Desde que asumí como pastor en la Catedral de Cristal, actualmente FavordayChurch, Dios nos ha dado el favor de estar al aire en toda la ciudad de Los Ángeles a través de la popular cadena Telemundo, cada sábado por la mañana.
Nuestros editores trabajan muy duro para llevar cada uno de mis mensajes (que en ocasiones suelen durar hasta casi una hora) a solo veintiséis minutos de duración para poder emitirlos en televisión. Lo curioso fue que cuando editamos este mensaje, solo pudimos poner al aire dos de los tres valles.
Los televidentes se dieron cuenta de este importante detalle, puesto que al principio del sermón yo mencioné que hablaría de tres valles y de hecho así se llamaba el mensaje, pero por razones de tiempo y de edición, solo pude hablar de dos a través de la pantalla de Telemundo. Ese mismo día y durante las semanas siguientes colapsaron las líneas telefónicas de nuestras oficinas y nuestro servidor de Internet.
Cientos de televidentes reclamaban que querían saber de qué se trataba el tercer valle y algunos, muy molestos, decían que era injusto que los dejáramos con la intriga y con un mensaje que estaba inconcluso. Como nuestro cronograma ya estaba armado con anticipación, no pudimos reparar el error de no haber editado una segunda parte del mensaje, por lo que solo pudimos ofrecer nuestras sinceras disculpas. En resumen, este mensaje fue predicado en la Catedral de Cristal durante el mes de octubre del 2010, pero solo nuestra congregación que ese día estuvo presente, pudo disfrutarlo sin cortes.
Las situaciones de crisis suelen sorprendernos porque llegan sin previo aviso y nos despedazan el plan. Tienes la vida más o menos programada y una enfermedad, un diagnóstico, un problema financiero, te desenfoca por completo.
En muchas oportunidades se relaciona a la crisis con un valle que debemos atravesar hasta llegar a la otra orilla, señal de haber sobrevivido a la situación.
He tenido que cruzar estos valles muchas más veces de las deseadas por mí. Es por ello que puedo contártelo refiriéndome con autoridad al respecto, porque de allí vengo, de atravesar desiertos.
A lo largo de este mensaje los guiaré por tres valles, a cada uno de ellos los conozco muy bien y quiero que puedas identificarlos y descubrir que cada crisis tiene un propósito. Eso te ayudará a transitar más rápido el camino.
El secreto es saber diferenciarlos y no confundirlos.
Al primero, «el valle de las lágrimas» irás solo, la vida te lleva hasta allí, y debes cruzarlo. Al segundo, «el valle de la muerte», Dios mismo será quien te lleve. El tercero y último, «el valle a causa de la unción», vendrá a causa de tu llamado, de tu ministerio.
El valle de las lágrimas
Denominé a este primero «el valle de las lágrimas» porque es el tránsito a través del dolor.
La palabra dice: «Dichoso el que habita en tu templo, pues siempre te está alabando. Dichoso el que tiene en ti su fortaleza, que sólo piensa en recorrer tus sendas. Cuando pasa por el valle de las Lágrimas lo convierte en región de manantiales; también las lluvias tempranas cubren de bendiciones el valle» (Salmos 84.4–6).
Muchos hemos tenido que cruzar este primer valle. Surge en el camino de personas que luego de un accidente de tránsito se encuentran sumidas en la tristeza y han tenido que cambiar las prioridades en su vida. Personas que han perdido hijos y familias enteras. Así, de pronto, de la noche a la mañana, uno encuentra un episodio como este donde el Señor dice: «Feliz aquel que puede atravesar un valle de lágrimas, y del dolor, cuando surgen tantas preguntas y hay tan pocas respuestas, puede transformar esa tristeza en bendición, y aun así aprender algo».
He conocido hombres de Dios que oran por sanidad y ellos mismos han tenido que cruzar el umbral de la muerte por causa de la enfermedad. Entonces surge la pregunta: «¿Me protege Dios?». Sí, Dios te protege, pero valora la vida eterna, independientemente de que en su soberanía toma decisiones que nosotros no podemos o nos cuesta comprender.
Si creyéramos que Dios sana siempre y que siempre hace milagros, nunca habría que oficiar funerales. No tendríamos que dar el pésame ni palabras de consuelo a una persona que perdió un ser querido. Eso no significa necesariamente que a esa persona le faltó fe ni que llegó una maldición a la familia. El Señor nos dice que tendremos que atravesar valles de lágrimas y transformarlos en manantiales de bendición.
Mis papás son ancianitos y sé que al fin los tendré que despedir. Dios no me ha prometido que ellos se van a quedar por la eternidad ni que serán inmortales. Lo lógico es que cuando les toque partir, yo los tenga que llorar.
Hay una mujer en nuestra congregación que perdió a su hermana en Argentina como resultado de una enfermedad que la arrebató de un mes al otro. Ella se pregunta: «¿Por qué ocurre algo así cuando creemos en un Dios de poder?». Mi pregunta es distinta: «¿Cuántos han experimentado milagros físicos, no solo en su propio cuerpo, sino en la vida de seres queridos a causa de la oración?». Seguramente a ti te ha sucedido. Esto nos da la pauta por la que creemos en los milagros.
En ocasiones hay valles de lágrimas que atravesar, no solo por una enfermedad, sino por un hijo que no es tan inteligente como quisieras y padece algún síndrome. Las mamás lloran cuando se dan cuenta de que su hijo no es feliz con la mujer que se casó. Lloramos cuando afrontamos un divorcio. Hay lágrimas. Hay dolor.
Atravesar el valle es lógico, uno tiene que pasar por el desierto. El tema es que hay personas que se quedan a vivir allí, en el valle de lágrimas, y en lugar de aprender algo y transformar esas lágrimas en risa, creen que es una maldición y que no sirvió para nada. Todos hemos pasado por las lágrimas. Todos tenemos una historia triste que contar. Un momento en la vida que no fue el más feliz. Pero Dios no es solo el Dios de las montañas, sino también el de los valles. El Dios de los momentos más tristes.
En cierta ocasión, alguien le dijo a un rey de Israel: «Dios está contigo porque estás en los montes. Pero si bajas al sitio más bajo, Dios te abandonará». Pero Dios declaró: «Yo también te daré la victoria en los valles».
Amigo, aunque estés transitando un tiempo de lágrimas, anhelo que puedas encontrar el propósito por el cual estás pasando ese momento. ¿Recuerdas a Sara, que no podía dar a luz hijos? Cuando Dios le dijo a Abraham: «Tu esposa va a quedar embarazada», ella se rio. Y Dios dijo: «Sara tendrá un hijo que se llamará “risa”». En el original hebreo, cuando se pronuncia el nombre de Isaac, no significa literalmente «risa» sino que es la onomatopeya de esa palabra. Por ejemplo, Dios le dijo: «Tu hijo se va a llamar: Ja, ja, ja, ja». Y cada vez que lo llamaba, decía: «Ja, ja, ja, ja, ven a comer. Ja, ja, ja, ja, ve a estudiar». Cada vez que Sara lo nombraba estaba obligada a reírse.
En el momento que estamos atravesando el valle de las lágrimas, no podemos ver qué se trae Dios entre manos. Nunca los que escriben la historia saben que lo están haciendo. Ninguno de los grandes próceres de la historia sabía que estaba escribiendo una página importante del libro de historia.
Cuando Abraham se dispuso a sacrificar a su hijo; cuando Noé subió de dos en dos los animales en el arca; cuando cada uno de ellos pasó situaciones difíciles, se habrán preguntado: «¿Y ahora qué?». No se imaginaban que Dios tenía una vista panorámica de sus vidas y que estaban escribiendo la historia.
Pero las preguntas también surgen en nuestro interior: «¿Y ahora qué? Después de esto, ¿cómo me repongo?, ¿cómo me levanto?, ¿cómo vivo? No creo que pueda recuperarme después de lo que me acaba de ocurrir».
¿Recuerdas los dibujos de libros infantiles en los que se deben unir los números con líneas y al final se visualiza una imagen terminada? La vida tiene un montón de líneas de puntos que unir. Pero es probable que cuando estés llorando frente a un ataúd y quieras trazar una línea de puntos hacia el futuro, no sepas hacia dónde dibujarla. Porque en ese momento del valle de lágrimas es difícil unir los puntos hacia adelante.
Años después, cuando estés viviendo una victoria, trazarás la línea de puntos hacia atrás y te llevará hacia ese sitio de dolor, hacia aquel momento en que pensabas que no habías aprendido nada, pero luego entenderás que sirvió para algo.
Hace muchos años, en la compañía donde trabajaba, me acusaron de ladrón. Me tuvieron detenido injustamente toda una noche. No había robado nada, nunca lo hubiera hecho. Sin embargo, el dueño me dijo: «Tú me robaste», y me privó de mi libertad. Esa noche fue muy fría, no sé si fue adrede o si nadie se dio cuenta, pero encendieron el aire acondicionado de la sala donde estaba encerrado. ¡Estaba muerto de frío! No sabía con qué taparme. A todo eso, mi esposa no sabía dónde estaba, pensaba que había desaparecido. Toda una noche estuve encerrado orando y llorando.
En ese momento, primero me enojé con Dios. Después dije: «Al fin y al cabo, si las cosas sirven para algo, seguro que esta no me va a servir para nada». La Biblia dice: «sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito» (Romanos 8.28). Estaba tan enojado y con tanto frío, que pensé que esa experiencia no me iba a ayudar en lo absoluto.