UN SERMÓN SENCILLO

Por C.H. Spurgeon
«Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Romanos 10:13).
Un eminente teólogo ha dicho que muchos de nosotros, cuando predicamos la Palabra, damos por sentado que nuestros oyentes poseen un gran conocimiento de ella. «Muy a menudo», dice este teólogo, «hay en la congregación personas que no están familiarizadas en absoluto con la gran ciencia de la teología. Desconocen por completo la totalidad del sistema de gracia y salvación

.» Así pues, es conveniente que el predicador se dirija a sus oyentes, de vez en cuando, como si su mensaje les fuera totalmente desconocido, y se lo exponga como algo nuevo, explicándolo todo como si su auditorio lo ignorara.»Porque», dice este buen hombre, «es mejor suponer muy poco conocimiento, y explicar lo que se desea con claridad, aun para la más pobre inteligencia, que suponer demasiado y dejar que el indocto se vaya sin haber comprendido nada.»

Ahora bien, creo que esta mañana no erraré sobre este particular, porque asumiré que algunos de mi congregación por lo menos, desconocen totalmente el gran plan de salvación. Y estoy seguro que vosotros, los que lo conocéis bien y habéis experimentado su valor, seréis indulgentes conmigo, mientras intento, con las palabras más sencillas que pudieran pronunciar labios humanos, narrar la historia de cómo se pierden los hombres y de como son salvos invocando el Nombre del Señor, según las palabras del texto.

Demos, pues, comienzo por el principio. Y digamos a nuestros oyentes en primer lugar que, puesto que nuestro texto habla de la salvación de los hombres, ello implica que necesitan ser salvados, ya que si los hombres hubieran continuado siendo igual que cuando Dios los creó no hubieran necesitado la salvación. Adam, en el Paraíso, no necesitaba salvación; era perfecto, puro, limpio, santo y acepto ante Dios. Él era nuestro representante, el representante de toda la raza humana, y cuando cogió la fruta prohibida y comió del árbol del cual Dios había dicho: «No comeréis de él, ni le tocaréis, porque no muráis pecando así contra Dios, tuvo necesidad de un Salvador; y nosotros, su descendencia, por causa de su pecado, necesitamos también de un Salvador. No obstante, nosotros, los que vivimos actualmente, no debemos culpar a Adam; ningún hombre hasta ahora ha sido castigado solamente por el pecado de Adam. Los niños que mueren en su infancia, son, sin lugar a dudas, salvados por gracia soberana, por medio de la redención que es en Cristo Jesús. Cuando sus ojos se cierran al mundo, habiendo sino inocentes de todo pecado, los abren al punto en la bienaventuranza del cielo. Pero ni vosotros ni yo somos niños. No necesitamos hablar en estos momentos del pecado de Adam. Tenemos que dar cuenta de los nuestros, y Dios sabe que son bastantes. La Santa Escritura nos dice que todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios, y la conciencia da testimonio de la misma verdad. Todos hemos quebrantado los grandes mandamientos de Dios, y a consecuencia de ello, el Dios justo se limita en justicia a castigarnos por los pecados que hemos cometido. Ahora bien, hermanos míos, al hecho de que hayamos quebrantado la ley divina y de que nos hallemos por ello bajo la ira de Dios, debemos la necesidad de misericordia. Por consiguiente, cada uno de nosotros, si hemos de ser felices, si hemos de morar por siempre con Dios en el cielo, tenemos que ser salvados.

Empero, existe gran confusión en las mentes de los hombres acerca de lo que significa ser salvo. Así pues, permitidme que os diga que salvación quiere decir dos cosas. En primer lugar, significa nuestra liberación del castigo por los pecados cometidos; y, además, significa la liberación de la costumbre de pecar, de tal manera que, en lo sucesivo, no viviremos como antes hemos vivido. Dios salva a los hombres de dos formas: encuentra al pecador quebrantando su ley, y dice: «Te perdono, no te castigaré. He castigado a Cristo en tu lugar; serás salvo». Pero esto es solo la mitad de la obra. Dice a continuación: «Hombre, no dejaré que continúes pecando como solías hacer. Te daré un corazón nuevo que vencerá tus malas costumbres. De suerte que tú, que has sido esclavo del pecado, serás libre para servirme. Aléjate de él; no volverás a servir a tu negro amo; debes dejar, pues, ese demonio. Te haré mi hijo, mi siervo. Tu dices: ‘No puedo hacer tal cosa’. Ven, te daré la gracia para llevarlo a cabo; te daré gracia para dejar la embriaguez, gracia para renunciar a tus blasfemias, gracia para dejar de profanar el domingo; te daré gracia para ,seguir la senda de mis mandamientos y descubrir que es un camino delicioso». La salvación, pues, consiste en dos cosas: la liberación por un lado, del hábito de vivir en enemistad con Dios, y por otro, del castigo anejo a la transgresión.

El gran tema de esta mañana, sobre el cual trataré de expresarme en un lenguaje muy sencillo -no emprendiendo vuelos de oratoria de ninguna clase-, trata de cómo pueden ser salvos los hombres. Este es el gran interrogante. Recordemos, pues, qué significa ser salvos: significa ser hechos cristianos, tener pensamientos nuevos, nuevas mentes, nuevos corazones; y significa también poseer un nuevo hogar en eterna bienaventuranza a la diestra de Dios. ¿Cómo pueden ser salvos los hombres? ¿Qué es menester que yo haga para ser salvo7 Éste es el grito que brota de las gargantas de muchos de los que están aquí esta mañana. La respuesta del texto es ésta: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» Antes que nada, trataré de explicar, aunque muy someramente, el texto: con ello nos hallaremos ante una explicación. En segundo lugar, intentaré disipar algunos errores muy corrientes sobre la salvación: ésta será, pues, nuestra refutación. Y por último, subrayaré en vuestras mentes la utilidad del texto: ello será la exhortación. Explicación, refutación y exhortación; recordad estos tres puntos, y ¡que Dios los grabe en vuestros corazones!

I. Primero, pues, la EXPLICACIÓN. ¿Qué se nos quiere dar a entender aquí por invocar el nombre del Señor? Tiemblo en estos momentos al tratar de explicaros el texto, porque sé que es muy fácil «oscurecer el consejo con palabras sin sabiduría». En más de una ocasión los predicadores, en vez de hacer más luminosa la Escritura con sus explicaciones, la han convertido en oscuridad. Muchos predicadores son como una ventana pintada, impiden el paso de la luz en lugar de facilitarlo. No existe nada que me confunda más ni que fatigue tanto mi mente, como el responder a estas sencillas preguntas: ¿Qué es fe? ¿Qué es creer? ¿Qué es invocar el nombre del Señor? Para poder darles el significado exacto he tenida. que recurrir a mi concordancia y buscar en ella los pasajes donde se repite esta misma palabra, y he podido deducir (y lo expongo respaldado por la autoridad de la Escritura) que la palabra «invocar» significa adorar; por lo tanto puedo traducir el texto de esta forma: «Todo aquel que adorare a Dios, será salvo.» Permitidme que os explique la palabra «adorar» de acuerdo con el significado que de ella da la Escritura, para, de esta manera, explicar la palabra «invocar».

Invocar el nombre del Señor significa, en primer lugar, adorar a Dios. Encontraréis en el libro del Génesis que «cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová». Es decir, empezaron a adorar a Dios, construyeron altares en su nombre, confirmaron su creencia en el sacrificio que había de venir, ofreciendo un sacrificio característico sobre el altar que había levantado, doblaron sus rodillas en oración, elevaron sus voces en cánticos sagrados, y exclamaron: «Grande es Jehová, Creador, Preservador; sea siempre alabado por los siglos de los siglos». Ahora bien, todo aquel que, dondequiera que se encuentre en el vasto mundo, sea capacitado mediante la gracia para adorar a Dios como Dios quiere, será salvo. Si le adoráis por un Mediador, teniendo fe en la expiación de la cruz; si le adoráis con oraciones humildes y sincera alabanza, vuestra adoración prueba que seréis salvos. Porque no podríais adorar a menos que tuvierais gracia en vuestro corazón, y vuestra fe y gracia son una prueba de que seréis glorificados. Todo aquel que, con humilde devoción ya sea en el verde césped, bajo las ramas de un árbol, bajo la bóveda del cielo de Dios, o en la casa de Dios, o fuera de ella; quienquiera que adorare fervientemente a Dios con un corazón puro, esperando ser aceptado por medio de la expiación de Cristo, y abandonándose humildemente a la misericordia de Dios, será salvo. Así lo dice la promesa.

Empero expliquemos algo más extensamente lo que es adorar, no sea que alguien salga de aquí con una idea equivocada de lo que esto significa. La palabra «invocación», en el significado que le da la Sagrada Escritura, quiere decir oración. Recordaréis el caso de Elías, cuando los profetas de Baal pedían a su falso dios que les enviara lluvia; entonces él dijo: «Invocaré a Dios», es decir, «oraré a Dios para que envíe la lluvia». Por lo tanto, la oración es un indicio seguro de vida divina en nuestro interior. Todo aquel que ore a Dios a través de Cristo con súplica sincera, será salvo. Oh, recuerdo de qué manera me consoló cierta vez este texto. Sentía el peso del pecado, y no conocía al Salvador; pensé que Dios me destruiría con su ira y me aplastaría con su ardiente enojo. iba de capilla en capilla para oír predicar la Palabra, pero jamas escuché una frase del Evangelio que, como este texto, me protegiera del fin al que creo iba encaminado, llevado por la pena y el dolor: el suicidio. Sí, fue esta dulce palabra: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» Bien, pensé, no puedo creer en Cristo cómo es mi deseo, no puedo hallar el perdón; pero sé que invocando su nombre, sé que orando, ¡ay!, orando con gemidos, lágrimas y suspiros día y noche, aunque esté perdido, podré alegar esa promesa: «Oh Dios, tu dijiste que aquel que invocare tu nombre sería sal vo; yo lo invoqué, ¿me arrojarás de tu lado? Yo rogué por tu promesa. Elevé mi corazón en oración, ¿puedes ser justo y condenar al hombre que realmente oró?» Mas, fijaos en este dulce pensamiento: la oración es el verdadero precursor de la salvación. Pecador, no puedes orar y perecer; oración y perdición son dos cosas que nunca marchan juntas. No te pregunto de qué clase es tu oración; puede ser un gemido, puede ser una lágrima, una oración sin palabras, o una oración pronunciada de forma incorrecta y desagradable al oído; pero si es una oración salida de lo más profundo del corazón, serás salvo, o de otra forma su promesa sería falsa. Puedes estar seguro que, si oras, no importa quién hayas podido ser ni cuál ha sido tu vida ni cuáles los pecados en que has caído, aunque estos sean los más repugnantes que corrompen a la humanidad; si has aprendido a orar de corazón,

«La oración es el hálito de Dios En el hombre que vuelve a su Hacedor».

no puedes perecer con el hálito de Dios dentro de ti. «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.»

Empero, la palabra «invocar» significa algo más: quiere decir confiar. Nadie puede invocar el nombre del Señor a menos que confié en ese nombre. Debemos tener confianza en el nombre de Cristo, o de otro modo no le habremos invocado rectamente. Escúchame pues, pobre y afligido pecador; has venido aquí esta mañana teniendo conciencia de tu culpabilidad, despierto ante el peligro en que te encuentras; he aquí tu remedio: Cristo Jesús, el Hijo de Dios, se hizo hombre, nació de la virgen María, sufrió bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado». Sí, Él hizo esto para salvar a pecadores como tú. ¿Quiéres creer esto? ¿Creerás en ello con toda tu alma? ¿Dirás: «Hundido o a flote, Cristo Jesús es mi esperanza, y si perezco, pereceré rodeando con mis brazos su cruz, gritando:

«Nada traigo en mis manos a tu luz

sólo vengo a abrazarme a tu cruz»»

Pobre alma, si puedes hacer esto, serás salva. Ven ahora, no necesitas de ninguna buena obra por tu parte, ni de ningún sacramento; todo lo que se te pide es esto, y esto te lo da Él. Tú no eres nada, ¿tomarás a Cristo para serlo todo? Ven, estás ennegrecido, ¿quieres ser lavado? ¿Te pondrás de rodillas y gritaras: «Señor ten misericordia de mí, pecador; no por ninguna obra que yo haya hecho o que pueda hacer, sino por el amor de Aquel cuya sangre manaba de sus manos y pies, en quien solamente creo»? Los sólidos pilares del universo se tambalearán antes que tú perezcas; ¡ay!, el cielo llorará un trono vacío y una Deidad extinguida, antes que la promesa sea violada. El que cree en Cristo, invocando su nombre, será salvo.

Pero veamos algo más, y con esto creo que os habré dado el sentido completo que da la Escritura a esta palabra. Invocar el nombre del Señor significa profesar su nombre. Recordaréis lo que dijo Ananías a Saulo, después llamado Pablo: «Levántate y bautízate, y lava tus pecados invocando su nombre.» Ahora pues, pecador, si quieres acatar la palabra de Cristo, ésta dice: «El que creyere y fuere sumergido, será salvo». Observad que he traducido la palabra. El rey James no permitió que lo fuera. Pero yo no me arriesgo a ser infiel al conocimiento que tengo de la Palabra de Dios. Si significa asperjar, que nuestros hermanos traduzcan «asperjar»; pero no osarán hacer tal cosa, porque saben que no encontrarán jamás en todo el idioma clásico nada que pueda justificar el hacerlo así; y no se atreven a intentarlo. Pero yo si me atrevo a traducirla: «El que creyere y fuere sumergido, será salvo». Y aunque el sumergir no es nada, no obstante Dios manda a los hombres que creen que sean sumergidos, para hacer profesión de su fe. Repito que sumergir no significa nada para la salvación, es únicamente la profesión de la salvación pero Dios manda que todo hombre que pone su fe en el Salvador sea sumergido como lo fue el Salvador, para el *****plimiento de la justicia. Jesús fue a la orilla del Jordán para ser sumergido bajo las aguas; y de esta misma forma, cada creyente debe ser bautizado. Mas algunos de vosotros retrocedéis ante la idea de hacer una declaración. «No», decís, «creeremos y seremos cristianos en secreto.» Entonces escuchad esto: «Porque el que se avergonzare de Mí y de mis palabras en esta generación el Hijo del hombre se avergonzará también de el cuando vendrá en la gloria de su Padre con los santos ángeles». Repetiré una verdad manifiesta: ninguno de vosotros habréis conocido jamás a un cristiano secreto, y os lo demostraré. Si habéis sabido que un hombre es cristiano, no ha podido ser un secreto, porque si hubiese sido un secreto ¿cómo habríais podido saberlo? Por lo tanto, si no habéis conocido nunca un cristiano que lo era en secreto, no tenéis motivo para creer que pueda existir uno. Debéis manifestaros y hacer una profesión de fe. ¿Qué pensaría Su Majestad de sus soldados, si juraran que eran leales y verdaderos, y le dijeran: —Vuestra Majestad, preferiríamos, en vez de llevar los trajes militares, vestir de paisano. Somos hombres rectos, honestos e íntegros, pero no queremos permanecer en vuestras filas siendo reconocidos como vuestros soldados; nos gustaría más andar por el campo enemigo, y por el propio también, sin llevar nada que nos hiciera aparecer como soldados vuestros»?; ¡Ah!, algunos de vosotros hacéis lo mismo con Cristo. ¿Vais a ser cristianos secretos? ¿Vais a serlo, y andar por el campo del diablo, y por el de Cristo, pero sin ser reconocidos por ninguno? Bien, podéis arriesgaros si queréis hacerlo; pero a mí no me gustaría aventurarme a ello. Es una amenaza solemne: «El Hijo del hombre se avergonzará también de él cuando vendrá en la gloria de su Padre con los santos ángeles». Es algo solemne, repito, cuando Cristo dice: «Cualquiera que no trae su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo». Ahora pues, demando a cada pecador que aquí se encuentra, aquellos en quienes Dios ha despertado la necesidad de un Salvador, obediencia para el mandato de Cristo, tanto en este aspecto como en todos los demás. Oíd el camino de la salvación: adoración, oración, fe, profesión. Y esta profesión, si los hombres quieren ser obedientes, si quieren seguir la Biblia, debe ser efectuada en la misma forma que la hizo Cristo, mediante un bautismo por inmersión, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios lo manda, y aunque los hombres son salvos sin bautismo, y multitudes de ellos vuelan al cielo sin haber sido nunca lavados en la corriente, aunque el bautismo no es la salvación, no obstante, el hombre, si quiere ser salvo, no debe ser desobediente. Y puesto que Dios da una orden, a mí me corresponde hacerla *****plir. Jesús dijo: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere sumergido, será salvo; mas el que no creyere, será condenado».

Aquí pues, está la explicación de mi texto. Ningún ministro de la Iglesia puede objetar nada a mi interpretación. La iglesia anglicana defiende la sumersión. Dice que sólo los niños, y únicamente en caso de debilidad, serán aspergidos; y es asombroso ver la cantidad de niños endebles que han nacido últimamente. ¡Estoy asombrado de hallaros con vida, después de haber descubierto la gran cantidad de endeblez que ha existido por doquier! Los queridos pequeñuelos son tan delicados que, en vez de la inmersión que con tanta fuerza defiende su iglesia, les basta con unas cuantas gotas de agua. Quisiera que todos los ministros anglicanos fueran más consecuentes con los artículos de fe de su iglesia; si lo fueran, lo serían también con las Escrituras; y si fueran un poco más consecuentes con algunos de los epígrafes de su propia iglesia, serían más consecuentes consigo mismos. Si vuestros niños son endebles, podéis asperjarlos; mas si sois buenos anglicanos los sumergiréis, si es que pueden resistirlo.

II. Y acto seguido, el segundo punto, nuestra REFUTACIÓN. Hay algunos errores muy corrientes con respecto a la salvación que necesitan ser sanados por medio de la refutación. El texto dice: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo».

Ahora bien, uno de los conceptos que se hallan en oposición con este texto es el siguiente: que un sacerdote o un ministro sea absolutamente necesario para ayudar a los hombres en la salvación. Esa idea es corriente en otros lugares además de la iglesia romana; son muchos, ¡ay!, demasiados los que hacen de un ministro protestante su sacerdote, de la misma manera que los católicos hacen de su sacerdote su mediador. Hay muchos que se imaginan que la salvación no puede ser consumada si no es por medios indefinibles y misteriosos, mezclados con los cuales se encuentran el ministro y el sacerdote. Escuchad, pues: si no hubieseis oído jamás la voz del pastor de la iglesia o la de un anciano, a pesar de ello, si hubieseis invocado el nombre del Señor, vuestra salvación sería igualmente segura con o sin ministro. Empero los hombres no pueden invocar a un Dios que no conocen; así pues, la necesidad de un predicador radica en que alguien ha de mostrarles cuál es el camino de la salvación; porque, ¿cómo oirán sin haber quien les predique, y cómo creerán en aquel de quien no han oído? Mas el cometido de un predicador no va más allá de exponer el mensaje; después, Dios, el Espíritu Santo, debe aplicarlo, porque nosotros no podemos hacer más. Oh, cuídate de las maquinaciones de los sacerdotes, de la astucia de los hombres, de la intriga de los ministros, de las artimañas de los clérigos. Todos son clérigos en el pueblo de Dios, todos somos cleros, todos somos Su clero, si hemos sido ungidos con el Espíritu de Dios y somos salvos. Nunca debía haber habido distinción entre clero y lego. Todos los que amamos al Señor Jesucristo somos clérigos, y vosotros, si Dios os ha dado capacidad para ello y os ha llamado para esta labor por medio del Espíritu, serviréis para practicar el Evangelio tanto como cualquier otro. No hace falta ninguna mano sacerdotal, ninguna mano presbiteriana -que en otras palabras quiere decir sacerdotal-, no es necesaria ordenación de hombres; creemos en el derecho humano de manifestar nuestras creencias, y confiamos en el llamamiento del Espíritu de Dios en nuestros corazones instándonos a testificar su verdad. Mas sabed, hermanos, que ni Pablo, ni un ángel del cielo, ni Apolos, ni Cefas pueden ayudarnos en la salvación. La salvación no es de los hombres ni por los hombres; y ni el papa, ni el arzobispo, ni el obispo, ni el sacerdote, ni el ministro, ni ningún otro posee gracia alguna que dar a sus semejantes. Es necesario que cada uno de nosotros acuda al origen del manantial y apele a su promesa: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo». Aunque estuviera encerrado en las minas de Siberia, donde nunca pudiese oír el Evangelio, al invocar el nombre de Cristo, el camino sería tan directo sin el ministro como puede serlo con él; la senda hacia el cielo es tan expedita desde las selvas del África, y desde los antros y los calabozos de la cárcel, como pueda serlo desde el santuario de Dios. No obstante, por edificación todos los cristianos aman al ministro, aunque no para la salvación; aun cuando no confían en el sacerdote ni en el predicador, no obstante, la Palabra de Dios es dulce para ellos, y «¡cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que publica la paz!»

Otro error muy corriente es el de creer que un buen sueño es lo más extraordinario para salvar almas. Muchos de vosotros no sabéis lo extendido que está este error; pero se da el caso que yo lo sé. Muchas personas creen que, si uno sueña que ve al Señor en la noche, será salvo; e igualmente, si lo ve en la cruz, o si a uno le parece ver ángeles, o si sueña que Dios le dice: «Estás perdonado, todo está bien»; pero si uno no tiene un sueno tan hermoso no será salvo. Así piensan algunos. Ahora bien, si es así, cuanto antes tomemos opio, mejor, porque no hay nada mejor que el opio para hacer soñar a la gente; y mi mejor consejo habrá de ser: que cada ministro distribuya opio con largueza, y de esta manera, cuantos le escuchen irán al cielo directamente por medio de los sueños. Pero desechemos esta tontería; no hay absolutamente nada en ella. Los sueños, las estructuras desordenadas de una imaginación desenfrenada, y frecuentemente las ruinas de los hermosos pilares de una gran idea, ¿cómo pueden ser el medio para la salvación? Ya conocéis la excelente respuesta de Rowland Hill; la citaré, pues no sé de otra mejor. Cuando una mujer arguyó que era salva porque había soñado, le dijo: «Bien, mi buena señora, es muy bonito tener bellos sueños cuando se duerme; pero deseo ver de qué manera se comporta cuando está despierta; porque si cuando está despierta su conducta no es compatible con la religión, no daré un penique por sus sueños». ¡Ah!, me maravillo de que haya personas que puedan llegar a tal extremo de ignorancia como para contarme las historias que yo mismo he oído sobre los sueños. ¡Pobres y amadas criaturas!; cuando estaban profundamente dormidos vieron las puertas del cielo abiertas, y un ángel blanco vino y lavó sus pecados, y entonces vieron que estaban perdonados, y desde aquel momento nunca han tenido la menor duda ni el menor temor. Es pues hora de que empecéis a dudar; aun estáis a tiempo; porque si esa es toda la esperanza que tenéis, es una esperanza muy pobre. Recordad que «todo aquel que invocare el nombre de Dios será salvo»; no todo aquel que sueñe con Él. Los sueños pueden hacer bien. Algunas veces hay quienes han enloquecido de pavor a causa de ellos; y ha sido mejor así, porque estas personas eran peores y cometían más faltas cuando estaban en su juicio, que cuando no lo estaban; en este sentido, pues, sí puede decirse que los sueños hicieron un bien. También hay quienes han sido puestos sobre aviso por medio de los sueños; pero confiar en ellos es confiar en una sombra, edificar vuestra esperanza sobre burbujas que se deshacen en la nada con un simple soplo de viento. ¡Oh!, recordad que no necesitáis visión alguna ni apariciones maravillosas. Si has tenido una visión o sueño, no es necesario que lo menosprecies; puede haberte beneficiado, pero no confíes en él. Mas si no has tenido ninguno, recuerda que la promesa radica solamente en invocar el nombre de Dios.

Veamos ahora otro error más; hay algunos, muy buenas personas también, que se han estado riendo mientras hablaba de los sueños, y ahora nos ha llegado el turno de reírnos de ellos. Hay quienes creen que han de experimentar una serie de sentimientos hermosos, o de otro modo no podrán ser salvos; piensan que hacen falta unos pensamientos extraordinarios, algo no conocido hasta entonces, o de otra forma no pueden ser salvos ciertamente. Una mujer me pidió que la admitiese como miembro de mi iglesia. Le pregunte si había experimentado un cambio en su corazón. Ella contestó «Oh, si señor, ¡qué cambio!; lo percibí a través del pecho de una manera tan extraordinaria, sabe usted; y cuando estaba un día orando sentí como si no supiera lo que me ocurría. Me noté tan cambiada. Y cuando una noche fui a la capilla, al salir me sentí distinta de como me había sentido hasta entonces; ¡tan ligera!» «Sí», dije, «ligera de cascos; me temo, mi querida alma, que sea eso y no otra cosa lo que ha motivado esos sentimientos». La pobre señora era completamente sincera; creyó que había sido convertida porque algo había afectado sus pulmones, o conmovido su estructura física. «No», oigo decir a alguno de vosotros, «la gente no puede ser tan estúpida como para eso.» Os aseguro que, si pudierais leer en los corazones de la congregación aquí presente, encontraríais que hay cientos que no tienen una esperanza de gloria mejor que ésta, pues el tema que estoy abordando es corriente hoy día. «Pensé», me dijo un día uno, «cuando estaba en el Jardín: seguro que Cristo borrará mis pecados con tanta facilidad como puede desplazar las nubes. Si usted supiera; en unos momentos las nubes habían desaparecido y brillaba el sol. Pensé en mi interior: el Señor está borrando todos mis pecados.» Diréis que un caso tan ridículo como éste no se dará muy a menudo; pero yo os digo que sí sucede, y muy frecuentemente por cierto. La gente llega al convencimiento de que lo más absurdo del mundo es una manifestación de la gracia divina en sus corazones. Y sin embargo, el único sentimiento que yo deseo experimentar es saber que soy un pecador y que Cristo es mi Salvador. Podéis guardaros vuestras visiones, éxtasis, arrebatos y danzas; lo único que deseo sentir es hondo arrepentimiento y fe humilde, y si tú tienes esto, pobre pecador, eres salvo. Si, alguno de vosotros cree que, antes de poder ser salvo, debe experimentar una especie de sacudida eléctrica, algo muy hermoso que os recorrerá de la cabeza a los pies. Mas escuchad esto: «Cercana esta la palabra en tu boca, y en tu corazón. Ésta es la palabra de fe, la cual predicamos: que si confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo». ¿Qué pretendéis con todos esos desatinos de los sueños y pensamientos sobrenaturales? Todo lo que se requiere es que nos entreguemos a Cristo reconociéndonos culpables de nuestros pecados. Hecho esto, el alma es salva, y ni todas las visiones del universo podrán hacerla más salva.

Y ahora veré de subsanar otro error. Entre la gente muy pobre -he visitado a algunos y sé que lo que digo es verdad, (y mis palabras van dirigidas a algunos de ellos aquí presentes)-, entre los muy pobres e incultos existe una idea muy generalizada de que la salvación está relacionada de un modo u otro con el aprender a leer y a escribir. Quizás os sonriáis, pero estoy en lo cierto. Más de una vez me ha dicho alguna pobre mujer: «¡Oh!, señor, esto no sirve para pobres e ignorantes criaturas, no hay esperanza para nosotros. No sé leer. ¿Sabe usted que no conozco ni una letra? Yo creo que si supiera leer, aunque fuese un poco, podría ser salva; pero siendo tan ignorante, no se cómo podré salvarme, porque no tengo inteligencia». Me he encontrado con esto mismo en el distrito rural, entre gentes que, si quisieran, podrían aprender a leer. No hay ninguno que no pueda, a no ser que sean perezosos. Y continúan con su fría indiferencia hacia la salvación, creyendo que el ministro puede ser salvo porque lee a las mil maravillas, que el oficinista puede ser salvo porque dice perfectamente «Amén», y que el hacendado puede ser salvo porque sabe mucho, y tiene en su biblioteca una enorme cantidad de libros; pero que ellos no pueden ser salvos porque no saben nada, y que, por lo tanto, la salvación es imposible para ellos. ¿Hay aquí alguna de esas pobres criaturas? Te hablaré sencillamente. Mi pobre amigo, no necesitas saber mucho para ir al cielo. Te aconsejo que aprendas cuanto puedas, no te quedes rezagado en tratar de aprender. Mas en lo referente a ir al cielo, el camino es muy sencillo, «de tal manera que los insensatos no yerren». Si sientes que has sido culpable, que has quebrantado los mandamientos de Dios, que no has guardado el día del Señor, que has tomado su nombre en vano, que no has amado a tu prójimo como a ti mismo, ni tampoco a Dios con todo tu corazón, sabe que Cristo murió por aquellos que son como tú; murió en la cruz y fue castigado en tu lugar, y Él te dice que creas en ello. Si deseas oír más sobre esto, ven a la casa de Dios y escucha, y trataremos de conducirte a algo más. Pero recuerda que todo cuanto necesitas conocer para ir al cielo es el pecado y al Salvador. ¿Sientes tu pecado? Cristo es tu Salvador, confía en El, órale, y tan seguro como que estás aquí ahora y te estoy hablando, estarás un día en el cielo. Te diré dos oraciones. Primero di esta: «Señor muéstrame a mí mismo». Es muy sencilla. Señor muéstrame a mí mismo; muéstrame mi corazón, muéstrame mi culpabilidad, muéstrame el peligro en que estoy; Señor muéstrame a mí mismo. Y cuando hayas dicho esta oración, y Dios te haya contestado (y recuerda que Él oye la oración), cuando te haya mostrado a ti mismo, he aquí la segunda plegaria: «Señor muéstrate a mí. Muéstrame tu obra, tu amor, tu misericordia, tu cruz, tu gracia». Ora esto, y ésas serán las únicas oraciones que necesites para ir al cielo: «Señor, muéstrame a mí mismo»; «Señor, muéstrate a mí». No necesitas saber mucho, pues. No te hace falta deletrear, no te es preciso saber hablar correctamente para alcanzar el cielo. El ignorante y el rústico son bienvenidos a la cruz de Cristo y a la salvación.

Perdonad que haya dado respuesta a tan corrientes errores. Los contesto porque son corrientes, y lo son entre algunos de los presentes. Oh, hombres y mujeres, escuchad una vez más la Palabra de Dios: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo». Anciano, niño, joven y muchacha; rico, pobre, intelectual, analfabeto: para vosotros es este sermón en toda su plenitud y liberalidad; si, a toda criatura bajo el cielo, «todo aquel» (y eso no excluye a ninguno), «todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo».



III. Y por último, terminaré con la EXHORTACIÓN. Es la siguiente: os invito en el nombre de Dios a creer en el mensaje de su Palabra que os anuncio en este día. No os apartéis de mí porque este mensaje haya sido expuesto con sencillez; no lo rechacéis porque haya escogido una manera sencilla y llana para predicarlo al pobre, sino escuchad de nuevo: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo». Os suplico que creáis esto. ¿Es difícil de creer? Nada es demasiado difícil para el Altísimo. ¿Decís: «He sido tan pecador que no puedo creer que Dios me salve»? Escucha la palabra de Jehová: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos.» ¿Decís: «Yo estoy excluido. No irá usted a decirme que Él me salvara»? Escucha, Dios dice: «Todo aquel»; «todo aquel» es una puerta muy ancha por la que pueden pasar grandes pecadores. ¡Oh!, si Él dice «todo aquel», podéis estar seguros que, si lo invocáis, no seréis excluidos; eso es lo esencial.

Y ahora, debo rogaros que creáis esta verdad, y os induciré a ello valiéndome de unos cuantos razonamientos. Serán razonamientos de la Escritura. Que Dios los bendiga para ti, pecador. Si invocas el nombre de Cristo serás salvo; y en primer lugar, te diré que serás salvo porque eres elegido. Ningún hombre que no haya sido elegido previamente invocara el nombre de Cristo. La doctrina de la elección, que confunde a muchos y atemoriza a más, no necesita jamás hacer esto. Si crees, eres elegido; si invocas el nombre de Cristo, eres elegido; si te sientes pecador y pones tu esperanza en Cristo, eres elegido. Ahora bien, los elegidos deben ser salvos, la condenación no existe para ellos. Dios los ha predestinado para la vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie los arrebatará de las manos de Cristo. Dios no elige a los hombres para después rechazarlos, no los elige para arrojarlos más tarde al abismo. Por lo tanto, eres elegido porque no habrías podido invocar su nombre si no lo hubieses sido; el hecho de que invoques se debe a que has sido elegido; y en cuanto que has invocado, e invocado el nombre de Dios, eres el elegido de Dios. Y ni la muerte ni el infierno podrán borrar jamás tu nombre de su libro. Se trata de un decreto omnipotente, ¡la voluntad de Jeliová se *****plirá! Sus elegidos deben ser salvos, y aunque se opongan a ello la tierra y el infierno, Su poderosa mano romperá sus filas de perdición y conducirá a Su pueblo a través de ellas. Tú perteneces a ese pueblo. Tú te hallaras al final de los tiempos delante de su trono, y verás su rostro sonriente en gloria sempiterna, porque eres uno de sus elegidos.

Veamos otra razón. Si invocas el nombre del Señor serás salvo, porque estás redimido. Cristo te ha comprado, y ha pagado derramando la sangre más ardiente de su corazón en precio de tu rescate; Jesús ha hendido su corazón, y lo ha hecho pedazos para comprar tu alma de la irá. Tú eres un redimido aunque no lo sepas; pero yo veo la señal de la sangre en tu frente. Si invocas su nombre, aunque hasta ahora no hayas sentido consuelo, Cristo te ha llamado para que seas suyo. Desde aquel día en que dijo: «Consumado es», Cristo ha dicho: «Mi gozo está en él, porque lo he comprado con mi sangre», y nunca perecerás, porque has sido comprado. Ninguno de los que han sido comprados por la sangre de Jesús se ha perdido todavía. Grita, grita, ¡oh infierno!, que por mucho que grites no podrás hacer que se condenen las almas redimidas. Desechad esa horrible doctrina de que los hombres son comprados con la sangre, y, no obstante, son condenados; es demasiado diabólica para que yo pueda creerla. Sé que el Salvador hizo cuanto debía hacer, y si había de redimir, redimió; y los que han sido rescatados por Él son positivamente rescatados de la muerte, el infierno y la ira. No podré nunca concebir la idea de que Cristo fuera castigado por un hombre, y que este hombre sea castigado otra vez. Jamás podré comprender como Cristo pudo ocupar el lugar de alguien, y ser castigado por él, y no obstante este alguien ser castigado de nuevo. No; puesto que invocas el nombre de Dios, ello que es la prueba de que Cristo es tu rescate. ¡Ven, alégrate! Si El fue castigado, la justicia de Dios no puede exigir una venganza doble, primero de las sangrantes manos de tu Fiador, y después de las tuyas. Ven alma, pon tu mano sobre la cabeza del Salvador y di: «Jesús bendito, Tú fuiste castigado por mí». Oh, Dios, no temo tu venganza. Castígame cuando mi mano está sobre la expiación, pero debes castigarme a través de tu Hijo. Castígame si quieres, pero no puedes hacerlo, porque tu justicia ya se *****plió en Él, y con toda seguridad no volverás a castigar por el mismo delito. ¿Qué? ¿Cristo bebió de un enorme trago de amor la copa de mi condenación, apurándola hasta las heces, y después de eso seré condenado? ¡Dios no lo quiera! ¿Será Dios tan injusto que olvidará la obra que hizo el Redentor por nosotros, y permitirá que la sangre del Salvador haya sido derramada en vano? Ni el mismo infierno se permitió jamás este pensamiento, digno solamente de los hombres que son traidores a la verdad de Dios. ¡Ah, hermanos!, si invocáis a Cristo, si oráis, si creéis, podéis estar completamente seguros de la salvación: estáis redimidos, y los redimidos no perecerán.

¿Es necesario que os exponga alguna otra razón? Creed esta verdad que necesariamente es verdad: Si invocáis el nombre de Dios, «en la casa de mi Padre», dice Cristo, «muchas moradas hay»; y entre ellas hay una para vosotros. Cristo la ha preparado desde antes de la fundación del mundo. Él ha preparado la casa y la corona para todos aquellos que creen. ¡Ven! ¿Piensas que Cristo preparará una casa y no conducirá a ella a sus moradores? ¿Hará coronas para dejar que se pierdan las cabezas que han de llevarlas? ¡Dios no lo quiera! Vuelve tus ojos hacia el cielo. Hay un lugar allí que debe ser ocupado, y ocupado por ti; hay allí una corona que debe ser usada, y debe ser usada por ti. ¡Oh!, cobrad ánimo, los preparativos del cielo no serán en vano; Dios hará sitio a todo aquel que crea, y es por haber hecho este sitio por lo que aquellos que creen irán allí. ¡Oh! ¡Pido a Dios que yo sepa que algunas almas pueden acogerse a esta promesa! ¿Dónde estas? ¿Estás ahí lejos, de pie entre la multitud, o estas sentado aquí en la nave del Hall, o tal vez en la galería más alta? ¿Sientes tus pecados? ¿Derramas lágrimas en secreto a causa de ellos? ¿Lamentas tus iniquidades? ¡Oh!, acógete a esta promesa: «Todo aquel (¡cuán dulce todo aquel) todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo». El demonio te dice que no te sirve de nada invocar porque has sido un borracho. Contéstale que Dios dice: «Todo aquel». «No», dice el espíritu maligno, «no te sirve para nada; durante estos diez últimos años no has oído ni un sermón, y ni siquiera has estado en la casa de Dios.» Explícale que Dios dice: «Todo aquel». «No’, dice Satanás, «recuerda el pecado de la pasada noche, y que has venido al Music Hall manchado con tu concupiscencia». Contesta al demonio que Dios dice: «Todo aquel», y que es una loca falsedad por su parte el pretender que puedas invocar a Dios y no obstante perderte. Dile que

«Si todos los pecados que el hombre ha cometido

Con su mente, palabras y su obra corrompida,

Desde que se hizo el mundo y comenzó la vida,

Sobre una sola hechura se hubieran reunido;

La sangre redentora de Cristo solamente,

Podría tantos delitos expiar propiamente.»

-Oh! ¡Quiera el Espíritu de Dios que guardéis estas palabras en vuestros corazones! «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.»

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