El tenía sólo once años de edad y su familia era propietaria de una cabaña ubicada en una isla en el medio de un lago. Cada vez que
podía, se dir
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El tenía sólo once años de edad y su familia era propietaria de una cabaña ubicada en una isla en el medio de un lago. Cada vez que
podía, se dirigía al muelle a pescar.
Un día con su padre, antes que cayera la noche y previo a que se abriera la temporada de pesca del róbalo (un pez muy preciado por su tamaño y belleza) fueron de pesca. Los habitantes de la comarca esperaban todo el año el inicio de esta temporada, para cada uno de ellos demostrar sus destrezas.
La temporada de pesca era realmente algo muy festivo para todos.
Comenzaron pescando pequeños peces con gusanos.
En un momento determinado, su padre cambió la carnada y puso una pequeña mosca plateada y así practicó el lanzamiento. El anzuelo
golpeaba el agua, haciendo pequeñas olas de colores bajo el sol del crepúsculo, y más tarde, cuando la luna se elevó sobre el lago, el anzuelo provocaba pequeñas olas plateadas.
Ya había anochecido cuando la caña se dobló, y entonces el niño supo que había algo enorme en el otro extremo. Mientras, el padre observaba con admiración cómo su hijo arrastraba con habilidad a su presa, hasta que por fin levantó del agua al agotado pez.
Era el más grande que jamás había visto, era un róbalo.
El niño y su padre miraron la hermosa pieza con sus vibrantes agallas moviéndose a la luz de la luna.
El padre encendió un fósforo y miró su reloj. Eran las diez de la noche, dos horas antes de que se abriera la temporada de pesca en la comarca.
– Tendrás que devolverlo al lago, hijo – dijo el padre.
– ¡Papá! – gritó el chico.
– Habrá otros peces – dijo su padre.
– No tan grande como éste – gritó el chico.
Entonces, miró el lago. No se veía ningún pescador ni botes bajo la luna.
El niño volvió a mirar a su padre. Aunque nadie los había visto, ni nadie podía saber a qué hora se había pescado el pez, el chico
advirtió por la firmeza de la voz de su padre, que la decisión no era negociable.
Lentamente sacó el anzuelo de la boca del enorme róbalo, con sumo cuidado, y lo devolvió a las negras aguas.
El pez movió su poderoso cuerpo y desapareció.
El niño sospechaba que nunca volvería a ver un pez tan grande.
Esto ocurrió hace treinta y cuatro años.
En la actualidad, el niño es un exitoso arquitecto del mundo. La cabaña de su padre está siempre en el mismo lugar lugar al que
continúa llevando a sus propios hijos a pescar al mismo muelle. Y tenía razón: nunca más volvió a pescar un pez tan magnífico como el de aquella noche.
Pero ese mismo pez se le aparece cada vez que se enfrenta con el tema de la ética. Porque como su padre se lo enseñó, la ética es un simple asunto entre el bien y el mal.
Sólo la práctica de la ética es lo difícil.
¿Hacemos lo correcto cuando nadie nos mira? ¿Usamos la información que nos llega en beneficio personal, cuando las demás personas no tienen acceso a ella?
Si lo hacemos, acaso no dejaríamos de hacerlo si oportunamente nos hubieran enseñado a «devolver ese pez, que fuera pescado antes del inicio de la temporada y en una posición ventajosa a la cual las
demás personas no tenían acceso?».
Entonces, habremos aprendido la verdad.
La decisión de hacer lo correcto, en el momento correcto, vive fresca en nuestra memoria. Y cada uno de nosotros podrá tener su propia historia que contaremos a nuestros hijos, y éstos a nuestros nietos.
No hablaremos de cómo tuvimos la ocasión de burlarnos del sistema y aprovecharnos de él, sino sobre cómo hicimos lo correcto y nos
llenamos de fuerzas para siempre.
James P. Lenfestey (Texto adaptado)
TOmado de Notiomega, cacrena@sion.com