Toda clase de sermones debe tender a la ilustración de los oyentes, y las doctrinas enseñadas deben ser sólidas, importantes y abundantes. No subimos al púlpito sólo con el objeto de hablar, sino que tenemos que comunicar instrucciones de la mayor importancia, y por lo mismo no podemos emplear el tiempo diciendo cosas fútiles por bonitas que sean. La variedad de nuestros asuntos casi no tiene límite, y por tanto, no podemos tener disculpa si nuestros discursos son insípidos y triviales.
Si hablamos como embajadores de Dios, no debemos nunca quejamos de falta de asuntos, porque nuestro mensaje abunda en los pensamientos más preciosos. Todo el Evangelio se debe presentar desde el púlpito; toda la fe, una vez entregada a los santos, debe ser proclamada por nosotros. La verdad tal como se encuentra en Jesucristo, debe ser declarada instructivamente, para que el pueblo no escuche simplemente, sino conozca la armonía de la misma. No servimos en el altar del Dios desconocido, sino hablamos a los que adoran a Aquel de quien está escrito, «los que conocen tu nombre, confiarán en Ti.» Dividir bien un sermón es un arte muy útil, pero ¿de qué puede servirnos, si no hay qué dividir? El que puede dividir bien, es como una persona diestra en trinchar que tiene enfrente un plato vacío. Poder presentar un exordio oportuno y atractivo; hablar fácilmente y con propiedad durante el tiempo asignado al discurso, y concluir con una peroración que inspire respeto, puede parecer suficiente a los que predican de un modo simplemente formal; pero el ministro verdadero de Cristo, sabe que el valor real de un sermón debe consistir no en su forma y modo, sino en la verdad que contiene. Nada puede sustituirse en vez de la enseñanza; toda la retórica del mundo es tan sólo como la paja del trigo, cuando se pone en contraste con el Evangelio de nuestra salvación. Por hermosa que sea la canasta del sembrador, es cosa enteramente inútil si no contiene semilla. El mejor discurso que haya podido pronunciarse, deja notablemente de llenar su fin, si la doctrina de la gracia de Dios no se encuentra en él; vuela sobre las cabezas de los hombres como una nube, pero no distribuye agua en la tierra sedienta, y por tanto, el recuerdo de él desalienta por lo menos, a las almas que han aprendido la sabiduría debido a las lecciones de una necesidad urgente. El estilo de un hombre puede ser tan fascinador como el de la autora de quien alguno dijo que «debía escribir con pluma de cristal mojada en rocío, sobre papel de plata, y usar en vez de grenilla el polvo del ala de una mariposa;» pero ¿de qué importancia es para un auditorio cuyas almas están en el mayor peligro, lo que no es más que elegancia? Por cierto que ésta es más ligera que la vanidad. Los caballos no se deben juzgar por sus cascabeles, ni por su guarnición, sino por sus miembros, huesos y raza; y de igual modo, los sermones cuando son el objeto de la crítica de oyentes juiciosos, son estimados principalmente, según el número de verdades evangélicas, y la fuerza del espíritu evangélico que contienen. Hermanos, pesad vuestros sermones. No los vendáis al por menor, por varas, sino distribuidlos por libras. Apreciad en poco el número de las palabras que habléis, pero esforzaos en ser estimados según el carácter de vuestros pensamientos. Es una necedad prodigar palabras y escasear verdades. Debe estar destituido en extremo de juicio el que se complazca en oírse descrito a sí mismo en estas palabras del gran poeta del mundo que dice: «Graciano habla una infinidad de nadas. No hay otro igual a él en este respecto en toda Venecia; sus razones son como dos granos de trigo escondidos en dos fanegas de hollejos: podéis buscarlas todo el día sin hallarlas; y cuando las hayáis encontrado, veréis que no valen el trabajo que ha costado buscarlas.»
Las apelaciones que excitan los afectos son excelentes, pero si no van acompañadas de enseñanzas, son simplemente una apariencia, un incendio de pólvora sin tirar una bala. Estad seguros de que la revivificación más ferviente se acabará cual mero humo, si no se sostiene por el combustible de la enseñanza. El método divino es presentar la ley a la mente, y enseguida escribirla en el corazón; de este modo se ilumina el juicio y se someten las pasiones. Leed Heb. 8:10, y seguid el modelo del pacto de gracia. La nota de Gouge sobre este pasaje se puede citar aquí con propiedad: «Los ministros deben imitar a Dios en esto, y esforzarse lo más posible en instruir al pueblo en los misterios de santidad, en enseñarle todo lo que es necesario creer y practicar, y en animarlo, después a hacer todo lo que se le ha enseñado. De otro modo el trabajo de ellos puede ser en vano. Faltar a este procedimiento es la causa principal de que los hombres caigan en tantos errores como lo hacen en este tiempo.» Puedo agregar que esta última observación ha aumentado su fuerza en nuestros días: los lobos de la herejía devastan los rediles de los ignorantes: la enseñanza sana es la mejor defensa contra las herejías que nos rodean. Los oyentes desean y deben tener buenos conocimientos de los asuntos bíblicos. Son acreedores a explicaciones exactas sobre las Escrituras y si el ministro es «un intérprete, uno de mil,» un mensajero real del cielo, las dará abundantemente.
Sea cual fuere la cosa que se tenga, la ausencia de verdades edificantes e instructivas, así como la de harina para el pan, será fatal. Muchos sermones estimados por su contenido, más bien que por su área superficial, son muy malas muestras de discursos piadosos. Creo que se dice con mucha razón, que si escucháis a un profesor de astronomía o geología aun por poco tiempo, obtendréis una idea medianamente clara de su sistema; pero si escucharéis no sólo por un año, sino por doce, a la mayor parte de los predicadores medianos, no legrareis formaros una idea satisfactoria de su sistema de teología. Si esto es así, es una falta grave que no se puede lamentar demasiado. ¡Ay! las declaraciones confusas de muchos respecto de las mayores realidades, y el ofuscamiento de otros al pensar en las verdades fundamentales, han dado mucho lugar a la crítica que acabamos de indicar. Hermanos, si no sois teólogos, no sois buenos para nada, como pastores. Podéis ser los mejores retóricos, y hacer uso de las sentencias más pulidas; pero sin conocimiento del Evangelio y aptitud para enseñarlo, sois como metal que resuena o platillo que retiñe. Las palabras sirven con demasiada frecuencia como hojas de higuera para cubrir la ignorancia del predicador sobre asuntos teológicos. Se ofrecen muchas veces períodos elegantes en vez de doctrinas sanas, y adornos retóricos en vez de pensamientos robustos. Estas cosas no deben existir. La abundancia de declamación vacía, y la ausencia de alimento para el alma, tornará un púlpito en una caja de hinchazón, e inspirará menosprecio en vez de reverencia. Si no somos predicadores que instruyen y no alimentamos al pueblo, podemos citar con frecuencia la poesía más elegante, y vender por menor los sacos de viento de uso, pero estaremos como Nerón antiguamente, que tocaba el violín mientras que Roma estaba quemándose; y mandaba buques a Alejandría para traer arena con qué empedrar el circo, mientras que la gente estaba pereciendo de hambre. Insistimos en que debe haber abundancia de pensamientos en los sermones, y en seguida que estos deben estar conformes con el texto. El discurso debe ser sacado del texto por regla general, y cuanto más evidente sea esto, tanto mejor éxito tendrá; pero por lo menos, debe estar relacionado muy íntimamente con el texto.
Por vía de espiritualizar y acomodar los textos, es necesario conceder mucha libertad, pero ésta no debe degenerar en libertinaje, y siempre debe haber una conexión, y algo más que una conexión remota; es decir, una relación real entre el sermón y el texto. Oí hablar hace poco, de un texto admirable que era a propósito, o poco conveniente, como podéis pensar. Un dignatario había regalado muchas capas de carmesí brillante a las señoras más ancianas de su parroquia. A estos resplandecientes seres se les exigió que asistiesen al culto en el templo parroquial, el domingo siguiente, y se sentasen enfrente del púlpito, desde cuyo lugar uno de los sucesores declarados de los apóstoles, edificó a los santos, predicando sobre las palabras: «Salomón en medio de toda su gloria, no estuvo vestido como uno de éstos.» Se dice que posteriormente cuando el mismo bienhechor de la parroquia dio una bolsa de papas a cada padre de familia, el asunto del sermón en el domingo siguiente, fue: «Y ellos dijeron, es maná.» Yo no puedo decir si el discurso fue proporcionado al texto o no; supongo que si, puesto que las probabilidades son de que su desarrollo todo tenía que ser muy extravagante. Algunos hermanos al leer su texto, lo abandonan por completo. Habiendo honrado debidamente algún pasaje especial anunciándolo, no se ven obligados a referirse a él otra vez. Se tocan los sombreros, por decirlo así, en la presencia de esa parte de la Biblia, y pasan a otros campos y pastos nuevos. ¿Por qué eligen estos hombres un texto? ¿Por qué limitan su gloriosa libertad? ¿Por qué hacen de la Escritura un escaño que los ayude a montar en su desenfrenado Pegaso? Por cierto que las palabras inspiradas nunca llevaron por mira ser tirabotas para ayudar a un locuaz a calzarse el calzado de siete leguas, para saltar con éste de polo a polo. El modo más seguro de sostener la variedad, es el de observar la intención del Espíritu Santo en el pasaje de que se trate. No hay dos textos que sean enteramente iguales: algo en la conexión del pasaje, o en su tendencia, comunica a cada texto un carácter distinto y particular. Seguid al Espíritu y nunca repetiréis el asunto, ni éste os faltará: sus nubes destilan grosura. Además, un sermón influye mucho más en las conciencias de los oyentes, cuando es sin duda alguna la palabra de Dios, la Biblia misma explicada y reforzada, y no simplemente un razonamiento sobre las Escrituras. Se debe a la dignidad de la inspiración, que cuando os propongáis predicar sobre un versículo especial, no prescindáis de éste para introducir vuestras propias opiniones. Hermanos, si tenéis la costumbre de observar fielmente el sentido exacto de las Escrituras, os recomiendo también que os guléis por las palabras mismas del Espíritu Santo, porque aunque en algunos casos los sermones de temas son no solamente admisibles, sino muy a propósito, sin embargo, los sermones que explican las palabras exactas del Espíritu Santo, son las más útiles y más agradables a la mayor parte de las congregaciones que prefieren que sean interpretadas y explicadas las palabras mismas. La mayoría de los hombres no son siempre enteramente capaces de comprender el sentido aparte del lenguaje, de mirar, digámoslo así, a la verdad sin cuerpo; pero cuando oyen las mismas palabras repetidas muchas veces, y cada expresión acentuada segun el modo de los predicadores, tales por ejemplo como el señor Jay de Bath, se edifican más, y la verdad se fija más firmemente en su memoria. Que vuestros pensamientos sean pues abundantes, y que se originen de la palabra inspirada, así como las violetas y las prímulas brotan naturalmente de la tierra, o como la pura miel destila del panal.
Tened cuidado de que vuestros discursos sean siempre sólidos y llenos de enseñanzas realmente importantes. No edifiquéis con madera, paja y rastrojo, sino con oro, plata y piedras preciosas. Si fuera necesario amonestaros contra las formas más groseras de la elocuencia del púlpito, seria a propósito aducir el ejemplo del notable orador Henley. Aquel aventurero locuaz, a quien Pope ha inmortalizado en su «Dunciad» solía burlarse, entre semana, de los acontecimientos actuales; y de los asuntos teológicos, los domingos. Su fuerte consistía en sus chanzonetas de mal gusto, en los tonos de su voz y en sus gestos. Un autor satírico dice respecto a él: «¡Cuán fluentes disparates emanan de su lengua!» Señores, nos hubiera sido mejor no haber nacido, que oir que con razón se dijera otro tanto respecto de nosotros. So pena de la pérdida de nuestras almas, nos vemos obligados a ocuparnos de las solemnidades de la eternidad, y no de asuntos mundanales. Pero debo advertiros que hay otros métodos, y más atractivos, de edificar con madera y paja, y os conviene que no estéis engañados por ellos. Esta observación es necesaria especialmente, para los que suelen tener sentencias altisonantes por la elocuencia, y expresiones extranjeras por gran profundidad de pensamientos. Algunos profesores de homilética, por medio de su ejemplo, si no de sus preceptos, alientan hinchazón en el estilo retórico y grandes palabras vacías, y por tanto su influencia es muy peligrosa para los predicadores jóvenes. Figuraos un discurso comenzando con una declaración tan asombrosa y estupenda como la siguiente, que por su grandeza natural os impresionará, del sentido de lo sublime y lo hermoso: «El Hombre es Moral.» Bien hubiera podido agregar este hombre de ingenio, «Un gato tiene cuatro pies.» habría habido tanta novedad en una como en otra afirmación. Recuerdo un sermón escrito por un hombre que aspiraba a ser tenido por profundo, que no dejó de asombrar al lector por sus palabras larguísimas, pero que una vez sondeadas, significaban esencialmente esto y nada más: el hombre tiene una alma que vivirá en el otro mundo, y por tanto, debe tomar todas las precauciones posible para ocupar un lugar feliz. Nadie puede hacer objeción alguna a tal doctrina, pero no es tan moderna que se necesite una bocanada de trompeta y ‘una procesión de frases pulidas para introducirla a la atención pública. El arte de decir cosas ordinarias elegante y pomposamente, con grandilocuencia e hinchazón en el estilo, no se ha perdido entre nosotros. ¡Ojalá que fuera así!
Los sermones de esta clase se han presentado como modelos, y sin embargo, son como pequeños globos de caucho del tamaño de una pulgada, los cuales se inflan hasta que llegan a ser como los globos aerostáticos de varios colores que los vendedores ambulantes llevan por las calles y venden en unos cuantos centavos cada uno para deleitar a los niños, siendo adecuado el símil, siento decirlo, aun más allá; porque en algunos casos estos sermones contienen un poco de veneno con motivo de dárseles color, cosa que algunos hombres poco instruidos, han descubierto a costa suya. Es infame que subáis a vuestro púlpito y derraméis en la congregación ríos de vocablos y cascadas de palabras, en que una mera charla se encuentra en solución, a semejanza de granos infinitesimales de medicina homeopática en un océano de palabrería. Mucho mejor seria dar al pueblo masas de verdad pura sin pulimento alguno como los pedazos de carne recibidos de un tablajero cortados de cualquier modo, incluyendo los huesos, y aun ensuciados en las aserraduras, que ofrecerles en un plato de porcelana de China una tajada deliciosa de nada, adornada del perejil de la poesía y sazonada con la salsa de la afectación. Será para vosotros una dicha que seáis guiados por el Espíritu Santo de tal modo que testifiquéis con claridad todas las doctrinas que constituyen el Evangelio o pertenecen a él. Ninguna verdad se debe reprimir. La doctrina de reserva, tan detestable cuando se promulga por los jesuitas, no pierde nada de su veneno cuando se acepta y enseña por los protestantes. No es verdad que algunas doctrinas son tan sólo para los iniciados: no hay nada en la Biblia que se avergüence de la luz. Las opiniones sublimes de la soberanía divina tienen un objeto práctico, y no son, como dicen algunos, meras sutilezas metafísicas. Las declaraciones terminantes del Calvinismo pertenecen a la vida diaria, y a la experiencia común, y si creéis en ellas o en otras contrarias, no estáis en el derecho de ocultar vuestras creencias. Una reticencia cantada no es ordinariamente sino una mera perfidia pusilánime. La mejor política es no ser nunca político, sino proclamar cada átomo de la verdad hasta el grado en que Dios os la haya revelado. La armonía exige que la voz de una doctrina no sobrepuja las otras, y también que las notas más suaves no se omitan a causa de la mayor extensión de otros sonidos. Cada nota designada por el gran director de la orquesta debe hacerse oír, dándole a cada nota su propia fuerza y énfasis; el pasaje marcado «forte» no debe debilitarse, y los que se designan por «piano,» no deben ser producidos como si fueran el trueno, sino cada uno debe tener su propia expresión. Vuestro tema debe ser toda la verdad revelada en proporción armoniosa.
Hermanos, si estáis resueltos a tratar en vuestros sermones de verdades importantes, no debéis pararos siempre en los meros bordes de la verdad. Las doctrinas que no son esenciales a la salvación del alma, ni al cristianismo práctico, no se deben considerar en todos los cultos. Haced mérito de todos los aspectos bajo los cuales puede considerarse la verdad, en su proporción debida respectivamente, porque cualquiera parte de la Biblia es provechosa, y vuestro deber no es tan sólo predicar la verdad sino la verdad entera. No insistáis constantemente sólo en una verdad. La nariz es muy importante como parte constituyente del rostro humano, pero retratar sólo la nariz de un hombre, no seria un modo satisfactorio de copiar su cara; así una doctrina puede ser muy interesante, pero darle una importancia exagerada bien puede ser fatal a la armonía de un ministerio completo. No levantéis las doctrinas de poca importancia a la altura de puntos principales. No pintéis los detalles del fondo del retrato evangélico, con la misma gran brocha que se usa para pintar los objetos grandes que se encuentran en primer término. Por ejemplo, los grandes problemas de sublapsarianismo y supralapsarianismo, las vehementes discusiones respecto de la filiación eterna de Jesucristo; la controversia animada concerniente a la doble procedencia del Espíritu Santo, y las opiniones respectivas en cuanto a la venida de Cristo, antes o después del Milenio, por importantes que sean en el concepto de algunos, importan muy poco prácticamente a la piadosa viuda y sus siete huérfanos que viven de su trabajo con la aguja. Ella necesita más bien de oír lo que atañe a la benignidad del Dios de la providencia, que de estos misterios profundos. Si le predicáis a ella sobre la fidelidad de Dios con su pueblo, cobrará ánimo y valor para la lucha de su vida diaria; pero cuestiones difíciles la confundirán o harán dormir. Y ella es tipo de centenares de los que necesitan de vuestro cuidado. Nuestro gran tema es el Evangelio celestial, las buenas nuevas de misericordia manifestada por la muerte expiatoria de Jesús, misericordia para el primero de los pecadores luego que crea en Cristo Jesús. Debemos emplear toda nuestra fuerza de juicio, memoria, imaginación y elocuencia en la predicación del Evangelio, y no hacer uso para este gran trabajo solamente de vuestros pensamientos casuales, a la vez que asuntos muy inferiores monopolizan nuestras meditaciones más profundas. Estad ciertos de que si empleáramos la inteligencia de Locke o Newton y la elocuencia de Cicerón en el estudio de la sencilla doctrina de ‘4creed y vivid,» no encontraríamos que ninguna fuerza era superflua. Hermanos, primero y antes de todo, predicad las sencillas doctrinas evangélicas; sean cuales fuesen las otras verdades que presentéis desde el púlpito, no dejéis de ocupaos sin cesar de la doctrina salvadora de Cristo y él crucificado.
Conozco a un ministro, la correa de cuyo zapato no soy digno de desatar, cuya predicación frecuentemente apenas es mejor que la pintura de miniaturas sagradas, casi pudiera yo decir, que es frivolidad santa. Es muy afecto a predicar hablando de los diez dedos del pie de la bestia, de los cuatro rostros de los querubines, del sentido místico de los cueros de los tejones, y de la significación típica de las varas del arca y de las ventanas del templo de Salomón; pero los pecados de los hombres de negocios, las tentaciones especiales de nuestros tiempos, y las exigencias morales del siglo son asuntos de que por rareza se ocupa. Esta predicación da idea de un león empleándose en cazar ratones, o de un buque de guerra buscando un barril perdido de agua. Esta clase de teólogos microscópicos suelen magnificar asuntos inferiores a los que Pedro llama «fábulas de viejas,» como si fueran de la mayor importancia. Para estos ministros la sutileza de un pensamiento tiene más atractivo, que la salvación de una alma. Habréis leído en el «Student’s Manual» por Todd, que Harcacio. rey de Persia, era muy notable como cazador de topos; y Briantes, rey de Lidia, era igualmente diestro en limar agujas: pero estas cosas triviales están lejos de probar que aquellos hombres eran grandes reyes: así en el ministerio se encuentra a veces una bajeza de empleo mental, que no cuadra con la categoría de un embajador de Dios. Este deseo ateniense de hablar u oír hablar de alguna cosa nueva, parece predominante en nuestros tiempos entre cierta clase de personas. Se glorían de haber recibido nueva luz; y pretenden poseer una especie de inspiración que les confiere el derecho de condenar a todos los que no están conformes con ellos en sus opiniones, y sin embargo, su gran revelación atañe sólo a un distintivo meramente accesorio del culto, o a una interpretación oscura de la profecía; de suerte que cuando consideramos el gran alboroto y clamor de estas personas sobre asuntos tan triviales, nos acordamos de las palabras siguientes del poeta:
«Un océano hecho tempestuoso»
Para hacer flotar una pluma, o anegar una mosca.» Aun peores son los que pierden el tiempo insinuando dudas respecto de la autenticidad de algunos textos, o de la exactitud de ciertas declaraciones Bíblicas relativas a fenómenos naturales. Me acuerdo con mucha pena de haber oído en la noche de un domingo, una alocución llamada sermón, cuyo tema era una discusión erudita sobre si un ángel en efecto descendía al estanque de Betesda y revolvía el agua, o si era una fuente intermitente, respecto de la cual la superstición Judaica habla levantado una leyenda. Los hombres y las mujeres mortales se hablan reunido para conocer el camino de la salvación, y no se les hizo ver sino una vanidad tal como ésta. Esperaban pan y recibieron una piedra: las ovejas dirigieron su mirada hacía sus pastores, pero no se les dio de comer. Raras veces disfruto la oportunidad de oír un sermón, y cuando me toca esta suerte, estoy desafortunado en extremo, pues uno de los últimos con que estuve entretenido, tuvo por objeto justificar a Josué por haber destruido a los Cananeos; otro llevó por mira probar que no era bueno que el hombre estuviera solo. No he podido hasta ahora informarme del número de las almas convertidas como fruto de las oraciones ofrecidas antes de estos sermones, pero tengo la convicción de que ninguna alegría inusitada perturbó la serenidad de las calles de oro.
Muy pocas personas tienen necesidad del consejo que sigue, y lo aduzco, por tanto, sin el deseo de darle énfasis ninguno, es a saber: No hagáis mérito de demasiados pensamientos en un sermón. Toda la verdad no se puede tratar en un discurso. Los sermones no deben ser sistemas enteros de teología. Es posible tener demasiado que decir, y continuar diciéndolo hasta que los oyentes sean enviados a sus casas fastidiados mas bien que deseosos de oír más. Un ministro anciano, andando en compañía de otro que era joven, señaló con el dedo un campo sembrado de maíz, y dijo: «Tu último sermón comprendió demasiados pensamientos y no fue suficientemente claro, ni bien ordenado: semejante a aquel sembrado que contiene mucha comida cruda, pero muy poca lista para usarse desde luego. Debes hacer que tus sermones se parezcan al pan que es bueno para comer y de una forma conveniente.» Temo que las cabezas humanas (hablando frenológicamente,) no sean tan capaces de entender la teología como eran antes, porque nuestros antepasados se regocijaban en dieciséis onzas de teología no diluida y sin adornos, y podían continuar recibiéndola por tres o cuatro horas sin interrupción; pero nuestra generación más degenerada, o por lo menos, más ocupada, exige nada más que una onza a la vez, y ésta debe ser el extracto concentrado o el aceite esencial, mas bien que toda la sustancia de la teología. En nuestros tiempos se nos exige que digamos mucho en pocas palabras, pero no demasiado, ni con demasiada amplificación. Un pensamiento bien presentado y fijado en la mente sería mucho mejor que cincuenta que se oyeran sin pensar seriamente en ellos. Un clavo bien dirigido y afirmado, seria mas útil que veinte fijados negligentemente, y que se pueden sacar con mucha facilidad. Nuestros pensamientos deben ser bien ordenados según las reglas propias de la arquitectura mental. No nos es permitido que pongamos inferencias practicas como base, y doctrinas como piedras superiores; ni metáforas como cimiento y proposiciones encima de ellas; es decir, no debemos poner primero las verdades de mayor importancia, y por último las inferiores, a semejanza de un anticlímax, sino que los pensamientos deben subir y ascender de modo que una escalera de enseñanza conduzca a otra, que una puerta de raciocinio se comunique con otra, y que todo eleve al oyente hasta un cuarto, digámoslo así, desde cuyas ventanas se pueda ver la verdad resplandeciendo con la luz de Dios. Al predicar, guardad un lugar a propósito para todo pensamiento respectivamente, y tened cuidado de que todo ocupe su propio lugar. Nunca dejéis que los pensamientos caigan de vuestros labios atropelladamente ni que se precipiten como una masa confusa, sino hacedlos marchar como una tropa de soldados. El orden, que es la primera ley celestial, no debe ser descuidado por los embajadores del cielo.
Vuestras enseñanzas doctrinales deben ser claras y terminantes. Para esto es necesario que ante todo sean claras para vosotros mismos. Algunos piensan en humo y predican en una nube. Vuestros oyentes no exigen una luminosa bruma, sino la tierra sólida de la verdad. Las especulaciones filosóficas producen en algunas mentes un estado de semi-embriaguez, en que o ven todo doble, o no ven nada. Al jefe de un colegio de Oxford se le preguntó hace algunos años, cuál era el mote de armas de aquella universidad. Contestó que era «Dominus illumineatio meo,» pero agregó que en su concepto otro más adecuado habría: «Aristóteles meae tenebrae.» Los escritores pretenciosos han vuelto medio locos a muchos hombres francos que de buena fe leían sus producciones, suponiendo que estaban al tanto de la ciencia más moderna. Si esta necesidad fuera legítima, nos compelería a asistir a los teatros para poder juzgar sobre los nuevos dramas, o a frecuentar las carreras para no estar injustamente preocupados en nuestras opiniones sobre carreras y juegos. Por mi parte, creo que la mayoría de los que leen libros heterodoxos, son ministros, y que si éstos no hicieran caso de ellos, caerían por la tierra sin producir efecto alguno. Que un ministro se guarde de ser confuso, y entonces podrá enseñar a su pueblo con toda claridad. Nadie puede causar una impresión provechosa, si no tiene la aptitud de expresarse de un modo inteligible. Si predicamos la verdad pulida, y doctrinas Bíblicas puras valiéndonos de palabras sencillas y claras, seremos pastores fieles de las ovejas y el provecho del pueblo pronto se hará patente.
Esforzaos en presentar en vuestros sermones pensamientos tan interesantes como os sea posible. No repitáis cinco o seis doctrinas de un modo monótono y fastidioso. Comprad, hermanos, un órgano teológico adaptado a producir cinco tonos con toda precisión, y seréis capaces de funcionar como predicadores ultra calvinistas en Zoar y Jire, si a la vez compráis en una fábrica de vinagre un buen surtido de esos amargos de que abusan los Arminianos. Los sesos y la gracia pueden escogerse, pero el órgano y el ajenjo son indispensables. Debemos percibir una clase de verdades más extensa, y regocijarnos en ella. Todo lo que estos buenos hombres creen respecto de la gracia y la soberanía, nosotros lo sostenemos también, y con igual firmeza y valor; pero no nos atrevemos a cerrar los ojos a otras enseñanzas de la palabra divina y nos vemos obligados a *****plir con nuestro ministerio, declarando todos los consejos de Dios. Haciendo uso de temas abundantes bien comprobados por medio de metáforas y experiencias de importancia, no fastidiaremos a nuestros oyentes, sino que con la ayuda de Dios, lograremos que nos presten sus oídos, y ganaremos sus corazones. Que vuestras enseñan2as manifiesten vuestro propio conocimiento y adelante en el estudio de la Biblia; que se profundicen a medida que vuestras experiencias se extiendan, y que se levanten en el mismo grado que el progreso de vuestras almas. No doy a entender que debéis predicar nuevas verdades; pues por el contrario, tengo por feliz al ministro que disfruta una instrucción tan exacta y completa al principio de su carrera, que después de 50 años de servicio, no ha tenido nunca que retractar ni una doctrina, ni lamentar una omisión importante; sino quiero decir que debemos crecer constantemente en el conocimiento profundo de la verdad, y lo haríamos si avanzásemos espiritualmente. Timoteo no podía predicar sermones iguales a los de Pablo. Nuestras primeras producciones deben ser excedidas por las de nuestra edad madura: nunca debemos considerar aquellas como modelos, y será mejor quemarlas o guardarlas para que en lo sucesivo lamentemos su naturaleza superficial. Seria muy triste. a la verdad, que no supiéramos más después de asistir por muchos años a la escuela de Cristo, de lo que sabíamos al entrar en la vida cristiana: nuestro progreso puede ser tardío, pero debe haber progreso, o bien podernos sospechar que nos falta la vida interior, o que está muy enfermiza. Estad ciertos de que no habéis conseguido vuestro objeto todavía. Que os sea dada gracia para que prosigáis siempre adelante. Que vosotros todos lleguéis a ser ministros hábiles del Nuevo Testamento, e iguales al primero de los predicadores, aunque en vosotros mismos no seáis nada aún. Se dice que la palabra «sermón significa una estocada, y por tanto, debemos llevar por mira al preparar un sermón, tratar su asunto con energía y efecto, y el asunto debe prestarse a ello. Escoger temas simplemente morales, equivaldría a hacer uso de un puñal de madera; pero las grandes verdades de la Biblia se parecen a las espadas agudas. Predicad las doctrinas que apelan a la conciencia y al corazón. Sed campeones firmes de un evangelio que propende a ganar y salvar almas. La verdad de Dios se adapta al hombre, y su divina gracia hace que éste se adapte a su verdad. Hay una llave que por la ayuda de Dios, puede dar cuerda al cilindro musical de la naturaleza humana: conseguidla y haced uso de ella diariamente. Por esto os exhorto a que prediquéis el evangelio antiguo, y sólo éste, porque sin duda alguna, es potencia de Dios para dar la salvación. De todo lo que Quisiera yo decir, este es el resumen: hermanos míos, predicad a Cristo siempre y por siempre. El es todo el Evangelio. Su persona, sus oficios y su obra deben ser nuestro gran tema que comprende todo. El mundo necesita oír hablar aún de su Salvador y del modo de acercarse a El. La justificación por la fe debe ser el testimonio diario de los púlpitos Protestantes, como no lo es en nuestros días, y si las otras doctrinas de la gracia fueran presentadas más frecuentemente con esta verdad real, seria mejor para nuestras iglesias y nuestro siglo. (Si lográramos predicar la doctrina de los Puritanos con el celo de los Metodistas, veríamos un gran futuro. El fuego de Wesley y el combustible de Whitfleld, producirán un incendio que inflamará los bosques de error, y calentarán el alma misma de esa tierra fría). No fuimos llamados para anunciar la filosofía y la metafísica sino el sencillo evangelio.
La caída del hombre, su necesidad de un nacimiento nuevo, el perdón por medio de una propiciación, y la salvación como resultado de la fe, estos son nuestro caballo de batalla y nuestras armas de guerra. Tendremos bastante que hacer si aprendemos y enseñamos estas grandes verdades, y maldita sea la ilustración que propenda a distraernos de nuestra misión, y aquella ignorancia que nos impida seguirla. Estoy más y más celoso por temor de que algunas opiniones sobre la profecía, el gobierno de la Iglesia, la política o aun la teología sistemática, nos aparten de gloriamos en la cruz de Cristo. La salvación es un tema en que quisiera que se alistaran todas las lenguas consagradas. Estoy muy deseoso de conseguir testigos del Evangelio glorioso del Dios bendito. ¡Ojalá que Cristo crucificado fuera el tema universal de los hombres de Dios! Vuestras conjeturas respecto del número de la bestia, vuestras especulaciones Napoleónicas, vuestras reflexiones sobre un Anticristo personal, perdonadme, las considero todas como huesos y nada más para los perros; (me parece la sandez más fútil hablar respecto de un Armagedón en Sebastopol, o Sadowa, o Sedán, y atisbarías entre hojas cerradas del destino, para descubrir la suerte de Alemania siendo así que en el entretanto los hombres se están muriendo, y el Infierno está poblándose.) Bienaventurados los que leen y escuchan las palabras proféticas de la Revelación; pero es evidente que esta bendición no ha caído sobre los que pretenden interpretarla, porque a cada generación de ellos se le ha probado su equivoco por el mero transcurso del tiempo, y la actual les seguirá al mismo sepulcro ignominioso. Antes que explicar todos los misterios, preferiría yo arrancar un tizón del incendio. Evitar que un alma descienda al Infierno, es un acto más glorioso que el de ser coronado en la arena de la controversia teológica como Doctor Suficientísimo; el haber quitado el velo a la gloria de Dios revelada en Jesucristo, será tenido en el gran día del juicio final, por un servicio más digno que el de haber resuelto los problemas de la esfinge religiosa, o haber cortado el nudo Gordiano de las dificultades apocalípticas. Bendito sea el ministerio para el cual Cristo es todo.
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