obedecerla.
Les fue dicho que marcharan en cierto orden, y hacer sonar sus instrumentos un cierto número de veces. ¿Qué nos dice todo esto a nosotros? Ante los ojos de Dios, fe era simplemente un asunto de obedecer su Palabra.
Piénselo. Cuando se le dijo a Josué, “No has pasado por este lugar antes,” Dios le estaba diciendo, “Este es un tiempo para que te comprometas a una confianza total. Hasta este punto, has vivido de pan solamente. Ahora, va a tomar fe. No puedes depender en tus sentimientos y habilidades. Tendrás que confiar en cada palabra que yo te diga.”
Cuando la Palabra vino, este fue el mensaje: “Mira que te mando que te esfuerces y seas muy valiente; no temas ni desmayes, porque el Señor, tu Dios, estará contigo dondequiera que vayas” (Josué 1:9).
Amados, eso es fe. Esto significa disponer el corazón para obedecer todo lo que está escrito en la Palabra de Dios, sin cuestionarla ni tomarla livianamente. Y sabemos que si nuestros corazones están determinados para obedecer, Dios se asegurara que su Palabra a nosotros sea clara, sin confusión. Más aún, si nos manda hacer algo, él nos suplirá con el poder y la fuerza para obedecer. “..Diga el débil. ¡Fuerte soy!” (Joel 3:10). Finalmente: “hermanos míos, fortaleceos en el Señor y en su fuerza poderosa” (Efesios 6:10).
Llega un tiempo cuando todos tenemos que decir: “Jesús, quiero caminar contigo en fe. Estoy cansado de subir y bajar, de cuestionarte cada vez que las luchas vienen. Has trazado una línea. Y yo estoy dando un paso sobre la línea, en fe. Has prometido pelear la batalla por mí. Y yo confío en ti.”
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