Tentaciones de Jesús

Autores: Karin Schnell
Mateo 4:1-11
En la versión popular de la Biblia que usamos, este párrafo lleva el título “Jesús es puesto a prueba”. Antes se acostumbraba llamar a este texto: Las tentaciones de Jesús.
El hecho de que se use la palabra “prueba” en vez de “tentación” es significativo. Porque la palabra “tentación” hoy día se diluyó bastante. Igual que la palabra pecado. Por así decirlo: tenemos un concepto muy light de lo que es una tentación.


El que ama los dulces, es tentado por un pedazo de torta con mucha crema, no quiere pecar, pero no resiste a la tentación y para no sentirse demasiado culpable, toma el café con edulcorante. Al que le gusta la velocidad se lo tienta con autos o con motos con muchos HP. La tentación aquí consiste en desear algo que no es esencial para la vida. Son tentaciones de los satisfechos. ¡Qué diferente cuando hay hambre, cuando un pedazo de pan se convierte en lo más precioso del mundo!

¡Qué diferencia con la historia de las tentaciones que sufrió Jesús! Aquí está en juego la salvación, es una cuestión de vida o muerte.

Lo interesante es que Satanás no le propone un delito abierto. No le propone una infracción directa a la palabra de Dios. Satanás se muestra como un buen psicólogo que conoce a las personas. Es más, el teólogo alemán Joachim Gnilka dice que Satanás aparece aquí como un teólogo erudito. Conoce las Escrituras y con las Escritura quiere hacer caer al Hijo de Dios.
Después de 40 días de ayuno en el desierto, Jesús tiene hambre. Qué momento oportuno para hablarle de pan. Pero hay algo más: Las dos primeras tentaciones empiezan con las palabras: “Si eres Hijo de Dios”. Más tarde repiten esas palabras los que están al pie de la cruz de Jesús, burlándose de él: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”. Es un desafío: Si sos el que decís ser, si querés que te creamos, tenés que demostrarlo.

Esto aparece continuamente en toda la vida de Jesús, continuamente se le echa en cara de que no demuestra suficientemente su identidad, se le pide que haga un gran milagro que elimine toda duda y que de una vez demuestre claramente quién es.

¿Y no hacemos lo mismo? Dios, si existís, entonces debés mostrarte. Rompé el silencio, rasgá las nubes y mostrate, para que tengamos claridad de una vez por todas.

En la primera tentación se trata de convertir piedras en pan. Para el Hijo de Dios una pavada. Y además algo tan necesario y urgente. ¿Hay algo más trágico, algo que contradiga más a la fe en un Dios bueno que el hambre de la humanidad? ¿No debería ser precisamente el hecho de dar pan a todos y acabar con el hambre de todos, la primera urgencia del buen salvador? Y –pregunto- ¿no se convierte en una terrible prueba para nuestra fe el hecho de que Jesús rechazó la propuesta? Sabiendo lo que es el hambre, ¿cómo puede negarse? ¿Qué hay de malo en la propuesta de Satanás? ¡Pero miren qué humano es Satanás que se preocupa por el hambre en el mundo! Y Jesús se niega a hacer el milagro: «No sólo de pan vive el hombre…»
Pero a Satanás no le interesa el hambre ni amor al prójimo, sino lo que le interesa es que Jesús renuncie a la obediencia hacia el Padre. Que abandone su misión. Porque su misión es peligrosa para Satanás. Es nada menos que destruir las obras de Satanás.
La Biblia nombra a Satanás el mentiroso y engañador desde el principio. El que tergiversa las cosas. Pero ¡qué sutil engaño, qué terrible trampa! Jesús no le responde entrando en una discusión. Yo le habría dicho: El hambre en el mundo es precisamente obra de Satanás, no voluntad de Dios. No falta alimento en el mundo, sino que está mal distribuido. Eso es consecuencia directa del pecado del hombre.

Pero para entender el tema del pan debemos recordar el relato que escuchamos como lectura bíblica: la multiplicación de los panes (Juan 6:3-13). Varios miles de personas estaban siguiendo a Jesús en el desierto. En ese momento Jesús hace lo que antes había negado como tentación. ¿Por qué? La gente había acudido para oír la palabra de Dios, y por eso se habían olvidado de todo lo demás. Así, como personas que abrieron su corazón a Dios y unos a otros, pueden recibir el pan de un modo justo. Primero, buscan a Dios, su palabra, la manera correcta de enfocar toda su vida. Segundo, es a Dios a quien se pide el pan. Y tercero, están dispuestos a compartir. Así en ese momento escuchan a Dios y eso se convierte en vida con Dios – y esa fe les lleva al amor, el descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente ante el hambre de los hombres, ante sus necesidades materiales, pero les da el orden correcto.

Otro relato de pan lo encontramos en la última cena. Jesús mismo se convierte en grano de trigo que cae en la tierra y da mucho fruto. Él mismo se hace pan para nosotros y esa multiplicación de los panes dura ininterrumpidamente hasta el final de los tiempos. Así ahora comprendemos las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

Decía el sacerdote alemán Alfred Delp, ajusticiado por los nazis: “El pan es importante; la libertad es más importante; pero lo más importante de todo es la adoración”. Esa es la jerarquía de valores.

Donde Dios es nada más que una grandeza secundaria o terciaria en nuestro orden de prioridades todo se deforma y pervierte. No es verdad que dejando a Dios en segundo plano aunque fuera por algo tan urgente como dar el pan a la humanidad, eso después se arregla. Quiero dejar en claro que esto no se refiere a un orden cronológico. Qué es lo que hay que hacer primero: dar de comer o proclamar la palabra. Sabemos que no podemos predicarle a alguien que tiene la panza vacía. Pero es la pregunta sobre qué fundamento descansa nuestra vida. Donde Dios no es lo primero y lo principal, a la larga el hombre se convierte en lobo para con el hombre. No existe la justicia, no se sale al encuentro del otro que sufre, la naturaleza es destruida. Debemos reconocer nuevamente el primado de Dios y de su palabra. Solo donde se vive la obediencia hacia Dios se desarrollan los principios morales que puedan dar también pan para todos.

Jesús sabe lo que es el hambre, está presente en los hambrientos de este mundo y en su juicio final tomará parte por ellos. Pero también un mundo satisfecho estaría perdido y sin salvación si permaneciera en su lejanía y negación de Dios. Sin duda, si se hubiese corrido la voz de que hay alguien que convierte en pan las piedras del desierto, la gente vendría en masa. Pero ¿encontraría así el camino de regreso a Dios? ¿Sanaría su ceguera y su rebelión contra Dios? Por eso aquí no se trata de unas pruebas personales que tiene que absolver Jesús, sino está en peligro toda su misión.


Lo mismo pasa con la segunda tentación, la del espectáculo, del show. Arrojarse al abismo y aterrizar sin hacerse daño. ¡Qué masa! ¡Qué ídolo!
Un Jesús divertido, entretenido, un showmaster, entrevistas todos los días, cada día un espectáculo nuevo. Pero también: pasar a ser propiedad del público, obedecer a la demanda de los espectadores, que seguirían siempre siendo eso: espectadores. Estar a merced de los aplausos, quedar bien, hasta que aparece otro, más divertido, más entretenido.
Arrojarse al abismo, sería además la prueba irrefutable de que Dios está de su lado. Pero no, el reconocer a Dios no es cosa de pruebas sino de fe. Es cosa del corazón y de la conciencia y no de los milagros y espectáculos. Jesús tiene otra misión: va a conquistar los corazones con amor, ofrecer el perdón, motivar el arrepentimiento y – ocultar su condición de ser Dios mismo y arriesgar que la fe lo descubra. Tal vez esta es la tentación que mejor entendemos. Querer quedar bien, recibir reconocimiento de otros. Una mentirita aquí, una pequeña deshonestidad allí, querer figurar, ser protagonista, renunciar a nuestra convicción o callarla porque no conviene expresarla. Todo empieza con pequeñeces y luego ya nos parece normal…
Cristo no se arrojó desde lo más alto del templo. No se lanzó al abismo. No puso a prueba a Dios, pero bajó al abismo de la muerte, en la noche del abandono, en la soledad de los indefensos. Se atrevió a dar ese salto como un acto de amor de Dios a los seres humanos. Y por eso sabía que en ese salto final sólo podía caer en las amorosas manos del Padre. Esa confianza es algo totalmente diferente a la peligrosa provocación de Dios, que quisiera poner a Dios a nuestro servicio.

Y finalmente, el imperio, el poder. Sólo lo menciono, sería tema para otra reflexión. ¡Qué gran posibilidad de tener todo el poder y emplearlo para que todo el mundo sea suyo! Emplearlo para bien, ¿por qué no?. Pero Jesús no quiso el poder para sí mismo sino anunciar el Reino de Dios. Que sea de Dios, lo que es de Dios. Jesús no quiso usurpar el lugar del Padre.
El poder de Dios en el mundo es discreto, no busca ostentación. Pero es verdadero y duradero. Los reinos del mundo que Satanás podía mostrar al Señor, se han ido derrumbando todos. Pero la gloria de Cristo, la gloria de su amor, humilde y dispuesta a sufrir, no se ha derrumbado. Y al final, después de su pasión y resurrección, en otro monte, Él dice: «Toda autoridad me es dada en el cielo y en la tierra.»

Jesús salió victorioso de las tentaciones. De estas y de muchas otras más. No porque haya sido fuerte sino porque se refugió en la voluntad de Dios. Su obediencia al Padre venció a Satanás. Y lo tenemos a nuestro lado en nuestras tentaciones. Así ganará Dios también en nuestras vidas.
No somos Jesús. Una y otra vez vamos a caer en la tentación. Pero allí él nos recuerda que el mayor pecado no consiste en caer, sino en quedar postrado.
Que Dios nos ayude. Amén.

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