Por Charles Spurgeon
«Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36:26).
Contemplemos una de las maravillas del amor divino. Cuando Dios hace a sus criaturas, creación que Él considera buena, si éstas caen de la condición en que han sido creadas, Dios, por lo general, consiente que sufran el castigo de su trasgresión, y que moren en el lugar en que han caído. Pero ha hecho una excepción: el hombre, el hombre caído
Creado por su Hacedor puro y santo, se rebeló impía y voluntariamente contra el Altísimo, y perdió su estado primitivo; sin embargo, he aquí que él será objeto de una nueva creación por el poder del Espíritu Santo de Dios. ¡Considerad esto y maravillaos! ¿Qué es el hombre comparado con un ángel? ¿No es algo pequeño e insignificante? «Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, mas dejaron su habitación los ha reservado debajo de oscuridad en prisiones eternas hasta el juicio del gran día.» Dios no tuvo misericordia de ellos; los hizo puros y santos, y debieron haber permanecido así; pero puesto que voluntariamente se rebelaron, los arrojó de sus brillantes tronos para siempre, y, sin una sola promesa de misericordia, los encerró en las sólidas mazmorras del destino, para sufrir el tormento eterno. Pero maravillaos, cielos, el Dios que destruyó a los ángeles bajó de su alto trono en la gloria para hablar al hombre y decirle: «También vosotros habéis caído de mí como los ángeles; os habéis descarriado grandemente y habéis dejado mis caminos, pero -no por vosotros, sino por amor de mi nombre- Yo repararé el daño que vuestra propia mano ha hecho; quitaré de vosotros el corazón que se ha rebelado contra mí. Os hice una vez y vosotros os deshicisteis; Yo os haré de nuevo. Pondré manos a la obra por segunda vez; os colocaré una vez más sobre la rueda del alfarero y os haré vasos de honra, aptos para mi bendito uso. Quitaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne; pondré espíritu nuevo dentro de vosotros». ¿No es una maravilla de soberanía divina y de infinita gracia, que mientras los poderosos ángeles fueron arrojados al fuego eterno, Dios hiciera un pacto con el hombre prometiéndole su renovación y restauración?
Y ahora, mis queridos amigos, trataré esta mañana de resaltar, en primer lugar, la necesidad de la gran promesa contenida en nuestro texto: que Dios nos dará un corazón nuevo y un espíritu nuevo; en segundo lugar, consideraremos la naturaleza de la gran obra que Dios hace en el alma cuando *****ple esta promesa; y por último, unas cuantas observaciones personales dirigidas a mis oyentes.
1. En primer lugar, pues, voy a tratar de demostrar LA NECESIDAD DE ESTA GRAN PROMESA. No es que sea menester demostrarlo a los que han sido iluminados y vivificados, sino para convicción del impío y humillación de nuestro amor propio. Quiera el misericordioso Espíritu Santo mostrarnos esta mañana nuestra depravación de tal forma que podamos ser llevados a buscar el logro de esta misericordia, la cual es cierta y plenamente necesaria, si queremos ser salvos. Advertiréis que, en el texto, Dios no nos promete que mejorará nuestra naturaleza, o que arreglará nuestros rotos corazones, sino que nos dará nuevos corazones y espíritus rectos. La naturaleza humana ha ido demasiado lejos para que ahora pueda ser reformada. No es una casa en la que haya que hacer ligeras reparaciones: una teja levantada, o algunos trozos de yeso desprendidos del techo. No; la casa está deshecha por todas partes, y sus mismos cimientos han sido socavados; no hay un solo madero que no haya sido carcomido por la polilla, desde el tejado hasta lo más profundo de su base; no queda nada ileso en ella, todo está en mal estado y a punto de derrumbarse. Dios no intenta arreglarla, no repinta la puerta ni apuntala las paredes, no la adorna ni embellece, sino que decide que la vieja casa sea derribada por completo, para poder edificar una nueva. Está demasiado ruinosa, repito, para ser restaurada. Si solamente necesitara una ligera reparación, podría hacerse. Si la dificultad residiera únicamente en el arreglo de una o dos poleas de esa gran máquina que se llama «hombre», Aquel que la hizo podría componerla; podría poner una nueva rueda allí donde se hubiese roto, y una nueva polea donde se hubiese estropeado, y la máquina volvería a andar de nuevo. Pero no, nada de ella tiene arreglo; todas sus palancas están rotas, sus ejes torcidos, y ni una sola de sus ruedas obra sobre las otras. Toda la cabeza está enferma, y todo el corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga. El Señor, por lo tanto, no trata de reparar esto, sino que dice: «Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra; no trataré de ablandarlo, lo dejaré tan duro como siempre fue, pero lo quitaré, y os daré un corazón nuevo, un corazón que será de carne».
Ahora procuraré mostraros cómo Dios está justificado en esto, y cómo fue totalmente necesario que adoptara la determinación de obrar así. Porque si considerarais lo que la naturaleza humana ha sido, y lo que ahora es, no pasaría mucho rato sin que tuvierais que exclamar: ¡Ah!, es un caso completamente perdido».
Considerad, pues, por un momento, cuál debe ser la perversidad de la naturaleza humana por el mal trato que ha dado a su Dios. Recuerdo que William Huntingdon, en su auto biografía, dice que una de las más profundas sensaciones de pena que tuvo, después de haber sido vivificado por la gracia divina, fue «la de sentir lástima por Dios». No creo haber hallado esta expresión en ninguna otra parte, pero es muy expresiva; aunque yo preferiría decir sentir simpatía hacia Dios y pesar por el mal trato que recibe. ¡Ah, amigos míos!, hay muchas personas que son olvidadas, despreciadas y ultrajadas por sus semejantes, pero jamás ha habido hombre alguno que lo haya sido en mayor grado que el eterno Dios. Recordemos nuestra vida pasada: ¡cuán ingratamente nos hemos portado con El! Él nos dio el ser, y la primera palabra que salió de nuestros labios debiera de haber sido en su alabanza; y, mientras vivamos, nuestra obligación ha de ser la de cantar perpetuamente en su honor; pero en lugar de ello, desde que nacimos no hemos hecho más que hablar mentiras, engaños e impiedades, y así continuamos hasta hoy. Nunca hemos correspondido a sus muchas misericordias con gratitud y reconocimiento, sino que las hemos olvidado sin que hayan arrancado de nosotros ni tan siquiera un aleluya, creyendo, en nuestra indiferencia para con el Altísimo, que olvidábamos a Dios porque Él nos había olvidado a nosotros. Pensamos tan poco en Él que bien pudiera creerse que, ciertamente, Dios no nos ha dado ocasión de pensar en El. Addison decía:
«Cuando mi alma naciente reconoce
La grandeza de tu misericordia,
Absorta ante su vista, se deshace
En darte todo amor, honor y gloria»
Pero yo creo que, si recapacitamos con ojos contritos, debemos sumirnos en hondo sentimiento y dolor, porque nuestro lamento será: ¿Cómo pude tratar tan mal a tan buen amigo? ¿Cómo pude olvidarme de tan misericordioso bienhechor, y no haber abrazado nunca a un padre tan amante? ¿He tratado alguna vez de darle el beso de rendida gratitud? ¿He buscado la forma de hacer algo para indicarle que apreciaba su bondad, y que sentía el grato influjo de su amor en mi corazón?»
Pero, lo que es peor aún que haberle relegado al olvido, nos hemos rebelado contra El. Hemos atentado contra el Altísimo. Y si ha habido algo que nos recordara su nombre, lo hemos odiado inmediatamente; hemos despreciado a los de su pueblo llamándoles santurrones, hipócritas y metodistas. Hemos menospreciado su día, aquel que dedicara para nuestro bien, y lo hemos tomado para nuestros propios placeres y trabajos en lugar de consagrarlo a su persona. Nos dio un libro en prueba de su amor, pidiéndonos que lo leyéramos, porque en él nos hablaría de su misericordia, y lo hemos tenido perennemente cerrado y las arañas han tejido su polvoriento velo alrededor de sus hojas. Él abrió una casa de oración y nos invitó a ir a ella, para hablarnos allí desde su trono de misericordia; pero nosotros preferimos el teatro a la casa de Dios, y el escuchar cualquier cosa antes que la voz que nos hablaba desde el cielo.
¡Ah!, amigos míos, de nuevo os repito que nunca ha habido nadie que, incluso del peor de sus semejantes, haya recibido tan mal trato como Dios; y sin embargo, mientras los hombres han estado maltratándole, Él no ha cesado de bendecirlos. Dios mantenía en ellos el hálito de vida, aún cuando ellos le maldecían; Él ha dado al hombre alimento, sabiendo que utilizaba el vigor de su cuerpo en hacer la guerra contra el Altísimo; e incluso el domingo, cuando habéis estado quebrantando su mandamiento y dedicando el día a vuestros propios deseos pecaminosos, ha sido Él quien ha dado luz a vuestros ojos, aire a vuestros pulmones y fuerza a vuestros músculos y nervios, bendiciéndoos cuando le maldecíais. ¡Oh!, qué consuelo saber que Él es Dios y que no cambia, porque de otra manera, nosotros, descendientes de Jacob, tiempo ha que debiéramos haber sido justamente consumidos.
Imaginaos a una pobre criatura muriendo en una fosa. No creo que esto ocurra nunca en este país, pero si tal cosa tuviese lugar, si uno que fuera rico se hiciese pobre de la noche a la mañana y todos sus amigos le abandonaran, y si cuando pidiese pan nadie le ayudara, hasta que finalmente, y sin un harapo con que cubrirse, su maltrecho cuerpo fuera arrojado vivo en una fosa, si ello ocurriese, creo que sería el colmo del abandono humano; y sin embargo, Jesucristo, el Hijo de Dios, recibió peor trato aún. Mil veces más caritativo hubiera sido dejarle morir en la fosa sin más consideración; pero esto hubiera sido demasiada bondad por parte de la naturaleza humana. Fue necesario que conociese la maldad hasta lo sumo, y por eso Dios permitió que los hombres se apoderaran de Cristo y lo clavasen en el madero, que fuera alzado entre cielo y tierra, que fuera escarnecido y que, en su sed, le diesen a beber vinagre, siendo objeto de la burla y el desprecio en el colmo de su agonía. Dios permitió que el hombre hiciese de Él el objeto de sus risas y desdén, el centro de las miradas de aquellos ojos crueles y lascivos que se posaban sobre su llagado y desnudo cuerpo.
¡Oh!, oprobio de la humanidad: nunca criatura alguna puede haber sido peor que el hombre. Las mismas bestias son mejores que él, porque el hombre tiene todos los peores atributos de ellas, y ninguno de los mejores. Tiene la fiereza del león, pero no su nobleza; es tan tozudo como un asno, pero no tiene su paciencia; es tan rapaz y glotón como el lobo, pero carece de su sabiduría para evitar la trampa. Es un buitre ávido de carroña, pero jamás tiene hartura; es la misma serpiente con el veneno del áspid debajo de su lengua, pero escupe su ponzoña tanto cerca como lejos. ¡Ah!, si juzgáis la naturaleza humana por su forma de tratar a Dios, verdaderamente reconoceréis que es demasiado mala para poder ser enmendada, y que es necesario hacer una nueva.
Hay otro aspecto bajo el que podemos considerar la pecaminosidad del hombre: el orgullo. El ser tan orgulloso es la misma esencia de su maldad. Amados, el orgullo está tejido en la misma trama y urdimbre de la naturaleza humana, y no nos desharemos de él hasta que estemos envueltos en nuestra mortaja. Es sorprendente cómo cuando estamos en nuestras oraciones, cuando tratamos de usar humildes expresiones, somos vendidos al orgullo. Me ocurrió precisamente el otro día; estaba yo de rodillas orando de la siguiente manera: «¡Oh!, Señor; heme aquí, afligido en tu presencia; ojalá no hubiese sido tan pecador como he sido. Oh, si nunca me hubiera sublevado y rebelado como lo he hecho». Allí estaba el orgullo; porque ¿quién soy yo? ¿Por qué me lamentaba? Yo debía haberme sabido tan pecador como para que no fuera nada anormal el haberme descarriado. Lo verdaderamente extraordinario era que no hubiese llegado a ser peor aún, y en ello la honra era de Dios y no mía. De manera que, cuando intentamos ser humildes, podemos estar resbalando neciamente hacia el orgullo. ¡Qué cosa tan chocante es el ver a un culpable y miserable pecador orgulloso de su moralidad!; y a pesar de eso, es algo que encontraréis todos los días. Hay hombres enemigos de Dios, orgullosos de su honradez, y no obstante robando a Dios; orgullosos de su castidad y, sin embargo, si comprueban sus propios pensamientos, los hallan llenos de lascivia e impureza; orgullosos del encomio de sus semejantes, sabiéndose, a pesar de ello, censurados por sus conciencias y reprobados por Dios Todopoderoso. Disparatado y descabellado es creer que el hombre pueda ser orgulloso, cuando no tiene nada de que ufanarse. Un montón de arcilla animado, viciado y corrompido, un infierno viviente, y sin embargo orgulloso. ¡Yo, hijo bastardo de aquel que robara el huerto de oro de su Señor, de aquel que se descarrió y no quiso ser obediente; de quien despreció todo cuanto tenía por el vil valor de una manzana!; Y aún estoy orgulloso de mi alcurnia! ¡Yo, que vivo de la caridad cotidiana de Dios, orgulloso de mi riqueza, cuando no tengo ni un cuarto de penique con qué dotarme, a menos que El decida dármelo! Yo, que vine desnudo a este mundo y desnudo saldré de él. ¡Yo, un inexperto potro salvaje, un ignorante que nada sabe, orgulloso de mi sabiduría! Oh, maravillosa cosa es que ese necio llamado hombre se titule a si mismo doctor; y se haga maestro de todas las artes, cuando no lo es de ninguna, y es mucho más necio cuando cree que su ciencia ha alcanzado el cenit. Y lo más extraordinario es que el hombre, con su corazón engañoso, lleno de toda clase de concupiscencia, fornicación, idolatría y lujuria, se atreva a decir que es una excelente persona, y se ensoberbezca creyendo que, porque reúne algunas buenas cualidades, es digno de la veneración de sus semejantes, si no de la consideración del Altísimo. Ah, naturaleza humana, ésta es tu propia condenación: eres locamente orgullosa, cuando no tienes de qué gloriarte. Escribid «Icabod» sobre ella. La gloria ha sido traspasada para siempre de la naturaleza humana. Repudiémosla, y que Dios nos dé una nueva, porque la vieja jamás podrá ser mejorada. Está irremediablemente insana, decrépita, y corrompida.
Además, es completamente cierto que la naturaleza humana no puede mejorarse, porque tenemos el testimonio de los muchos que han probado y siempre han fracasado. Quien trata de corregir su condición es como el que intenta girar una veleta hacia el este cuando el viento sopla del oeste; en cuanto quite las manos de ella, tornará de nuevo a su posición anterior. He visto algunos que tratan de refrenar su naturaleza, personas de temperamento colérico, que intentan enmendarse un poco y lo consiguen, pero enseguida vuelve a trascender, ya que si el fuego no arde normalmente, ni la llama encuentra desahogo, quema sus huesos hasta tomarlos blancos por el calor de la malicia, dejando en su corazón un residuo de cenizas de venganza. He conocido a otros que intentan hacerse religiosos, y sólo consiguen convertirse en algo monstruoso, porque sus piernas no son iguales y caminan renqueando en el servicio de Dios; son deformes y desobedientes criaturas, y todo aquel que las mira puede descubrir pronto la inconsistencia de su profesión. Os aseguramos que en vano intentará cambiar su piel aplicándole cosméticos; es como si el leopardo intentara limpiar sus manchas: nunca podrá encubrir la ruindad de su naturaleza mediante esfuerzos religiosos.
¡Ah!, yo sólo sé de qué forma he intentado muchas veces reformarme sin adelantar ni un paso. Cuando empezaba, sentía un demonio dentro de mi, y cuando terminaba, el número había aumentado a diez; en vez de ser mejor, lo que hacia era empeorar; y los diablos de mi propia justicia, de la confianza en mí mismo, del orgullo, y otros muchos, hacían en mi su morada. Cuando estaba ocupado barriendo mi casa y adornándola, he aquí que aquel a quien yo quería quitarme de encima se marchaba por una corta temporada para enseguida volver; acompañado de otros siete espíritus más impíos que él mismo, haciendo de mi su morada. ¡Ay!, mis queridos amigos; intentad reformaros, y descubriréis vuestra imposibilidad; mas aunque lo lograrais, no sería esa la obra que Dios exige; El no quiere reformas, sino renovación; El no desea un corazón algo mejor, sino uno nuevo.
Y además, os daréis cuenta fácilmente de que necesitamos un nuevo corazón, si consideráis cuáles son las ocupaciones y gozos de la religión cristiana. La naturaleza que puede alimentarse de la inmundicia el pecado y devorar la carroña de iniquidad no es, en modo alguno, la naturaleza que podrá cantar alabanzas a Dios y regocijarse en Su santo nombre. ¿Acaso creéis que el cuervo, que sólo ha comido de todo lo repugnante, llegara a tener la pulcritud de la paloma para juguetear con la zagala en el cenador? No, a menos que lo cambiéis en paloma; porque mientras sea cuervo, todas sus apetencias innatas le inclinarán siempre a lo suyo, y le será imposible hacer algo que esté por encima de su naturaleza de cuervo. Habéis visto al buitre hartarse de carne putrefacta, y ¿esperáis verle posado en la rama cantando alabanzas a Dios con su bronca garganta y estridente graznido? ¿Os imagináis quizás que podréis contemplarlo como ave de corral, picando el grano limpio a la puerta del granero, sin que su carácter y disposición hayan sido completamente cambiados? Imposible. ¿Os figuráis al león, paciendo con el becerro y comiendo hierba como el buey, siendo león? No; es necesario que sea transformado. Podéis vestirlo con piel de oveja, pero jamás será un cordero, a menos que lo despojéis de su fiera naturaleza. Probad a enmendar a un león por tanto tiempo como queráis; si el mismo Van Amburgh hubiera estado amansando a los suyos durante mil años, jamás los hubiera convertido en ovejas. Y también podéis intentar mejorar al cuervo o al buitre durante tanto tiempo como os plazca, pero jamás podréis hacerlos palomas; es necesario que haya un cambio total de carácter. Así pues, decidme: ¿Es posible que un hombre que ha cantado las obscenas canciones de la embriaguez, que ha manchado su cuerpo con toda clase de impurezas y ha maldecido a Dios, pueda entonar Sus supremas alabanzas en el cielo como aquel que ha amado los caminos de pureza y la comunión con Cristo? No, nunca; a menos que su naturaleza haya sido totalmente cambiada. Porque si su condición sigue siendo la misma, la mejoréis cuanto la mejoréis, nunca lograréis nada. Mientras el corazón sea lo que es, nunca podréis hacerle sentir los goces celestiales de la naturaleza espiritual de los hijos de Dios. Por consiguiente, hermanos, es ciertamente necesario que una nueva naturaleza nos sea impartida.
Una consideración más, y habré terminado con este punto. Dios aborrece la naturaleza depravada, y por lo tanto ésta debe ser apartada antes de que podamos ser aceptados por Él. Dios no odia nuestro pecado tanto como nuestra pecaminosidad. No la abundancia del manantial, sino la fuente en sí misma; no la flecha que sale del arco de nuestra depravación, sino el brazo que levanta el arco de pecado, y el motivo que lanza los dardos contra Dios. El Señor está enojado, no solamente contra nuestros hechos manifiestos, sino contra la naturaleza que los impulsa. Dios no es tan miope que sólo mire a la superficie, sino que mira a la misma fuente y origen. El dice: «En vano será que hagáis el fruto bueno si el árbol es malo. En vano tratáis de endulzar el agua si la fuente está corrompida». Dios está airado contra el corazón del hombre; siente aborrecimiento hacia su naturaleza depravada, y El la quitará y la arrancará totalmente antes de admitir al hombre en comunión con El y sobre todo en la dulce comunión del Paraíso. Existe, por tanto, la exigencia de una nueva naturaleza que nosotros debemos poseer, o de otro modo, jamás veremos Su rostro con favor.
II. Y ahora, me ocuparé con gozo en mostraros muy brevemente, en segundo lugar, LA NATURALEZA DE ESTE GRAN CAMBIO QUE EL ESPÍRITU SANTO OBRA EN NOSOTROS.
Y antes de continuar, os haré notar que esta obra es divina desde el principio hasta el fin. El dar al hombre un corazón nuevo y un espíritu nuevo, es algo que a Dios corresponde, y sólo a Dios. El arminianismo se viene abajo cuando llegamos a este punto. Nada cuadra aquí mejor que aquella verdad pasada de moda que los hombres llaman calvinismo. «La salvación es solamente el Señor». Esta verdad soportará la prueba de los siglos, y permanecerá inconmovible para siempre, porque es la verdad del Dios viviente. Todo el camino de la salvación tenemos que aprenderlo de ella, pero especialmente esta particular e indispensable parte de la salvación: la formación de un nuevo corazón en nosotros. Es necesario que sea la obra de Dios; el hombre puede reformarse por sí mismo, pero ¿cómo logrará hacerse con un nuevo corazón? No hace falta que me extienda mucho sobre este pensamiento, pues creo que comprenderéis en seguida que la misma naturaleza del cambio, y los términos en que se menciona aquí, la coloca sin lugar a dudas más allá de todo poder humano. ¿Cómo podrá el hombre hacerse un nuevo corazón, cuando éste, siendo el principio de toda vida, debe ejercer su acción antes de que nada sea hecho? Y siendo así, ¿cómo podrán los influjos de un corazón viejo sacar a la luz uno nuevo? ¿Podéis imaginar que un árbol, con sus entrañas podridas, pueda, por su propia energía vital, crearse a sí mismo un nuevo corazón? No podéis pensar tal cosa. Si el corazón fuese recto en su esencia, y los defectos radicaran simplemente en algunas ramas del árbol, mediante el poder vital de la sabia que corre por sus entrañas podría rectificar lo que estuviera mal. Sabemos que hay cierta clase de insectos que cuando pierden sus miembros, por la energía de vida que hay en ellos vuelven a reproducirlos. Pero arrancad la fuente de esta energía: el corazón; haced que el mal arraigue allí, y ¿qué poder existe capaz de rectificarlo de forma alguna, si no es un poder externo de lo alto? Oh, amados, jamás ha habido nadie que anduviera ni siquiera el grosor de un cabello en el camino que conduce a un nuevo corazón. Es necesario que el hombre permanezca pasivo; más adelante será activo, mas cuando Dios pone una nueva vida en su alma, el hombre está inactivo, y, si hace algo, es ofrecer activa resistencia, hasta que Dios, dominando con su victoriosa gracia, ejerce su señorío sobre la voluntad de la persona.
También es un cambio de gracia. Cuando Dios pone un corazón nuevo en el hombre, no es porque éste lo merezca ya que no hay nada bueno en su naturaleza que pueda haber movido a Dios a darle un nuevo espíritu. El Señor da al hombre un nuevo corazón simplemente porque así lo desea; ésta es la única razón. «Pero», decís, «y si alguien se lo pide?» Sabed que nadie clamará pidiendo un corazón nuevo en tanto no lo tenga; ya que el anhelar tenerlo es señal de que ya se posee. Alguno dirá: » ¿No debemos, pues, pedir un espíritu nuevo?» Sí, sé que ésa es vuestra obligación, como también sé que nunca lo pediréis. Sois instados a haceros un corazón nuevo, pero sé que nunca trataréis de hacerlo, hasta que Dios os mueva a ello. Tan pronto como manifestéis el deseo de buscarlo, es señal de que ya lo tenéis en su germen, pues no hubiera habido en vosotros ese indicio de oración si la semilla no hubiera sido antes sembrada.
«Pero», argüirá algún otro, «supongamos que haya alguien que no tenga ese nuevo corazón, y sin embargo ansíe tenerlo, ¿lo tendría?» Tú, que así me hablas, no debieras suponer cosas imposibles; mientras el corazón del hombre sea depravado y vil, nunca tendrá tal deseo, y es lógico, pues, que yo no pueda responder a una pregunta sobre algo que nunca ocurrirá; es imposible contestar a meras suposiciones, y si tú mismo te pones ante el dilema, procura también tú mismo salirte de él. La realidad es que nadie ha buscado, ni buscará jamás un nuevo corazón y un espíritu recto, si la gracia de Dios no ha comenzado previamente la obra. Si hay aquí algún cristiano que en su andar con Dios haya sido el quien diera el primer paso, que lo diga a los cuatro vientos; oigamos, aunque sólo sea por una vez, que ha habido alguien que se anticipó a su Hacedor. Pero yo no he conocido nunca un caso parecido; todo cristiano declara que Dios comenzó la obra, y su corazón con gozo canta:
«Fue el mismo amor que preparó el celestial banquete
Quien dulcemente me tomó y me obligó a entrar;
Pues de otra forma, yo jamás hubiese ido basta allí,
Y en mi pecado y corrupción habría muerto ya».
Es un cambio por gracia, libremente concedido, sin ningún mérito por parte de la criatura, sin ningún deseo o buena voluntad que lo precedan. Dios lo obra por su propio beneplácito, y no por la voluntad del hombre.
Es, además, un esfuerzo victorioso de la gracia divina. Cuando Dios comienza la obra de cambiar el corazón, encuentra plena aversión a que tal cambio se realice. El hombre, por naturaleza, se resiste y lucha contra Dios en su oposición a ser salvo. Yo mismo he de confesar que, si por mi deseo hubiera sido, jamás hubiese sido salvado. Durante tanto tiempo como pude me rebelé y sublevé y peleé contra Dios. Cuando El quería que yo orara, o que escuchara la palabra de sus ministros, yo no lo hacía. Y cuando esto ocurría, y las lágrimas rodaban por mis mejillas, me las secaba y me resistía a que ablandara mi corazón, distrayéndolo con placeres pecaminosos cuando era enternecido. Y cuando no era de esta forma, trataba de defenderme con mi propia justicia, y no hubiera sido salvado si el soplo eficaz de su gracia no me hubiese acosado, venciendo toda oposición con su esfuerzo irresistible. Él conquistó mi depravada voluntad, haciéndome inclinar ante el cetro de su gracia. Y así ocurre en todos los casos. El hombre se subleva contra su Hacedor y Salvador; pero cuando Dios determina salvarlo, lo salva. Dios se posesionará del pecador, si así lo decide. Ni uno solo de Sus propósitos ha sido frustrado jamás. El hombre se resiste con toda su fuerza, pero todo su poder, tan tremendo como es para el pecado, no tiene punto de comparación con la virtud majestuosa del Altísimo cuando cabalga en Su carroza de salvación. El salva irresistiblemente, y, victoriosamente, conquista el corazón del hombre.
Este cambio es, además, un cambio instantáneo. La santificación del hombre es obra de toda una vida; pero el dotarlo de un corazón nuevo es cuestión de un instante. Eh un segundo, más veloz que la luz del rayo, Dios pone en el hombre un nuevo corazón, haciéndolo nueva criatura en Cristo Jesús. Tú puedes estar ahí, sentado en tu banco, como enemigo de Dios, con un corazón impío, duro como una piedra, muerto y frío; pero si el Señor lo quiere, el fuego de vida prenderá en tu alma, y en ese momento comenzarás a temblar y te invadirá el sentimiento; confesarás tu pecado, y acudirás presuroso a Cristo en pos de misericordia. Las otras partes de la salvación se desarrollan gradualmente; pero la regeneración es la obra instantánea de la gracia soberana, eficaz e irresistible de Dios.
III. En este punto que vamos a tratar ahora tenemos amplia base de esperanza y ánimo, aún para los más viles de los pecadores. Queridos oyentes, permitidme que con todo afecto me dirija a vosotros, abriéndoos mi corazón por unos momentos. Muchos de los que aquí estáis buscáis misericordia; durante muchos días habéis estado orando en secreto, hasta que vuestras rodillas os han dolido por la frecuencia de la intercesión. Habéis clamado a Dios diciendo: «Crea en mí un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mi». Consolaos, amigos míos, sabiendo que vuestra oración ha sido ya escuchada. Ya tenéis ese corazón nuevo y ese espíritu recto. Quizá no podáis daros cuenta durante los próximos meses de la verdad de esta declaración; por tanto, continuad orando hasta que Dios quiera abrir vuestros ojos, para que veáis cómo vuestras plegarias han sido contestadas; pero, aunque ahora no lo veáis, estad seguros de que ya lo han sido. Si odiáis el pecado, eso no es de la naturaleza humana; si anheláis ser amigos de Dios, si deseáis ser salvos por Cristo, si deseáis, sin condición alguna por vuestra parte, que Él os tome para ser suyos, para preservaros y guardaros en la vida y en la muerte, si queréis vivir para El, y, si fuera necesario, morir por su honor, todo esto no procede de la naturaleza humana, sino que es la maravillosa obra de la gracia divina. Ya hay algo bueno en vosotros; el Señor ha comenzado su buena obra en vuestro corazón, y El la perfeccionará hasta el fin. Todos estos deseos y anhelos son algo que vosotros jamás podríais haber sentido por vosotros mismos. Dios os ha ayudado a subir esta divina escalera de la gracia, y tan cierto como que Él ha hecho que muchos peldaños quedaran atrás, Él os llevará hasta la misma cima, para tomaros en los brazos de su amor en gloria eterna.
Hay otros muchos aquí que no han tenido esta experiencia, sino que han caído en la desesperación. El diablo os ha dicho que no podéis ser salvos, que sois demasiado culpables, demasiado viles. Cualquier otra persona en este mundo podría encontrar misericordia, pero no vosotros, porque no merecéis la salvación. Óyeme, pues, querido amigo, si éste es tu caso. ¿Es que no he tratado, en este culto de hoy, de dejar más claro que la luz del sol que Dios nunca salva al hombre por lo que éste sea, y que no comienza ni perfecciona su obra en nosotros por lo que tengamos de bueno? El más grande de los pecadores puede ser tan merecedor de ser elegido como el menor de ellos. Aquel que ha sido el primero de los criminales, vuelvo a insistir, es tan digno de ser escogido por la soberana gracia de Dios, como el que ha sido un dechado de moralidad. Porque Dios no requiere nada de nosotros. No le ocurre lo que al labrador, que rehuye el arar todo el día sobre las rocas, y echa su yunta por el terreno blando, buscando la fértil tierra donde comenzar su tarea. No, Dios no necesita nada de esto. El obrará en terreno rocoso, y trabajará laboriosamente vuestros duros corazones hasta convertirlos en rico y negro limo de afligido arrepentimiento, y entonces sembrará en él la semilla de vida, hasta que dé fruto centuplicado. No, no necesita nada de vosotros. El puede hacerlo contigo, ladrón, borracho, prostituta, o cualquier cosa que seas; El puede hacerte caer de rodillas clamando misericordia, llevarte a vivir una vida santa y guardarte hasta el fin. «¡Oh», dirá alguno, «yo deseo que Él lo haga conmigo, pues.» Bien, alma que así hablas, si es sincero lo que dices, El quiere. Si tú lo deseas, hoy serás salvado. Jamás hubo un Dios no dispuesto para un pecador bien dispuesto. Pecador; si tu quieres ser salvo, El no quiere la muerte de nadie, sino que todos vengan al arrepentimiento; y tu eres libremente invitado esta mañana a volver tus ojos a la cruz de Cristo. El ha soportado los pecados de los hombres y ha llevado sus aflicciones; a ti se te ofrece el mirar allí y el confiar ciega y simplemente. Ahora pues, eres salvo. Ese deseo tuyo, si es sincero, muestra que Dios ya ha comenzado a regenerarte en esperanza viva. Si ese sincero anhelo permanece, será la señal evidente de que el Señor te ha traído a El, y de que tú eres y serás suyo.
Y ahora, todos vosotros, los que no sois convertidos, pensad en que esta mañana estamos todos en las manos de Dios. Merecemos la condenación, y si El nos condena, no habrá ni una sola palabra que pueda alzarse contra tal decisión. Nosotros no podemos salvarnos a nosotros mismos, estamos completamente en sus manos; Él puede aplastarnos bajo su dedo, como a una mariposa, si le place, o darnos la libertad y salvarnos. ¡Cuáles no debieran ser nuestros pensamientos, si pensáramos detenidamente en esto! Debiéramos caer sobre nuestro rostro cuando lleguemos a casa, y clamar: «¡Gran Dios, sálvame a mi, pecador!; Sálvame! Renuncio a todos mis méritos, porque no son ninguno; merezco la perdición; Señor, sálvame, por Cristo Jesús»; y vive el Señor mi Dios, en cuya presencia estoy, que no habrá ninguno de vosotros que así haga, a quien mi Dios le cierre las puertas de la misericordia. ¡Ve y pruébalo, pecador!, ¡ve y pruébalo! Arrodíllate en tu habitación hoy, y prueba a mi Maestro.
***