Nuestra búsqueda de avivamiento debe estar siempre basada en la oración, ya que en ella reconocemos a Dios no solamente como la fuente de avivamiento sino también como Dios soberano; Él es quien está en los cielos y procede como quiere (Sal. 115:3). Un avivamiento no es algo que lo puedan producir ni la voluntad ni las manos humanas; es algo que solamente Dios puede proveer de acuerdo a su propia buena voluntad.
TODO LO BUENO VIENE DE DIOS
Cuando el rey David guió al pueblo del pacto a juntar las ofrendas y recursos necesarios para edificar el templo, alabó a Dios con estas palabras:
«Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos» (1 Cr. 29:10-12).
Si esto es cierto acerca de las cosas materiales, cuánto más lo es en cuanto a las bendiciones espirituales.
Cuando el cristiano ora, le está pidiendo y agradeciendo a Dios por cosas que están a disposición de otros. Oramos porque reconocemos que Dios es el autor y fuente de todo lo que tenemos o esperamos. J.I. Packer lo resume de esta manera: «La oración del cristiano no es un intento de forzar la mano de Dios, sino un reconocimiento humilde de impotencia y dependencia. Al estar de rodillas reconocemos que no controlamos el mundo; no es por medio nuestro, por lo tanto no podemos suplir nuestras necesidades por medio de esfuerzos propios; todo lo bueno que deseamos para nosotros mismos y para otros debe ser pedido a Dios y vendrá, si es que viene, como regalo de sus manos».
DIOS ESTÁ EN CONTROL
Cuando la iglesia pregunta, «¿para qué orar, si Dios está en control y sabe todas las cosas?» es suficiente contestar, simplemente, señalando los muchos y explícitos mandatos al pueblo de Dios para orar, que hallamos en las Escrituras. Eso es suficiente. Aún más, existe la maravillosa disposición de que la iglesia comprenda esta gran verdad y que, por esa razón, sea inmensamente estimulada a seguir a Dios en la gran tarea y privilegio de la oración y, más específicamente, en la de orar por un avivamiento. Además, es importante examinar cuidadosamente nuestra opinión referente a la oración y al avivamiento para asegurarnos que estén en armonía con las enseñanzas de las Escrituras.
Es muy común creer que podemos dirigirnos a Dios para pedirle algo que anhelamos y esperar que Él nos lo conceda. Si oramos con fervor y fe, Él debe contestar. Alguien dijo que esta manera de acercarnos «…es de lo más deshonrosa y degradante; es como convertir a Dios en nuestro ‘botones’ cósmico, que cumple nuestras órdenes, realiza nuestra voluntad y concede nuestros deseos».
Por el contrario, la oración consiste en acercarnos a Dios con todo deseo ferviente y fe para expresarle nuestra necesidad, entregándonos a Él y dejando que Él resuelva aquello que le hemos pedido de la manera que considere mejor en su sabiduría y amor. Aun el Señor Jesús oró en el jardín de Getsemaní, estando profundamente afligido y angustiado: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mt. 26:39).
Existen dos elementos fundamentales en la oración que nos ayudarán a comprender por qué oramos al Dios Soberano.
La oración reconoce nuestra impotencia y dependencia. En primer lugar, el que ora se enfoca en sí mismo. Reconoce que es «impotente». El verdadero hijo de Dios, cuyos ojos han sido abiertos por medio del Espíritu de Dios para ver lo que el hombre natural no ve, comprende que somos meras criaturas humanas, mientras que Dios es el creador y la fuente de todas las cosas. El apóstol Pablo le recuerda a la iglesia de Roma las palabras de Dios al profeta Jeremías, declarando: «Él es el alfarero y nosotros el barro» (Ro. 9:21). El Señor Jesús le enseña a sus discípulos: «separados de mí, nada podéis hacer» (Jn. 15:5).
El que ora fervientemente sabe, ve y percibe su deficiencia. Comprende que, aunque es cristiano, su amor nunca es lo suficientemente puro, su fe nunca completa y sus motivos nunca totalmente desinteresados. Éste es el hijo de Dios que percibe que nadie lo puede ayudar sino solamente Dios. Aun cuando se dirige a Dios, comprende que no puede hacerlo por sus propios medios, ya que por sí sólo es indigno, y reconoce que si así fuera, esto traería la ira de Dios sobre él. Entiende claramente que «nuestro Dios es fuego consumidor» (He. 12:28-29).
La oración cumple la voluntad de Dios. En segundo lugar, los que oran se enfocan en Dios, posesionándose de su gloria, comprendiendo que nada ni nadie se compara a las cualidades de su carácter, cargado de riquezas de santidad, sabiduría, omnipotencia, omnisciencia, inmutabilidad, amor, justicia, misericordia y soberanía; se inclinan en completa sumisión a través de la rectitud de otro: el Señor Jesucristo.
En vista de que se nos permite el gran privilegio de allegarnos a la presencia del Dios Todopoderoso por medio de la oración, es bueno y correcto que nos preguntemos humildemente si nuestras oraciones pueden doblegar la mente de Dios. Roger Nicole pregunta: «Crees que puedes realmente cambiar la mente de Dios? Es decir, ¿se puede modificar el plan soberano de Dios por medio de la oración?» Y responde correctamente al expresar: «No sé cuál es la idea particular del lector sobre este tema, pero me agradaría decir que si usted cree que puede cambiar la mente de Dios por medio de sus oraciones, espero que esté usando un poco de discreción. Si ése es el poder que usted posee, ciertamente es algo muy peligroso. Sin duda Dios no necesita de nuestro consejo para establecer lo que es conveniente. Con seguridad Dios, cuyo conocimiento penetra todas las mentes y corazones, no necesita de nuestra intervención para decirle lo que debe hacer. El sólo pensar que estamos cambiando la mente de Dios por medio de nuestras oraciones es un concepto terrorífico». Creo que usted estará de acuerdo con el autor en que si Dios estuviera controlado por nuestras oraciones, éstas serían desalentadoras en lugar de alentadoras.
La pregunta que resuena en nuestros oídos es: «si esto es así, ¿para qué orar?» Aunque debemos insistir en que debido a quiénes somos y quién es Dios nuestras oraciones no cambian la mente de Dios, es bueno que comprendamos que Él ha declarado que la oración «cambia las cosas». El fin de la oración no es modificar la inmutable voluntad de Dios, sino que su voluntad se cumpla de la manera y en el momento que Él disponga. Nuestras oraciones no tienen por objeto cambiar el propósito de Dios ni moverlo a crear nuevos propósitos. Dios no sólo ha decretado el fin de todas las cosas, sino que también ha decretado los medios para alcanzar ese fin. Por lo tanto, es impropio que pensemos que porque Dios es soberano y está en control de todo, ciertas cosas sucederán oremos o no. Eso debe rechazarse absolutamente, porque Dios ordenó que la oración sea el medio para cumplir su voluntad.
Dios Espíritu Santo es quien nos mueve a orar. En obediencia y confianza, sabiendo que Dios cumplirá su propia buena voluntad como desea, utilizando el medio que se nos ordenó, nos acercamos fervorosamente a Dios para que nos conceda las cosas que deseamos.
Alabado sea Dios por dos de los atributos fundamentales de su voluntad: (1) Él es totalmente sabio. En sabiduría perfecta determina y ejecuta su voluntad. Alguien dijo: «Si yo tuviese el poder de Dios, cambiaría varias cosas; pero si tuviera la sabiduría de Dios, no cambiaría nada». (2) Dios es perfecto amor. Con inescrutable amor Dios, en su propósito, trabaja a favor nuestro. El soberano poder de Dios no es injusto, sino ejercitado bajo perfecto amor y sabiduría.
Sí, nuestro enfoque es Dios. Ninguna oración es agradable a Él, a no ser que oremos como Jesús: «no sea hecha mi voluntad sino la tuya». John Gill resume bien nuestro pensamiento:
Cuando Dios concede bendiciones a la personas que oran no lo hace porque hayan orado, como si estuviera doblegado o movido por ellas, sino por su propia y soberana voluntad y placer. ¿Cuál es el propósito de la oración? La respuesta: es la manera y el medio que Dios instituyó para la comunicación de las bendiciones de su bondad a su pueblo, para que aunque Él las haya determinado, provisto y prometido, aun así le pidamos que nos las conceda; y es nuestro deber y privilegio pedirle.
Aunque no tenemos una comprensión absoluta del misterio total de la oración eficaz, esto no debe impedirnos entrar confiadamente a la presencia de Dios como privilegio glorioso, en humilde obediencia, a pedirle por las cosas que creemos que a Él le importan: «Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré sus tierras» (2 Cr. 7:14).
Por Juan Sale.
Tomado de Revival Commentary. Usado con permiso.